6.4.17

Una elocuencia arrolladora, por Gabriela Franco


(Sobre La barrera del sonido, de Marcelo Arias, Modesto Rimba, 2016)


Leí los relatos de Arias por primera vez cuando aún no tenían un título que los cobijara, y vuelvo a leerlos ahora que se han convertido en La barrera del sonido. Entre una lectura y otra, hay variaciones, simetrías, leves anacronismos. Más allá de los cambios de palabras, títulos, recortes, también es otra la lectura que se hace cuando los cuentos se han vuelto libro. Es otro el placer y es otro el hallazgo al poder subrayar una frase en un volumen que ya forma parte de mi biblioteca. Subrayo, por ejemplo: “el azar es un dios neutral. Por eso provoca espanto. Porque la neutralidad es un estado que los hombres no le podemos permitir a un dios”. Subrayo: “Me gustan los bares; me gusta dialogar con la gente que frecuenta los bares. Calculo que allí se computa, incluso, una cifra no menor de lo que llamaré mi identidad.”

Frases, iluminaciones, anécdotas. Los cuentos que integran este volumen tienen una fibra común, un tono, una línea de diálogo abierta. Conforman entre sí una suerte de constelación, hay brillos que guiñan de un cuento a otro. Y al mismo tiempo ofrecen una riquísima variedad de temas, recursos y humores.

Hay, por ejemplo, varios viajes que enhebran un itinerario entre relatos. Un viaje a El Chaltén, un viaje en el colectivo 44, la hoja de ruta de un cadete en pleno centro porteño, la planificación de un viaje al mar, una inquietante conversación en el vagón comedor de un tren en un viaje de regreso. Los modos de viajar son, de alguna manera, decisivos: “A internarme vine en colectivo. Me cuesta creer que vaya a abandonar la clínica en la ambulancia de la morgue si, para llegar hasta aquí, me tomé el 76.”

Ese otro viaje, el de la salud y sus límites, es motivo de dos cuentos. El que acabo de citar, “Intimidad”, y otro cuyo sugerente título es “¿Sabe cómo le dicen al arquero de su equipo?” En ambos aparece la figura del doctor Muñoz, que controla las “peripecias del organismo” del protagonista, y en ambos el humor y la paradoja iluminan los grandes temas. El narrador se pregunta: “¿La única alternativa para no morir prematuramente es vivir una vida en la que me quiera matar?” El narrador observa: “mi terror no lo provocan las maneras de morir que la ciencia contempla, sino los modos de vivir que sobrevuelan el consultorio”.

Y el epígrafe de Baudelaire, en el cuento siguiente, no sólo da pie al nuevo relato sino que también dialoga con el anterior: “y que, ebrios de su sangre, preferían, en suma, el dolor a la muerte y el infierno a la nada”. Y viene bien citar las citas, porque otro de los hilos invisibles que engarzan un cuento con otro es la lectura. Están las 1023 páginas de Anna Karenina envueltas en una trama de objetos perdidos; están los mensajes de texto que se leen con el rabillo del ojo al compañero de asiento en un viaje en el transporte público.

Hay más. Hay diálogos fabulosos que capturan no sólo modos de hablar de un tiempo particular sino la forma de la percepción del tiempo y sus distorsiones. O registros implacables de la paranoia urbana. O retratos de la incomunicación en plena era de las comunicaciones.

Un rasgo común a todos los cuentos es, sin duda, su riqueza expresiva. A contrapelo de la escritura más bien llana que suele abundar en la narrativa actual, este libro ofrece una elocuencia arrolladora. También es llamativo el predominio de la narración en presente, como quien intenta tornar vívido y palpable cada acontecimiento.

Los nueve cuentos que componen La barrera del sonido confirman que Arias es un contador de fábulas, un perfeccionista de anécdotas, un juglar que rescata historias y las pule hasta volverlas literatura. En otras palabras, Arias es un narrador nato.