3.10.17

El arte, por Santiago Erausquin


“Arte es todo lo que los hombres llaman arte”
José Jiménez, Teoría del arte. Tecnos, Madrid, 2002.

Lo que me llevó a dedicarme al arte, tanto en su dimensión práctica como teórica, fue un proceso complejo, tan difícil de determinar como el término mismo.
Que el arte no es lo que supuestamente es lo aprendí con mi abuela cuando me llevó al centro a ver una obra de teatro al General San Martín. Creo que fue la primera vez que fui al teatro de verdad, porque intuía que las representaciones que se hacían en el jardín de infantes o en los actos escolares eran simulacros de simulacros, copias de otras copias que sonaban a pretensión, a falso o sustitución. Sentía lo mismo que al encontrarme con el Hombre Araña en un cumpleaños o al observar los personajes de Disney pintados en la calesita de la plaza. Sin embargo debo reconocer que las funciones esas me entretenían con locura y las disfrutaba de principio a fin. Es más: solía aplaudirlas con una euforia desbordante y la señorita me tenía que pedir que me calmara. La obra que íbamos a ver era un sainete español aclamado por la crítica y con reconocidos actores de la época. Entre ellos estaba un galán que ya había protagonizado varias telenovelas y unas cuantas películas. Yo tendría ocho años y mi hermano mayor, que estaba enfermo, no pudo ir. Antes de salir, mi mamá y mi abuela conversaban en la cocina. En un momento escuché que mi mamá dijo “Vayan a ver esa obra de arte”. Así que desde el vamos supe que veríamos una obra de arte y esa frase, que pareció haberse dicho con letras mayúsculas, determinó por un tiempo qué era una obra de arte.
Estuve de la mano de mi abuela todo el tiempo. No nos separamos nunca; ni cuando caminamos hasta la estación ni cuando tomamos el tren. Mi abuela era muy conversadora. Hablaba conmigo, con los vecinos que aparecían en el camino, con el boletero y con cualquier pasajero que estuviera cerca. No repetía siempre lo mismo, abría distintos tipos de diálogos que de alguna manera resultaban interesantes aunque prolongados para mi capacidad de atención. Para lograr que terminara y se despidiera le tironeaba del abrigo o de la cartera colgándome literalmente de ella. Y a ella le causaba gracia mi fastidio.
Hablaba de cualquier cosa. Un libro, una película o un programa en la radio bastaban para el inicio. Pero su tema favorito eran los familiares, sus destinos y estados de salud. Nunca dejaba de comentar las características que tenían la última vez que los había visto. En este sentido, el familiar favorito para su conversación era su propio hermano, un reconocido escenógrafo a quien ella admiraba mucho. El escenógrafo, que ya había fallecido, ocupaba el noventa y cinco por ciento de sus charlas. Y como había sido un escenógrafo socialista, que había vivido en distintos países y que además había dado importantes clases, todo respecto a él sonaba fantástico, heroico e irrepetible. De hecho, la obra de arte que íbamos a ver tenía el diseño escenográfico, el vestuario y la puesta de luces realizadas por él, antes de morir, claro. Y por eso mi abuela la había elegido.
Llegamos al teatro ansiosos, excitados y muy sobre la hora. El hall era enorme, moderno, muy distinto a los que imaginaba a partir de lo que veía en la tele. Nada de cortinados bordó, candelabros de plata o arabescos dorados. Todo era geométrico, de vidrio o de mármol. En una ventanilla lateral sacamos las entradas como si fuésemos a viajar en avión y fuimos a tomar un ascensor.
Me encantó el ascensor. Era plateado, enorme y lo manejaba un empleado muy bien vestido. Que íbamos a ver algo importante tenía que ver con ese ascensor. Estaba clarísimo. Nos elevamos, subimos, ascendimos a un piso que evidentemente estaba más allá del mundo terrenal. Un vértigo me hizo sentir el ombligo a la altura de la nariz. El arte, fue mi primera deducción, era algo que no tiene que ver con el mundo común. Mi abuela confirmaba mi intuición con su sonrisa y la mirada clavada en los números luminosos que indicaron, cuando se detuvo, el piso dos.
Pero al salir del ascensor se quedó helada en el vestíbulo al reconocer en las paredes una exposición completísima de los dibujos y acuarelas que su hermano había realizado para esa y otras tantas obras de teatro. “¿Y ésto?” balbuceó. Yo miré su cara de asombro, su boca entre abierta y sus ojitos que no podían creer tremendo homenaje a su hermano. Pensé que me iba a soltar, pero nada que ver. Por el contrario, apretó aún con más fuerza mi mano como si fuese lo único que la anclaba a la realidad. Se puso los anteojos. Ella solía decirme que tenía tres pares de anteojos: “uno para ver de cerca, otro para ver de lejos y finalmente uno para encontrar los otros dos”. Pero esta vez no dijo nada. Estaba en otra. Mientras los últimos de la fila entraban a la sala, nos pusimos a ver uno por uno los papeles prolijamente enmarcados en la pared. Eran cuadritos que mostraban el diseño del vestuario de un polichinela, de un posadero, de un hada del bosque o de un campesino. Había de todo. Parecían expuestos como los muñequitos que venían adentro de unos chocolatines. En la página de una revista infantil que comprábamos en casa la propaganda publicaba toda la colección, y se formaba así un mundo ideal, maravilloso y coherente. Esto era igual. Un bombero antiguo, un doctor, unos niños que eran “del Tirol” según mi abuela. Un carro lechero, un vagón de tren y hasta una jirafa. Todos estaban realizados con lápiz negro e iluminados con vivos colores. Se indicaban medidas, costuras, hebillas, calzados y otros accesorios como moños para peinados, gorros y sombreros.
“Señora, ¿van a entrar?” preguntó un muchacho de bigotes vestido como un mozo que estaba a punto de cerrar la cortina que daba a la sala. Mi abuela no respondió. Siguió absorta y sonriente con el rostro pegado a los dibujos. A lo lejos una voz grabada de mujer decía claramente y con un énfasis exagerado “El Teatro General San Martín les da la bienvenida…”
Mi abuela ignoró la obra de teatro y como si nunca hubiese existido el plan de verla se quedó en el vestíbulo pasando por todo lo exhibía la exposición. Yo me quedé a su lado, pero sentía la mirada distraída y distante del muchacho bigotudo.
Además de los dibujos vimos mil cosas más: los planos de escenarios, diseños de bambalinas, cortinados y hasta programas de las obras. En una vitrina habían puesto tres maquetas de cartón y madera con las escenografías en miniatura. Eran una fantasía total. Mi abuela me contaba y explicaba detalles. “Este escenario era giratorio”; “Por esta trampa entraba el actor volando”. Todo era obsesivo, detallado y minucioso. Entre sus explicaciones los aplausos se escuchaban a lo lejos. Parecían celebrar sus comentarios.
En un sector habían puesto su biografía. Mi abuela la examinó como si estuviera ante una radiografía. Al fin se puso contenta y señalando una oración exclamó “¡Acá estoy yo, acá estoy yo!”
La frase decía “1916: Nace en Buenos Aires y es el mayor de tres hermanos.”
En unos paneles pegaron unos textos escritos a máquina. “A ver… Éstas deben ser sus conferencias” y ahí mi abuela se demoró un buen rato. Se leyó todo. “Son todos dramaturgos rusos” dijo. Y después fuimos a ver varios maniquíes con el vestuario original de una obra que tenía que ver con reinas y princesas, porque eran vestidos acampanados, pasteles, con tules transparentes y diamantes pegados. Mi abuela los examinaba como si se los fuera a comprar. Medía la calidad de la tela tocándola con energía o llevándosela a la mejilla. Yo me detuve en el de un príncipe. El traje era muy parecido a los uniformes de los héroes de la patria que aparecían en mi libro de lecturas. Pero éste tenía más brillo, más oro y firulete. “Debe ser la ropa que usaron para hacer de San Martín” deduje por el lugar en el que estábamos.
Finalmente mi abuela suspiró. Se dirigió despacito al centro del vestíbulo y se quedó parada ahí. Se acomodó el abrigo, los anteojos y miró todo por última vez como si estuviera sacando una foto. Me dijo que nos teníamos que ir. “¿Podemos ir en ascensor?” pregunté. Sonrió.
Fuimos a la confitería de la esquina. Pidió un café con leche para cada uno y compartimos un tostado. Veía a mi abuela contenta y eso me animaba. De la obra que no vimos no se habló. Charlamos de otras cosas, como de los paisajes de España y los planetas pero, no sé cómo, terminamos hablando de su hermano. El mozo que nos atendió parecía ser familiar del que estaba en la sala apurándonos a pasar. Tenía la misma ropa. Se lo comenté a mi abuela y lo miró sin disimulo cuando atendía otra mesa. “Me parece que es el mismo” me dijo. Volví a mirar. Sí, mi abuela tenía razón: seguro que era el mismo. Cuando terminaba allá debía ir a trabajar al bar.

***

A la noche mi hermano estaba mejor. Mi abuela le había comprado unas historietas y después de cenar todos juntos se fue a su casa. Me puse el piyama y me metí en mi cama, que estaba ubicada formando un ángulo con la de mi hermano. Él también se acostó y apagó la luz. Antes de dormirnos me preguntó de qué se trataba la obra que habíamos visto.
“No sé” dije. “Vimos otra cosa”
“¿Qué cosa?”
Recordé lo que se había hablado antes de salir, el éxtasis en el que había caído mi abuela y las fantasías realizadas por su hermano.
“La obra de arte” dije con determinación.
Pero la certeza duró poco. La siguiente turbación la tuve unos meses después, cuando mi mamá y mi tía, la que vivía en Bahía Blanca, reconocieron en la tele al actor que protagonizaba la obra de teatro que deberíamos haber visto en el teatro con mi abuela. El actor aparecía seductor, fumando y apoyado en una súper moto. Tenía puestas unas botas negras y su camiseta musculosa dejaba ver su físico trabajado. Sin notar mi presencia ni la de mi hermano que tomábamos la leche, las dos pusieron la misma cara que mi abuela frente a los dibujos de su hermano y dejaron salir, casi al unísono, una frase que me interpelaría buena parte de mi vida: “¡Ay, nena, por Dios! ¡Qué obra de arte!”
Buenos Aires, 2016




Tomado de:  Santiago Erausquin. Paisaje y otros relatos. Editorial Cencerro / Ascasubi, 2016.