19.7.17

La literatura argentina es el mal, por Alejandro Rubio



 Precisando: es el mal político. Precisando aún más: es el mal político en literatura.
 La literatura argentina está mal escrita. La literatura argentina procrea argumentos malos, personajes malos, imágenes malas, diálogos malos, ideas malas. Los héroes de novela hablan como cancheros de televisión. Los yóes líricos hablan como enamorados de televisión. Los caracteres teatrales hablan como pastores evangélicos de televisión. Las tramas de las ficciones argentinas parecen libretos que cajoneó Suar. La literatura argentina, sólo cabe concluir, es mala. Esto en un primer nivel, el más superficial, el que redunda de una visita con suficiente dinero a Yenny.
 Pasando al nivel siguiente: la ideología de la literatura argentina está mal porque toda obra literaria argentina, en primer lugar, es polémica, y las ideas polemizan con ideas dentro de ella. Se es borgeano o antiborgeano, neobarroco u objetivista, peronista o antiperonista, montonero o antimontonero. Lo primero que piensa un autor argentino cuando escribe es cómo demoler al adversario que eligió. Las banderías políticas y literarias se cruzan, se funden, se confunden, y crean el mal político/literario de la literatura argentina. En ese sentido, el boom de los best sellers periodísticos de la década menemista es el sinceramiento final del lector argentino: nuestra literatura lo acostumbró, después de todo, a buscar, en la ficción, eso. La literatura argentina no conoce la paz, sea ésta el agradable cultivo del jardín propio, sea el reconocimiento clásico de un campo y un canon de lo exclusivamente literario. La literatura argentina está en guerra con la literatura de los otros. En un primer corte, con la literatura de los connacionales, pero, afinando mejor la puntería, está en guerra con la literatura universal, con la inmoral pretensión de que hay algo inventado por gente que no es argentina que se llama literatura. La literatura argentina le disputa a la literatura universal el verdadero lugar de la palabra literaria en relación con el poder, la voluntad, la política. Pero, ¿hace falta este barroquismo de la argumentación? Más redondamente, la ideología de la literatura argentina está mal porque sus ideas son horribles. Decir que son políticamente incorrectas es poco, les da un aura de audacia que en general no tienen. “Civilización y barbarie” en Sarmiento, el batacazo como acto omnipotente, capaz de alterar de una vez todas las dimensiones del tiempo, en Arlt, la mitología del coraje en Borges, la irrealidad del mundo en Borges, la cultura general de Cortázar, los modales del bon vivant ya sea en su encarnación burguesa o pequeño burguesa en Bioy Casares, la crueldad en O. Lamborghini… ¿Vale la pena que siga? Es sencillamente horrible. ¿Podemos imaginarnos a un gran escritor de la literatura universal, un Tolstoi, un Balzac, un Mallarmé, un Dickens (podría seguir páginas y páginas,  la literatura universal es eso, un catálogo de nombres/marca) poniendo la vista un segundo sobre las páginas de la mejor literatura argentina sin apartar la cara de inmediato como abofeteado por un intenso olor excrementicio?
 La literatura argentina, entonces, trata de guerra (con su campo semántico: posiciones tomadas, ataque, contraataque, defensa, táctica, estrategia, persecución, saqueo, paranoia, cadena de mandos, aniquilación, victoria, derrota) y de mierda (con su campo semántico: bolsas cargadas de caca o semen, asados con sus correspondientes chinchulines, cultura pop, sadomasoquismo, pornografía, logorrea, piorrea, viejos desdentados en geriátricos clamando que les cambien los pañales para adultos). Todos los grandes escritores argentinos son Napoleones con una escupidera en la cabeza o por cabeza, es decir, son una mezcla de guerreros y coprófilos. Sin embargo, siguiendo a Weber, podemos establecer tipos ideales que representan un átomo u otro de la molécula literaria argentina.
 Sarmiento sería el tipo de escritor argentino bélico: en él la palabra es un ariete, contra la tiranía, contra la barbarie, contra el gaucho, contra el inmigrante, contra Alberdi, contra lo que sea. Sarmiento inventa el ideal de la victoria total de la literatura argentina: la cabeza del enemigo en una pica, la justificación de ese acto y la compensación de una maestra yanqui. El escritor argentino bélico está imbuido de santo furor, es un cruzado; ha sido elegido para limpiar la literatura y la política argentinas de sus males políticos y literarios y no se detendrá ni siquiera cuando sus compatriotas le imploren de rodillas que de su boca salga algo distinto de un anatema o una invectiva. El escritor argentino bélico es también un utopista: el resultado de la guerra total, nos promete al oído, será, luego de la infalible victoria, la mejor literatura del mundo, la mejor sociedad del mundo. Sarmiento se dedicó más a la sociedad y Borges, su mejor pupilo, a la literatura. Sarmiento auguraba una sociedad de trabajadores alfabetizados dedicados a leer revistas deportivas y del corazón. Borges propugnaba una literatura argentina inversa a la realmente existente, sin rastros de mierda o guerra: novelas policiales intrincadas y originales, poemas neoclásicos de temática filosófica o ciudadana o púdicamente sentimental. La utopía de Sarmiento, desafortunadamente, se realizó; la utopía de Borges, indiferentemente, no.
 El tipo de escritor argentino coprófilo sería, esto no sorprenderá a nadie, O. Lamborghini. La vieja mendiga comemierda de uno de sus poemas es un autorretrato. En él las volutas áureas del barroco que Perlongher, a pesar de lo que dijera, intentó restaurar, son bombardeadas con andanadas de bosta de vaca que cuelgan de las canaletas doradas oscureciéndolas con un pardo típicamente pampeano. Para Lamborghini, las ideas se hacen carne y la carne degenera, ineluctablemente, en caca. Ese es su proceso narrativo. Al lado de esto, hasta los desprendimientos fantasmales de la verborrea de buen tono, al estilo Bioy, pueden pasar por un trabajo del espíritu. El tajo que muestra el color blanquecino del hueso en una fosa barrosa… lo voladitos de la pollera de la niña violada manchados por el fango… el guacho pija desnudado hasta su armazón de alambre, madera y carne de segunda en una pieza donde el olor a sexo emborracha a unos cuantos que viven su desvarío… los huevos enharinados de un homosexual dentro de la boca de una mucama correntina que cita a Góngora… Naturalmente, esto no puede ser tomado en serio. Si lo tomáramos en serio, tendríamos que vomitar en el acto. Sin embargo, lo cierto es que gozamos. Por lo tanto, se trata de una metáfora o de una broma. O. Lamborghini detestaba, más que las metáforas en sí, el aura del sentido figurado, ese aire de solemnidad acartonada que uno toma al decir: “en realidad, esto significa…” y prosigue una analogía cualquiera, que transforma cualquier bobería carnosamente proferida en una declaración trascendental, pero reseca. Para Lamborghini, había dos maneras de tomar las frases: al derecho o al revés. Tomar algo al revés es tomarlo en broma. El humor que se desprende de estas imágenes reales o apócrifas de la prosa de Lamborghini es, pragmáticamente, idéntico al del chico que pedorrea con su aparato manducatorio-verbal desde el asiento del fondo ante una monserga de la maestra. El estilo cubre este acto como una decoración de repostería y lo hace pasar por otra cosa: subversión, malditismo, influencia lacaniana o deleuziana, vanguardia, posvanguardia, barroco. Estos son rasgos de la literatura universal; el sustrato netamente argentino, inmortal, es el pedorreo, y después cagarse encima cuando la maestra se adelanta amenazante con la regla en la mano. De paso, se aclara el secreto de nuestro goce: gozamos con el carácter fecal explícito de la literatura argentina del que, como lectores argentinos, somos cómplices, de la misma manera que sabaneamos con rotundo placer cuando nos tiramos un flato en nuestras camas. Por supuesto, Lamborghini era, en su vida personal un canalla y un impostor. La literatura argentina sólo puede ser auténticamente mala, malvada, canalla, si tiene una relación esencial con la impostura.
 Por eso Arlt es la piedra de toque para entender nuestro tema. Un tipo que escribía mal, con errores de ortografía, de gramática, de composición, es nuestro mejor novelista. Lógicamente, quería ser inventor: transmutar una imagen mental en un artefacto fungible. Pero fracasó y murió, y en lugar de sus inventos quedó su literatura: las imágenes mentales se transformaron en moneda falsa. De cualquier manera, la moneda falsa compra bienes materiales, auténticos inventos. Es enloquecedor y los autores argentinos están locos con la locura de Arlt. Todos los novelistas nacionales después de él sacan fotocopias de sus billetes truchos e intentan comprar el Nobel. La literatura argentina es falsificación, impostura, en definitiva, estafa. Su capital simbólico no tiene respaldo. Los argentinos, con respecto a su literatura, proceden como un hombre que, habiendo comprado el obelisco y habiendo sido anoticiado de su descuido, insistiera en decirse dueño del obelisco ante la aquiescencia general. De un lado, es estupidez colectiva, del otro, orgullo satánico: es porque yo digo que es. Los buenos escritores argentinos planifican sus carreras como golpes magistrales, inventan una nueva fioritura para la tradicional impostación, leen la literatura universal para mejor citarla, homenajearla, parodiarla, falsificarla. El lado bueno de todo esto es que, estando el espacio enteramente ocupado por la falsificación, no hay ningún lugar para la imitación. Todo intento de proponer como modelo de la literatura argentina cualquier corriente de la literatura universal es inmediatamente ridículo y como tal es objeto de mofa general. Es lo que pasó con la operación Planeta, en los 90, de importación del minimalismo norteamericano: el modelo era demasiado conocido hasta en sus mínimos detalles, era imposible falsificarlo. Las copias de buena fe fueron olvidadas antes de ser leídas. Piglia, en cambio, continúa indemne en su tarea de falsificación, casi se diría de usurpación, del “espíritu” de la literatura norteamericana en su totalidad. Después de todo, ¿quién ha estudiado la literatura norteamericana en profundidad? Las falsificaciones pueden llegar a ser tan buenas que cuando nos encontramos con el artículo original nos decepcionamos de él. Es lo que pasó con Saer y la escuela de la mirada francesa: Robbe-Grillet, tardíamente leído, parecía un imitador del hombre de Serodino. Es el triunfo final del estafador: el simulacro en el lugar de la idea.
  ¿Qué pasa con la literatura universal, es decir, con la literatura de Europa y de las élites tercermundistas cooptadas, después de haber vendido sin reservas su alma, por Europa? A grosso modo, lo que se observa es un predominio, una fe más profunda que las teorías posestructuralistas (el posestructuralismo puede ser entendido como un intento ingenuo de argentinizar la literatura universal), en el carácter representativo de la palabra. El escritor universal cree que hay algo que se llama signo que señala algo que se llama referente con respecto al cual todos estamos de acuerdo en que es real, sustantivo y, por decirlo así, inmutable: la palabra puede ajustarse peor o mejor a él, pero no puede cambiarlo. Suponiendo la situación ideal (sujetos inteligentes y cuerdos como productores y destinatarios, voluntad de entenderse por ambas partes, sinceridad del productor, disposición a entender bien al destinatario, conocimiento suficiente del referente, claridad del código) el resultado es una imagen adecuada, literariamente, del mundo. O una imagen de la lengua como homóloga a la estructura del mundo, lo mismo da. Especular, cinematográfica, pictórica, fotográfica, cartográfica: una imagen. El mundo de los referentes es una cantera inagotable de imágenes que cada generación de escritores universales explota, llevándose su trozo de roca al Tesoro de las Imágenes de la Literatura Universal. ¿Qué pasa con el escritor argentino? Simplemente, no es capaz de creer en la posibilidad ni la bondad de esa situación ideal. Para empezar, no cree en la buena fe, ni del productor ni del destinatario. El productor, ya lo sabemos, es un estafador, el destinatario es tan idiota como malintencionado. Su autoconciencia como lector o autor impide que el escritor argentino confíe por un segundo en la transparencia del acto comunicativo. La historia de su país le ha enseñado, por otra parte, que la estabilidad del mundo referencial o es cadavérica o es disparatada. El mundo referencial es ya una imagen, mudable, de otra cosa. ¿De qué? De la voluntad de dominio. Si hay algo en cuya realidad indisputable el escéptico escritor argentino cree a pies juntillas, es en la eficacia y la omnipresencia de la voluntad de dominio. No importa cuán progresista, liberal o libertario se piense un escritor argentino: la fe profunda que se deduce de sus prácticas efectivas es en un poder omnímodo. Por supuesto, esto es totalmente contradictorio con creer en la autoridad. La autoridad constituye jerarquías, protocolos, marcos jurídicos, que todos aceptan como naturales o tan remotos en su origen que se confunden con el estrato natural de la historia. El escritor argentino creyente en la voluntad de dominio ve toda esa armazón cuasinatural como máscara de la voluntad de dominio de los otros, que intenta coartar la suya propia. Recordemos que vive en guerra y en realidad vive en guerra a causa de esta creencia. ¿Pero en qué ayuda determinar las causas y las consecuencias en su estricto orden lógico? Siempre hemos vivido en guerra, la guerra no tiene principio y su fin es una propuesta de la misma guerra para ganar fuerzas en los momentos de debilidad y soñar con la paz, es decir, con la voluntad de dominio propia triunfante. La historia mitológica que el tráfago diario enseña al escritor argentino lo lleva a pensar que la nación es la consecuencia de una orden dada al caos. Pero el Génesis, en la mitología política argentina, es un acto que debe repetirse periódicamente, porque la nación tiene en su interior un vector de retorno al caos, dado que su creación fue el acto de un demiurgo menor: Sarmiento. Cada escritor argentino quiere ser el demiurgo menor de su generación: (“¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”).
 La mierda entra aquí como táctica de dos estrategias compatibles pero distintas: como demostración del carácter ilegítimo de la voluntad de dominio ajena, en relación a los competidores connacionales, o, en un nivel más alto, como demostración del carácter ilusorio del mundo referencial, en el terreno de la disputa con la literatura universal. El uso de la cultura pop, últimamente, ha predominado como postulación de la mierdificación del mundo, y al mismo tiempo sirve para denunciar los restos de cultura alta (de borgismo o saerismo) en las políticas de algunos competidores con peso en algunas editoriales, algunos sectores de la academia y algunos medios. La conclusión final es que el elemento mierda en la literatura argentina se subordina al elemento guerra, a pesar de que ambos coexisten desde el principio en el escritor argentino. Esto es así porque la mierda admite gradaciones en su densidad odorífera, desde la conspicua mierda de perro, pasando por la bosta seca de caballo, la mierda de paloma, la caca de mosca, hasta llegar a la sintética mierda rosa. Podemos imaginar, tendencialmente, un estado de la literatura argentina casi desodorizado, aun conservando la esencia intestinal. Pero el estado de guerra es constante, prevaleciente, irrenunciable: sin la tensión bélica a flor de piel no existe motor para continuar produciendo literatura argentina.
Por supuesto, se puede objetar que he tomado sólo unos pocos ejemplos concretos de escritor argentino y que ni aun estos pocos han sido estudiados a fondo. A lo segundo, respondo que mi argumentación se basa tanto en la obra de los autores, que supongo suficientemente conocida, por más que seamos argentinos y por lo tanto casi no leamos, como en la atención crítica que estas obras han despertado; de ambos fundamentos me limito a sacar mis conclusiones, remitiendo al lector que quiere verificarlas o refutarlas a la biblioteca. A lo primero, contesto que es cierto, pero improcedente. Naturalmente, existen jóvenes serios, grillos de papel, escarabajos de oro, ornitorrincos, Ernesto Sabato, cortazarianos, posconcretistas, varias clases de neorrománticos. Y mujeres, muchas mujeres. Pero un escritor argentino del Bien no contradice la verdad de la literatura argentina del Mal: es sólo un mal escritor de la literatura universal.



Tomado de: Alejandro Rubio, La garchofa esmeralda, Mansalva, 2010.