16.11.16

La literatura de Constitución, por Jorge Quiroga


Roberto Arlt que efectúa en uno de sus Aguafuertes la apología del vagabundeo por la ciudad de Buenos Aires, de ese deambular sin rumbo fijo por sus calles, ese paseo en los rostros de sus transeúntes desprevenidos, seguramente habrá andado por nuestro barrio y esa flotación baudeleriana lo habrá llevado a recorrer con detenimiento la clave de la ciudad hostil. La conclusión a la que arriba Roberto Arlt es que hay que encontrar “todo ese universo encerrado en las calles de su ciudad”. Las caminatas literarias por el barrio de Constitución configuraron y lo siguen haciendo, uno de los paseos más perdurables que se reflejan en muchas páginas de la literatura argentina, como si su atmósfera fuera tan particular, que motivó el empeño de los escritores que merodearon por sus calles, y hubieran encontrado allí, una especie de imán, que movilizara el sentido de una ficción múltiple e irradiante.

El poeta Raúl González Tuñón que trabajó muchos años como periodista de Artes Plásticas en Clarín, un diario de la zona, siempre venía caminando desde lejos, pasaba invariablemente por Constitución, atraído por el encanto de los barrios del sur. Su figura vacilante aparecía por estas veredas imprevistamente y recordaba con nostalgia sus vivencias infantiles, que se trasladaron a sus poemas intensos y evocativos. Inclusive Raúl que había nacido y criado en Once, vivió unos años en Constitución y algunos años después publicó en la revista “Claridad” un poema recordando su estación. Estuvo cerca de la magia de los pitazos de los trenes y de sus alrededores. “Era una plaza llena de misterios en sus recovecos, allí inventamos un juego que tenía que ver con la búsqueda de un tesoro”

El poeta, alguna vez de niño, en su escuela pensó “¿Qué está haciendo Castelli en su estatua de plaza Constitución?” “Raúl lo imaginaba saludando a los viajeros con su sombrero de bronce” (Por un capricho municipal ha desaparecido la estatua, y los vecinos esperamos su reposición). La poesía de Raúl González Tuñón, fue variando con el tiempo, su anclaje inicial, apenas llegado a la pubertad, en la época que habita en Constitución, e ingresa a estudiar al Colegio Nacional de la calle Bolívar, es su principio de poeta vagabundo, que improvisaba sus primeros versos e iniciaba, con su hermano Enrique, el errar por la ciudad tentáculo, que le otorgaba su entrada al corazón de la grande urbe. Después advienen sus primeros libros, que indagan la significación de los márgenes ciudadanos, del entramado de los bordes, y de los sitios de extramuros, con una visión renovada, entre lo pintoresco, sus restos, y su negación. Después vienen los viajes, la ensoñación, su blindaje político y su poesía se hace fundamentalmente cosmopolita, cantará a lugares y situaciones del mundo, como un recienvenido. Pero siempre guardará Raúl, ese impulso de retorno, de vuelta hacia los tiempos pasados, que se acentúa en sus poemas, como una evocación constante hacia los barrios amados, que serán su razón de ser, y justamente ese sentido oculto de las calles de la ciudad, lo conduce al gesto de añorar.

La poesía de Raúl González Tuñón está como encerrada en una cajita de música: “En, otoño, las calles/en el barrio, se tiñen/ de una especial atmósfera/ de un silencio con alas/casi un aroma de estío/ apenas olvidadas sus calles como sueños/ pero despiertan lúcidas// Soñar es estar vivo”. Tuñón es el poeta de la ciudad, de los recuerdos, como tesoros para hallar. En el vagabundeo deja entrever la melancolía ande los sueños, que corresponden a la gran urbe, pero también los destellos de un costado popular del mundo (París, Oviedo, la guerra civil española). En la figura emblemática de Juancito caminador, que recorre todas las callejas para que la canción sea el resultado en el que la vida y la palabra lleguen a su origen. Ese caminar despacioso, a su volver del trabajo, con el andar de un porteño empedernido, se conserva en la memoria de la ciudad. Parecido y semejante andante, reconocemos en la poesía y la vida de otro poeta de Buenos Aires: Nicolás Olivari. Su historia es la de un hombre, que comienza pensando a la literatura, como un espacio de confrontación, que expresa inmediatas y perentorias infidelidades, verdades al desnudo, con la más absoluta y apasionada persistencia.

Hay un Olivari central, que con su provocación desmedida, ahonda con su musa coja, los intersticios de lo real, es el Olivari de casi todos sus libros de poemas, en los cuales se identifica también con el vagabundeo de otros poetas que le precedieron, como Françoise Villon, o Corbière, quienes entregan su lucidez para descifrar el universo entero. Y hay un último Olivari, el que transitaba por la calle Estados Unidos, para concurrir a ocupar su sillón en La Academia Porteña del lunfardo, en pleno barrio de Constitución, punto al que arribaba todos los atardeceres, a recordar las viejas cosas, que se le iban escapando de su ciudad, poco a poco. Es el Olivari de su último libro, “Mi Buenos Aires querido “, donde en acuarelas/ aguafuertes, con docilidad, traza un panorama, de aquello que se va perdiendo: los fósiles del pasado muerto, que duermen en el fondo, del traqueteo diario, los oficios bajos, como la reunión de obreros de la construcción, en el asadito, el dandy anciano, el viejecito de la esquina, que no vemos nunca más, los venidos a menos, los que almuerzan soledades, las palmeras que se arrancan de los antiguos jardines, un marinero y su tatuaje, pintando al aire libre, los que hablan solos, el lecherito de la comarca, que le recuerda su infancia, la intensa lluvia y los pormenores que deja, el conductor de limpieza, el señor que siempre trasnocha, el hombre que tiene una idea, y el que usa (como Nicolás Olivari ) una camisa rara. En suma una sabiduría de la calle, que únicamente se adquiere, con la atenta observación, y la mirada nostálgica.

Volvamos a la propuesta de Roberto Arlt, de establecer una estética que parta de ese conocimiento irremplazable, de caminar la ciudad, de andar por sus calles, descubriendo el sentido de la rara metrópoli: “¿Te das cuenta que lindo que es vagar, mirar las fachadas de las casas, los atorrantes que cavilan en los portales, las muchachas de las tiendas que arreglan vidrieras, los patrones almaceneros que, detrás de la caja, vigilan a sus dependientes ¿Te das cuenta…” Hoy hablaríamos de los dueños de los supermercados chinos. Pero el origen y la significación de la ciudad, se mantiene inalterable, al igual que ese noble impulso arltiano de vagar por sus calles, procurando un secreto que no es tal. En todo caso dice Arlt, hay una naturaleza contemplativa, un dejarse llevar, por la inmovilidad y la curiosa mirada, que se encuentra en la literatura y su viaje. Recordemos que Arlt en su novela Los siete locos va y viene en tren hacia el conurbano sur, partiendo del viejo edificio del ferrocarril. Empezando por el capítulo “Los sueños del inventor” donde decide  que Remo Erdosain: “Sin vacilar, llamó un automóvil y le indicó al chofer que le llevara hasta las estación Constitución y allí sacó boleto para Temperley”. Y también Arlt, le dice a un lector ocasional, que le cuestiona el lenguaje que él usa, como si fuera un idioma callejero: “Yo soy un hombre de la calle de barrio, como usted y como tantos otros“

“Yo he andado mucho por las calles de Buenos Aires y las quiero mucho”, justamente lo que el novelista quería, como lo plantea su amigo y compañero generacional, Carlos Mastronardi, es expresar su destierro, y él inaugura “un temerario estilo que no sabe de convenciones ni de formas hechas, donde se mezclan la realidad y lo alucinatorio, la pureza y la irrealidad de las personas comunes” que desbordan los cauces prefijados porque es el intento de convertir en literatura ese lenguaje plebeyo, de la calle. Es el retratista de formas coinciden totalmente con la naturaleza agria de esas mismas calles. Constitución es el lugar en que trabajan, transitan o se instalan, varios personajes de la literatura  argentina, como Rosalinda la protagonista de “Historia de arrabal” de Manuel Gálvez, o en la década del 60,Toribio, el traicionero papel central de la novela corta Alias gardelito, que es ultimado en el puente de la calle Ituzaingó (que hoy compartimos con el barrio de Barracas) donde uno puede asomarse a observar por abajo, el paso de los trenes. Lo que fascinaba a Ernesto Sábato, a Graciela Cabal, María Abate, y sobre todo a Jorge Luis Borges, que llegaba al puente, invariablemente, después de largo caminar en los atardeceres suburbanos. Ese puente tan mostrado, en innumerables películas argentinas, lleno de magia y de misterio. La lejana, y llena de hollín, estación, que se divisa entre los hierros cuadriculados del parapeto del puente, parece el espacio de una gris escenografía. Algún personaje de Leonidas Barletta en la novela “La ciudad de un hombre” va a vivir a un escondido hotel de Constitución, quizás uno de aquellos que años después habitó el malogrado Osvaldo Lamborghini en su incesante peregrinaje.

Eduardo Mallea, en “La bahía del silencio”, también describe la plaza Constitución, narrando el esplendor alegre de un parque de juegos, el sitio donde en 1940 o 1950, tantos ancianos y niños, disfrutaban de la sombra de sus árboles añosos, plantados allí por el paisajista Carlos Thais. Juan Carlos Ghiano, en una obra teatral y Bernardo Vervisky en alguna narración ambientan sus trabajos literarios en Constitución. Germán García habla de una diminuta pieza de pensión, en sus recuerdos, del Buenos Aires de mediados del 60, ubicada al lado de la desaparecida Confitería “Los dos leones”, y en su novela Nanina, que cuenta sus primeros pasos errabundos de un joven que se inicia en la gran ciudad, deambula por sus calles. En la ficción, son muchos los hombres y mujeres, que erran en el espacio de la estación o por la plaza. Miles de personas, deambulan por los andenes esperando el traslado, espacios que cantó el poeta Baldomero Fernández Moreno:

         Punta de los andenes, boquerones sombríos,
         Faroles diminutos, encarnados y verdes
         Filo de los rieles, palma de los desvíos
         Tren coronados de humo, que silban y te pierdes

En una boletería de esa misma estación, con destino a Temperley, la quinta del Astrólogo, Remo Erdosain, saca su boleto de tren, para reunirse con los conspiradores en la Novela “Los siete locos” de Roberto Arlt. En Raucho, de Ricardo Guiraldes, el personaje arriba y se aleja de ella. Si seguimos pasaremos por Gerli, Lanús, Banfield, Lomas, Temperley, es decir, el itinerario de los pueblos del sur. Esa estación y la plaza son sitios, que todo porteño, literato o no, tiene en la mente y en la imaginación, como si el habitante de esta ciudad, los considerara parte de un imaginario del cual es muy difícil escapar.

Dice Javier Fernández en “Carlos Correas un autoretrato en la ciudad”: “Escenarios como excusa de una biografía, donde la imagen y remembranzas de ciertos espacios, se vuelven motor del relato y medida de fuerza narrativa. Resonancias con la sensibilidad urbana desde algunos modos de registrar la vida y un conjunto de calles, barrios, zonas, puntos de encuentro, escondrijos, espacios, distritos o escenografías urbanas, desplazamientos. Son memorias de lugares, instancias donde se cruza una cartografía y la vida personal, la vida alterada. Las ambiciones por la aventura y el conocimiento de un querer citadino, o de cómo conocer ciudades, o personas”. Deambular incesante, caminata de pasos perdidos, hundido como Arlt, en su ser errabundo y doliente. En “La narración de la historia”, el relato donde Correas comienza el itinerario del propio despliegue de lo narrativo, aquello que quiere contar es la condición, de poder  decir, retazos de un relato, mientras la historia, se va haciendo en el viaje, por los barrios inverosímiles contados en negativo, con un aire extraño, donde la ciudad se precipita sobre su cuerpo. “En vez de viajar hasta Lanús. Ernesto decidió ir a Constitución caminando por la calle Montes de Oca, cruzó el puente  sobre el Riachuelo y pasó junto a los depósitos y las fábricas, era un pasaje sombrío”  y dice más adelante que “entró en el hall de la estación Constitución por la puerta de la calle Hornos, caminó un poco, entre la cantidad de hombres que llenaban el lugar vio dos o tres rostros que le resultaban atractivos”. Allí entre la multitud, se producirá el encuentro con el que todo comenzará y ese escándalo, ese encuentro furtivo, entre dos seres aparentemente discordantes, impulsará ese relato, y la historia de ese relato: “Salieron y caminaron por la calle Brasil hasta la entrada del balneario municipal.” La caminata es el motor que organiza la historia y la estación es como un imán que los hace retornar una y otra vez. “Volvían a Constitución. Allí tomarían un ómnibus,” y el viaje urde la historia entre tipos furtivos. El errar no tiene rumbo fijo: es un cuento triste e ingenuamente homosexual, que no tiene consecuencias y su modernidad consiste en narrar incidentes promiscuos, de ciertos ambientes, que solo habían tenido registro escondido, sin encontrar su lugar en la literatura argentina. Volver a la “normalidad, a sí mismo, es hallar un lugar ilusorio, que en la vida real, Carlos Correas no pudo retomar, y esa fascinación lo acompañará hasta el fin de su existencia. Pero lo importante es que Correas en la narración de la historia, se expone, y ese caminar la ciudad, hasta que los paseos formen parte de su visión del mundo, de la literatura y del rumbo de todos los días, también esas ideas, serán su razón de ser, y esa inadecuación, el resultado, en última instancia, de su escepticismo, que está desde el comienzo míticoen la narración oculta, de un destino que no vuelve a ser.

En cambio, para la geografía urdida por Jorge Luis Borges, en algún momento, el Sur es una señal, y en la imaginería que se encarna o se desliza en su escritura, ese punto cardinal, encierra un significado, que se guarda para solamente indicar un nombre y un sentido. Relata Borges: “A la realidad le gusta las simetrías y los leves anacronismos, Dhalman había ido al sanatorio en un coche de plaza, y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución”. El sur comienza y es la oportunidad (el relato pertenece a otro tiempo, a otra ciudad del 40/50’) para entrar en el mundo distinto, de las edificaciones antiguas, que aún persisten en algunos rincones, las ventanas de rejas, el zaguán y su abrigo, acaso un último patio. El gato en la calle Brasil, luego de transponer el hall central, que se conserva y mantiene como de otro tiempo, cerca de donde vivía Hipólito  Irigoyen, se deja acariciar, como un recuerdo, durmiendo un sueño interminable, todo esto memora Dahlman mientras espera la llegada del tren. Después se sucedieron las quintas y los suburbios, como una serie de imágenes, que lo retrotraían al tiempo pasado, a algún instinto que ni el mismo conocía del todo , como si estuviera viajando hacia un origen que se le escapaba, también de algún modo esa obsesión configuraba su destino.

La soledad envolvía ese pasaje, imprevistamente para atrás, y el desenlace no puede ser otro, que trasladarse en la ensoñación, a la realidad de la llanura. Por otro lado el conocido cuento “El Aleph” comienza con la reiterada cadencia borgeana, aludiendo a un inveterado fraseo y recuerdo: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la plaza Constitución habían renovado no sé que aviso de cigarrillos rubios”. Es en la calle Garay, una calle cualquiera de la ciudad, donde está la casa que era de Beatriz, habitada por el previsible Carlos Argentino Daneri, su primo” adonde Borges, llega, con sus pasos perdidos, en ese barrio que caminó una y otra vez, en sus hacia el sur. Allí en un sótano de la calle Garay está el Aleph, esa pequeña esfera, que asume el vasto e infinito universo, que quizás la muerte de Beatriz haya agrietado “donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, visto de todos los ángulos todas las luminarias, todas las  lámparas, todos los veneros de luz”. Siempre detestó esa manía, de escribir versos banales, del primo hermano parodiado y reducido a lo ridículo, representado “en los hombres de letras”. Solo Beatriz, perdida para siempre, justifica ese mundo que es el tiempo que innecesaria y sentimentalmente, una sola vez, debe negarse, bifurcar lo inverosímil del relato. “Cada cosa (la luna del espejo, digamos) eran infinitas cosas, porque yo claramente las veía desde todos los puntos del universo” dice Borges. Ahí él observa una infinidad de elementos como mil facetas, como en una ensoñación diurna como una interminable sucesión de imágenes, que se refractan entre sí. La tierra, y las alucinaciones, el Aleph y una multiplicidad inconcebible, todo de un mismo modo desplegado y reducido a un hipotético vacío. Dice el cuentista: “En las calles, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras”, donde el temor inevitablemente lleva al olvido, se transforma lo real en mero ejercicio de una memoria.

Por lo que ese Aleph, el de la calle Garay, puede ser falso, inapropiado, porque el olvido se transforma en algo poroso, que anula todas las posibles alternativas, y esto quizás pueda significar, que Borges nunca estuvo allí, y que su permanencia, también puede indicar que todo fue soñado, como andar por un barrio inexistente. En un poema de Borges, se habla del puente de la calle Ituzaingó y Caracas. El puente suburbano, desde donde el escritor divisaba la cercana estación, mientras pasaban humeantes vagones y trenes, que lo atravesaban por debajo, dejando su estela, y su rumor, (Mateo xxv, 30). “El primer puente de Constitución a mis pies/ fragor de trenes que tejían los laberintos de hierro/ Humo y silencio escalaban la noche”. Borges frecuentaba muchas veces, ese barrio un poco apartado, y muy próximo al centro, y localiza algunas ficciones, como si ese escenario fuera propicio , para sus divagaciones, y sus salidas/entradas, lo condujeran a una realidad y misterio que lo convoca. Ese vagabundeo, esas largas caminatas, sin rumbo fijo por la ciudad, ese autorreportaje literario, es además una apropiación consentida, un lento divagar por el Sur, como si allí estuviese guardado un significado, que nuestra literatura busca desentrañar.