28.11.16

Aída, o la piedad recompensada, por Santiago Sarachi


El amor es un sentimiento, o mejor dicho, un concepto (puesto que éste acarrea consigo muchos otros sentimientos) tan antiguo como el hombre mismo, pero actual y moderno a la vez, que, si bien parece un tema bastante "gastado" aún conserva su validez, y que se va renovando conforme pasan las épocas, pero manteniendo su esencia; es por ello que digo que es antiquísimo y nuevo al mismo tiempo. Las pasiones y sentimientos exaltados que sentían Apolo y Dafne, Rosina y el conde de Almaviva, Floria Tosca y Mario Cavaradossi, Alfonso XII y Mercedes de Orleans, entre muchos otros, son, en esencia, los mismos que sentimos nosotros hoy en día, aunque los tiempos y el contexto hayan cambiado.
  
Como aún no he llegado a la edad de inventar, me limito tan sólo a relatar; a relatar una historia más bien trágica, dramática, triste si se quiere, que sacudió a la aristocracia porteña y conmocionó el mundo operístico del Río de la Plata. El drama de una diva, de sangre romana, que, a principios de este turbulento siglo, supo conquistar el escenario del Colón e innumerables corazones; su vida misma era como una ópera, y terminó siendo una suerte de Floria Tosca porteña, aunque algunos la llegaron a comparar con Felicitas Guerrero, cosa que me parece más acorde; a pesar de las diversas opiniones, todos coinciden en que mientras vivió, no hubo mujer más bella, enigmática, incluso majestuosa en toda la República. Esta es la historia de Aída Spadone.
  
Por diversos motivos, tan sólo yo puedo contar esta historia, puesto que soy el único que recopiló todos los detalles del drama y está en grado de hacer un libro con ella. Y hoy, antes de que mi memoria empiece a fallar y me traicionen los recuerdos, me dispongo a plasmar con la noble pluma esta tragedia de amor y muerte.
Antes de comenzar con el relato veamos, pues, cómo fue que llegaron a mí estos detalles sin los cuales esta historia sería tan insípida y breve como las noticias que salieron la semana del deceso de nuestra heroína:
Era una gris tarde de Junio, del año de nuestro Señor 1916, y un ominoso cielo de tormenta se cernía sobre Buenos Aires.  Sin nada que hacer, y con la lluvia a punto de desatarse, me propuse reorganizar y acomodar toda la casa, que era muy evidente que lo necesitaba, y a falta de servidumbre, tenía que hacer esa tediosa tarea yo mismo. En un rincón de la biblioteca, en medio de ese desorden imperante, hallé un libro que una amiga había olvidado en mi casa hacía ya varias semanas y que no me había molestado en devolver, así como ella en reclamarlo.
Era un viejo tomo de " La dama de las Camelias", de Alexandre Dumas. Es una novela muy bonita en verdad, que trata sobre una entretenida, Marguerite Gautier, su romance con Armand Duval, el intento de rehabilitarse de esa viciosa vida de cortesana, el retorno a susodicho estilo de vida, y finalmente su muerte y redención.
Me puse a hojear el libro y encontré algo que me llamó la atención: la dedicatoria que tenía en la primera página. Escrita con una letra elegante, rezaba lo siguiente:
 
  Para mi querida Aída. Eres para mí lo que Marguerite fue para Armand.
        Eternamente tuyo,
                              Fernando.

  
Esa dedicatoria me intrigó mucho esa semana. ¿Quiénes serían aquellos dos amantes, novios o lo que fueran? ¿Qué historia se hallaría detrás de esa dedicatoria? Ese tipo de dudas me mantuvieron en vilo varios días, hasta que decidí que era momento de devolverle el libro a su legítima dueña, y aprovechar la ocasión para incursionar un poco en los hechos concernientes a susodicha dedicatoria, que era lo que realmente importaba, ya que no me hubiese importado quedarme con el libro, puesto que esa amiga era en realidad una conocida la cual hace mucho tiempo no veía  y no me hubiese sentido culpable por la apropiación.
Por esas fechas, también pensé en la hipótesis de que esa Aída fuese la soprano, la gran diva; y surgió en mí a raíz de que esa semana era el segundo aniversario de su muerte y que la legítima propietaria del libro era íntima amiga de la diva, y mi mente siempre delirante y soñadora fantaseó con la posibilidad de descubrir una historia inédita, y mi corazón, muy curioso como es, me incitó a incursionar en la vida de esta dama.
   
El mundo del teatro es algo que nunca entenderé, qué es verdad, qué no, cuándo termina el drama y empieza la vida real, si es la persona la que habla o el personaje; quizá esté confundido o equivocado en mi percepción de este arte, quizá sólo sea que estoy un poco loco y veo cosas que no son. Por otra parte, admiro mucho el trabajo de la gente del teatro; de hecho mi sueño era ser director de orquesta, pero me vi frustrado por mi incoordinación y absoluta carencia de talento. 
El Colón era mi mayor pasatiempo: todas las semanas iba, y cuando la diva estaba en escena, en especial cuando interpretaba Tosca, su papel favorito, la ocasión era un deleite.
Aída no era como el resto de las personas. Era como un enclave del pasado en el presente; como si el pasado se la hubiera olvidado, para que, con esa elegancia regia que poseía, traernos el esplendor de la Roma pontificia a nuestra afrancesada Buenos Aires; una reliquia áurea y antigua que viene de otra época. Todos los días se paseaba por las barrancas de Belgrano y el bosque de Palermo: se bajaba de su coche en los Portones y caminaba hasta el Rosedal, llevando algún vestido de muselina u otro material ligero blanco o algún otro color claro para las épocas de calor, o alguno de terciopelo cuando hacía frío; un amplio sombrero muy adornado; su abanico ( ella siempre decía que una dama sin abanico era como un caballero sin espada); unas pocas joyas; su chal de Cachemir que le llegaba hasta el suelo y, como siempre, un ramo de rosas, blancas de lunes a viernes, rosas los sábados y rojas los domingos. A veces, detrás de ella venía un criado llevando a su perrita: una terrier escocés de color negro, que ella llamaba Cocó.

Alta y delgada hasta la exageración, Aída poseía en sumo grado el arte de hacer desaparecer aquel olvido de la naturaleza con el simple arreglo de lo que se ponía, todo tan hábilmente dispuesto que ni el ojo más exigente hubiese podido hallar algo que criticarle.
Como he dicho ya, era una mujer de gran belleza. Su cabeza era una maravilla y objeto de gran coquetería; era como si hubiese sido tallada por Miguel Ángel sobre el más fino mármol blanco. De forma ovalada, de una gracia indescriptible, en su hermosa cara brillaban dos ojos azules como zafiros, coronados por dos cejas perfectas de un arco tan puro que parecía pintado; sus rosadas mejillas, y su piel en general, eran como de porcelana de Sèvres; su nariz, obra maestra por sí sola, fina, perfilada, con dos ventanillas un poco abiertas por una ardiente, sensual respiración; los dientes, como perlas, los labios de rubí. Sus cabellos, castaños, ondulados, cuando estaban sueltos le llegaban hasta el pecho, ese pecho ardiente y poderoso el cual le suplía de aire para entonar las dulces notas que emanaban de esa boquita  escarlata y que resonaban por toda la sala, desde la platea al paraíso, cautivando a toda la audiencia y emocionando a todo aquel que la escuchara. Y vale decir que su voz no era el único causante de esto, si no también su expresión "virginal, incluso infantil", de la cual no hay mucho más que agregar.
*
Violeta Della Valle, ése era el acertado nombre de la mujer en cuestión, mi amiga, o conocida mejor dicho, la legítima dueña del libro y la que esclarecería todas mis dudas.
Era una mujer de unos cuarenta años, algo voluminosa ( digo "algo" por pudor, puesto que en realidad estaba bastante excedida de peso), siempre alegre y optimista, con un aire de campesina más que de ilustre dama porteña, con la cual no había que tener mucha diplomacia para que te dijese lo que querías saber; pero, aún así, era mejor ser precavidos en esta cuestión. Se corría el riesgo de ofender a la dama.
Me atrevo a decir que la dama era una de esas encantadoras señoras hechas casi por encargo para ser madre, si bien su esposo nunca se había dignado en concederle esa gracia. Víctor, que así se llamaba el marido, era todo lo contrario a Violeta, oscuro, un poco depresivo, siempre con cigarro en mano, cosa que Violeta odiaba.
Exactamente una semana después de haber hallado el libro, me presenté en su casa. Me abrió la puerta el ama de llaves y me condujo hacia el salón.
–Ah querido amigo, no lo esperaba. Qué grata sorpresa. ¿Cómo está? Hemos pasado muchas semanas sin vernos... –me dijo al verme.
–Bien, por suerte. He venido a devolverle algo que es suyo y que no me había percatado de que estaba en mi poder.
–Sí, cómo no. Siéntese.
El petit hôtel de Violeta era un encanto. Tenía vistas hacia el Castillo de los Leones, y contaba con un precioso jardín.
–¿Y qué es lo que me quería dar?
–Este libro –y le entregué el tomo en cuestión.
Pareció que ésto la turbó, puesto que se quedó atónita por un instante.
–Sí, no me había dado cuenta de que no lo tenía.
–Lo encontré el otro día. De haber sabido antes que lo tenía, se lo habría traído hace mucho.
–No se preocupe, gracias por traerlo.
–Disculpe mi atrevimiento, pero estuve leyendo el libro y quisiera que me hablara de él.
–No sea tan formal al tratar nimiedades como ésta, no soy la infanta Isabel de Borbón. Ahora le cuento todo lo que quiera saber. Es un libro muy lindo. Lo escribió Alexandre Dumas, basándose en una entretenida de verdad, Alphonsine Plessis. ¿Gusta de un café?
–No, gracias
–Yo pediré que me preparen un té. Espéreme un segundo.
Por suerte la señora tenía el mismo buen humor de siempre. Volvió al cabo de unos minutos, con un criado detrás que portaba una bandeja con el té y masas finas. En ese momento llegó Víctor:
–Buenos días, señor Della Valle, ¿cómo se encuentra? _ le dije.
–Muerto –me respondió, de una manera no muy educada. Mas yo no me ofendía, pues ese era su usual comportamiento.
–Por favor, discúlpelo –replicó Violeta–. ¿Y qué era lo que me quería preguntar?
–Sobre la dedicatoria de la primera página.
–Sí, ¿qué sucede con eso?
–Bueno, hábleme de ella...
–Ay, es una historia antigua... Es mejor no perturbar a los fantasmas del pasado...
–Se lo ruego, esa dedicatoria me tiene muy intrigado.
Después de meditarlo un poco, finalmente dijo:
–Bueno, está bien.
–¿Quién es esa Aída? –pregunté, casi al instante.
–Aída Spadone.
–¿La gran diva?
–¿Y quién más podría ser?
–¿Y ese tal Fernando?
–El marqués de Calatrava
–¿Marqués? ¿Y qué relación tenía con ella?
–Era su amante.
–¿Amante?
–Novio, en realidad.
–No sabía que tenía uno.
–Fue el segundo que tuvo. Luego hubo un tercero, el último.
Violeta se levantó y se dirigió hacia la chimenea, donde tenía un cuadrito con la foto de la diva y otro en el que estaban ellas dos, el marqués y otros más. Me pareció ver que una lágrima descendía sobre sus mejillas.
–Ésa sí que fue una gran amiga. Lo suyo fue en verdad una tragedia.
–Creo que debería irme ahora.
–No, está bien. ¿Acaso no quería saber la historia?
Asentí con la cabeza, aunque sentía que, un poco, me aprovechaba de la buena predisposición de la señora, y estaba incómodo al poder hacer brotar dolor de heridas aún no cerradas.
–Entonces voy a contársela. Dígame, ¿Piensa escribir algo?
–Quizá.
–Entonces creo que también tendría que hablar con el marqués y otras personas más, si quiere el relato completo.
–No lo sé, nunca conocí a un marqués.
–No tenga miedo –respondió ella con su tono de madre– es un hombre muy sencillo, pasaría desapercibido como si fuera un plebeyo más en esta olla a presión que llamamos Buenos Aires. Va a venir a cenar mañana con un amigo. Podría venir usted también y así tendría el puntapié inicial para comenzar a recolectar los testimonios para reconstruir la historia.
–¿Está segura? No quisiera ser indiscreto... –respondí.
–De no estarlo no se lo habría propuesto.
Y así nos quedamos hablando toda la tarde, de la vida y demás cuestiones. Si bien se habían confirmado algunas de mis dudas, la curiosidad aún me mantenía en vilo y no podía esperar a cenar con esa gente y saber por fin cómo fue el drama. Ya en mi casa, los nervios no me dejaban dormir y pensaba en la diva.

Aída había nacido en Roma. Por aquel entonces la familia había adquirido una villa fuera de la urbe, en el Gianicolo, no muy lejos de las murallas. Su padre era un hombre de negocios, su tío era cura y tenía una tía abuela en Venezia. La madre falleció al poco tiempo del parto, entonces ella encontró en su abuela Diana la mujer que la criaría, una mujer de presencia majestuosa, casi como una princesa, antigua y elegante, que inspiraba el mayor de los respetos, como si fuera una Orsini; parece que de allí Aída sacó su presencia regia. Cuando tenía cuatro años, su padre, por negocios, dejó muy a su pesar la Ciudad Eterna y se trasladó a la muy noble y muy leal ciudad de Buenos Aires, llevándola consigo, y también a la abuela ( su abuelo había muerto hace tiempo), e instalándose en un hôtel particulier en Recoleta. Los primeros seis años aquí los pasó en esa casa. Todas las tardes escuchaba a la abuela tocar en el piano hermosas melodías, de Bach, y de Mozart, y alguna que otra de Tchaikovsky, y veía, maravillada, cómo sus dedos se deslizaban por el teclado de marfil del viejo piano alemán, cosa que después la inspiró a aprender ese arte. A los diez años se mudaron a un caserón en el bajo San Isidro, con un gran jardín con vista al río, aunque conservaron su residencia de Recoleta. Desde muy temprana edad, Aída ya manifestaba predilección por la música, en especial la ópera, y su padre decidió mandarle a un conservatorio de música, donde aprendió a tocar el piano, y a cantar. Su talento fue tal que con sólo veinte años, y a dos años de la apertura del teatro, conquistó el escenario del Colón siendo ovacionada como ninguna otra diva que haya pisado ese lugar. A los pocos meses, el padre sufrió un accidente montando a caballo que le causó la muerte y ella quedó sola, con su más que octogenaria abuela.
La herencia dejada por su padre era bastante substanciosa y la carrera operística le dejaba cuantiosas ganancias. Pero, por más adinerada que fuese, no gustaba de hacer mucha ostentación de su dinero ni era vanidosa, al contrario, era una mujer bastante sencilla. 
La rutina de la diva era bastante monótona, pero ella al menos era feliz. Dividía su tiempo entre la abuela, el piano, caminar por Palermo, estar con Violeta y Víctor, y  Christian ( su mejor amigo, del cual hablaré más adelante), y el Colón. Ésa era su gran pasión, interpretar toda esas óperas, en especial Tosca. Se identificaba a tal punto con la protagonista de esa magnífica obra del gran compositor Giacomo Puccini que sus colegas del teatro comenzaron a apodarla Floria. Si hubiesen sabido de su final, la habrían apodado Felicitas.
Cabe destacar que Aída era también una mujer muy pía y devota. Iba a misa todos los domingos, rezaba todos los días, daba dinero a los pobres, llevaba flores a los altares, e incluso, en innumerables ocasiones donó de sus joyas para el manto y la corona de la Virgen.
Ella no podía comprender que existiera gente sin religión y que se atreviera a cuestionar la existencia de Dios y a la Santa Romana Iglesia; es más, ella siempre decía: "Con todos esos perros agnósticos, enemigos del Santísimo Gobierno, no hay que meter baza".

Aída era también una persona muy melancólica, con tendencias hacia la depresión, aunque no lo demostrara e intentara estar, o al menos parecer, siempre alegre. Gustaba mucho de la música napolitana y española, además de la ópera. Muy seguido se la veía apoyada en el alféizar de la ventana, entonando las estrofas de la canción "¿A dónde vas Alfonso XII?":

De los árboles frutales
Me gusta el melocotón
Y de los Reyes de España
Don Alfonso de Borbón
¿Dónde vas Alfonso XII?
¿Dónde vas triste de ti?
Voy a buscar a Mercedes
Que ayer tarde no la vi
Si Mercedes está muerta,
Muerta está que yo la vi.
Cuatro duques la llevaban
Por las calles de Madrid...



22.11.16

Poemas y cuentos bizarros, por Emmanuel Francisco Benítez



Poema Bizarro de la Esfinge

La Esfinge Rubia es una doncella guerrera belicosa. Tiene el Escudo del Zorro Andariego en sus manos de seda cuyos dedos usan anillos negros, con gemas rúnicas.

Su furia salvaje la hace peligrosa. La belleza de la Esfinge es de acero. Ella es amiga del Domador del Fuego Sagrado, que es su confidente y amigo íntimo.

La sangre derramada de sus enemigos es como pétalos de rosa en su piel bronceada, llena de tatuajes fosforescentes que tienen un brillo estelar, como las auroras boreales.

Posee la Espada del Caballero Solitario y un ramillete de alas negras. Su fuerte temperamento es chocolate caliente en un volcán de pasiones desesperadas.

Está sentada sobre el lomo de un escarabajo borracho que canta canciones con su voz cavernosa. Duendes y hadas le dan vino de rosas mosqueta, para calmar su sed de gloria y venganza. El nombre de esta doncella es Alcira Mocana, y es de Macondia.



Poema Extraño

La Burla y la Provocación están de luto. Pues murió el legendario Dario Fo, quien ganó el Premio Nobel de Literatura en 1997.

Lágrimas de éter salen del Empalador Nocturno. Que mira al Crepúsculo de Sangre en el Firmamento Rojizo.

Usurpador de Vidas Robadas, buscado en todo el Valle de los Reyes por los Mercenarios Imperiales de Ramsés Magno.

Entre armaduras oxidadas se esconde la guitarra del Comodón Oscuro. Tiene forma de berenjena y sus cuerdas son mágicas.

La Princesa Valiente cabalga sobre el lomo de una Esfinge de Ébano, con alas de murciélago y cola de escorpión.

Los Hijos de la Guerra Santa protegen la Espada del Espíritu Sagrado, que es indestructible.

El Hacha del Caballero Verde está clavada en el tronco del roble. Quien la tenga será invencible y cortará cabezas rapadas.

La Bestia Barbuda se esconde en el Bosque Salvaje, donde su rugido es aterrador y provoca mucho temor en los cazadores furtivos.

Trueno de Carcajadas que salen de la Caverna del Lagarto, cuya furia es legendaria y a donde nadie se atreve a entrar, pues tienen miedo a ser devorados vivos.



El encuentro (cuento bizarro)

Aventura de otro mundo


Imagina que es un día soleado, vas por la cuadra de tu casa y alguien muy parecido a vos va caminando a tu lado. Tiene la misma ropa, idénticas zapatillas, hasta la colita de pelo agarrada con una gomita azul.

Te metes a tu casa, tomas un café doble amargo de un solo trago y te animas a echar una mirada; el compañero ha desaparecido. Creíste haberte librado de él, pero esa noche, justo esa noche, él se te aparece sentado sobre tu cama.

Está mirándote y comiendo un sándwich de mortadela y jamón ahumado. Estás asustado, pero él te habla mentalmente, tranquilizándote.

Te pide ayuda, pues está perdido en el Planeta Tierra. Cambia de forma, su aspecto es dantesco. Parece un moai de la Isla de Pascua, con un pelaje púrpura, ojos grises y cuatro brazos. Es un extraterrestre y su nombre es Cadmus Mantram.

Te toma de la mano y ambos son teletransportados al interior del Cerro Uritorco, donde se encuentra la ciudad interdimensional de Erks, cuyos edificios son de cristal de roca.

De repente, aparece un anciano usando una túnica. Con un gran parecido al cantante italiano Luca Prodan, líder de Sumo y fallecido en 1987. Es el Guardián de la mítica ciudad, el Hierofante, un Sacerdote y Guerrero Sagrado que conoce los secretos del universo.

El alienígena le entrega una gema ovalada con la que abre un portal dimensional a su planeta, que se llama Nibiru. Vos lo acompañás a ese mundo, donde aparecen en medio de una Mega Selva colosal con palmeras datileras.

Cadmus te dice que nació en la ciudad de Nueva Edenia y que su raza fue creada por los Annunaki usando ingeniería genética. Hace siglos el Rey Anu fue derrocado por Alalu, que tomó el poder y le dio libertad a su gente.

Miras esa ciudad amurallada, que combina elementos de las culturas griega y maya. Estás asombrado pues Nueva Edenia parece una fusión entre Atenas y Palenque.

Sus compatriotas, al verte, te hacen muchas preguntas usando telepatía, pues eres del planeta a donde fueron sus creadores hace eones. El Señor de la ciudad, Urash Mantram, es el padre de Cadmus, a quien le da un abrazo.

Al verte lanza una carcajada, pues eres el primer humano en venir a Nibiru; después de Adapa, hijo de Enki, “El Más sabio de los Hombres”. Luego de una fiesta organizada en tu honor, donde bebiste vino de dátil y bailaste con esos seres encantadores y amigables, estás muy cansado y te sientas en una silla de mimbre.

Despiertas en tu cama -es de día- pensando si lo que viste fue un sueño. Encuentras en tu mochila un amuleto dorado con incrustaciones de cuarzo. Es un regalo de ese ser cósmico; sientes en tu mente que él dice que ese medallón tiene grandes poderes.

Te das un baño de inmersión en la bañera. Luego sales a la calle. Empiezan a llover bolas gelatinosas y transparentes. Te metes de nuevo en tu casa. Prendes el televisor y te sientas en tu sillón. Están dando una película animada, hecha con animación computada. El nombre es Conan el Bárbaro vs. Rambo. Con las voces de Arnold Schwartzenegger y Sylvester Stallone. El director es Sam Raimi y el guionista es Mike Mignola, creador de Hellboy.

Estás comiendo palomitas de maíz. Piensas que el largometraje es interesante. Muestra a dos malvados hechiceros, Thulsa Doom y Kulan Gath, que hacen una alianza para acabar con el cimerio. Por eso traen a su época a John Rambo, un veterano de la Guerra de Vietnam, una máquina de matar, para que pelee contra Conan, que se encuentra en Estigia, la ciudad de los hombres serpiente. Allí tienen una pelea en donde usan todas sus habilidades especiales. Al ver que su oponente es honorable, el bárbaro le perdona la vida. Ambos se enfrentan a los esbirros de esos magos, derrotándolos en el combate.
Rambo volvería a su tiempo con ayuda de un medallón. Ambos guerreros se despiden con un apretón de manos.

Tomando una Coca Cola, piensas que es excelente. Está bien hecha, es una historia ambientada en Hiboria, con tus personajes preferidos.

Estás pensando en el talismán que te dio el nibiruano. Escuchas las voces de tus vecinos en todo el vecindario. Están insultando a los recolectores de residuos, pues no pueden sacar esas esferas, pues se solidificaron. Las risotadas salen de tu interior. Pues es una situación desopilante, pues nunca llovió gelatina y esa gente es paranoica.

Sales a la calle y tomas un taxi que te lleva al centro comercial “Tango Venenoso”, donde en el cine está la película Juego de Tronos, masacre en Westeros, en versión animé. Ya compraste tu entrada y apagas tu celular.

Al otro día en todos los periódicos de los Estados Unidos de Sudamérica se habla de la lluvia de esferas gelatinosas. El presidente Mauricio Mendoza de la Serna, en la Casa Negra, habla con los periodistas. Les dice que están investigando esas bolas, pues son muy resistentes.

Tú piensas que es una broma pesada. El medallón empieza a brillar, al tocarlo eres teletransportado nuevamente a Nibiru, a Nueva Edenia, donde ves a los nibiruanos rendirle culto a una estatua de mármol del dios Marduk, una deidad mitológica babilónica que nación en este planeta. Era hijo de Enki y Damkina. Cadmus te dice que ese talismán le permitirá a cualquier persona viajar a otros mundos del Multiverso o al mítico Omniverso, donde están los Dioses Cósmicos, cuyo líder se llama Zeudín. Una amalgama entre Zeus y Odín, los dioses supremos en las mitologías griega y escandinava.

Le preguntas qué sabe de los meta-mutantes. Te dice que surgieron de la mezcla de meta-humanos y mutantes. La gente los llama superhéroes. Tú sabes de la existencia de uno, que protege la ciudad de Roma, capital de Italia. Lo llaman Capitán Legión y usa dos poderosas guadañas, con las que destruye a sus oponentes. De las esferas no sabe nada, pues esas cosas no las controla. Pues pudieron venir de otra dimensión. Tú estás calmado y piensas en películas de superhéroes, historias de Terror y Cine Bizarro.


16.11.16

La literatura de Constitución, por Jorge Quiroga


Roberto Arlt que efectúa en uno de sus Aguafuertes la apología del vagabundeo por la ciudad de Buenos Aires, de ese deambular sin rumbo fijo por sus calles, ese paseo en los rostros de sus transeúntes desprevenidos, seguramente habrá andado por nuestro barrio y esa flotación baudeleriana lo habrá llevado a recorrer con detenimiento la clave de la ciudad hostil. La conclusión a la que arriba Roberto Arlt es que hay que encontrar “todo ese universo encerrado en las calles de su ciudad”. Las caminatas literarias por el barrio de Constitución configuraron y lo siguen haciendo, uno de los paseos más perdurables que se reflejan en muchas páginas de la literatura argentina, como si su atmósfera fuera tan particular, que motivó el empeño de los escritores que merodearon por sus calles, y hubieran encontrado allí, una especie de imán, que movilizara el sentido de una ficción múltiple e irradiante.

El poeta Raúl González Tuñón que trabajó muchos años como periodista de Artes Plásticas en Clarín, un diario de la zona, siempre venía caminando desde lejos, pasaba invariablemente por Constitución, atraído por el encanto de los barrios del sur. Su figura vacilante aparecía por estas veredas imprevistamente y recordaba con nostalgia sus vivencias infantiles, que se trasladaron a sus poemas intensos y evocativos. Inclusive Raúl que había nacido y criado en Once, vivió unos años en Constitución y algunos años después publicó en la revista “Claridad” un poema recordando su estación. Estuvo cerca de la magia de los pitazos de los trenes y de sus alrededores. “Era una plaza llena de misterios en sus recovecos, allí inventamos un juego que tenía que ver con la búsqueda de un tesoro”

El poeta, alguna vez de niño, en su escuela pensó “¿Qué está haciendo Castelli en su estatua de plaza Constitución?” “Raúl lo imaginaba saludando a los viajeros con su sombrero de bronce” (Por un capricho municipal ha desaparecido la estatua, y los vecinos esperamos su reposición). La poesía de Raúl González Tuñón, fue variando con el tiempo, su anclaje inicial, apenas llegado a la pubertad, en la época que habita en Constitución, e ingresa a estudiar al Colegio Nacional de la calle Bolívar, es su principio de poeta vagabundo, que improvisaba sus primeros versos e iniciaba, con su hermano Enrique, el errar por la ciudad tentáculo, que le otorgaba su entrada al corazón de la grande urbe. Después advienen sus primeros libros, que indagan la significación de los márgenes ciudadanos, del entramado de los bordes, y de los sitios de extramuros, con una visión renovada, entre lo pintoresco, sus restos, y su negación. Después vienen los viajes, la ensoñación, su blindaje político y su poesía se hace fundamentalmente cosmopolita, cantará a lugares y situaciones del mundo, como un recienvenido. Pero siempre guardará Raúl, ese impulso de retorno, de vuelta hacia los tiempos pasados, que se acentúa en sus poemas, como una evocación constante hacia los barrios amados, que serán su razón de ser, y justamente ese sentido oculto de las calles de la ciudad, lo conduce al gesto de añorar.

La poesía de Raúl González Tuñón está como encerrada en una cajita de música: “En, otoño, las calles/en el barrio, se tiñen/ de una especial atmósfera/ de un silencio con alas/casi un aroma de estío/ apenas olvidadas sus calles como sueños/ pero despiertan lúcidas// Soñar es estar vivo”. Tuñón es el poeta de la ciudad, de los recuerdos, como tesoros para hallar. En el vagabundeo deja entrever la melancolía ande los sueños, que corresponden a la gran urbe, pero también los destellos de un costado popular del mundo (París, Oviedo, la guerra civil española). En la figura emblemática de Juancito caminador, que recorre todas las callejas para que la canción sea el resultado en el que la vida y la palabra lleguen a su origen. Ese caminar despacioso, a su volver del trabajo, con el andar de un porteño empedernido, se conserva en la memoria de la ciudad. Parecido y semejante andante, reconocemos en la poesía y la vida de otro poeta de Buenos Aires: Nicolás Olivari. Su historia es la de un hombre, que comienza pensando a la literatura, como un espacio de confrontación, que expresa inmediatas y perentorias infidelidades, verdades al desnudo, con la más absoluta y apasionada persistencia.

Hay un Olivari central, que con su provocación desmedida, ahonda con su musa coja, los intersticios de lo real, es el Olivari de casi todos sus libros de poemas, en los cuales se identifica también con el vagabundeo de otros poetas que le precedieron, como Françoise Villon, o Corbière, quienes entregan su lucidez para descifrar el universo entero. Y hay un último Olivari, el que transitaba por la calle Estados Unidos, para concurrir a ocupar su sillón en La Academia Porteña del lunfardo, en pleno barrio de Constitución, punto al que arribaba todos los atardeceres, a recordar las viejas cosas, que se le iban escapando de su ciudad, poco a poco. Es el Olivari de su último libro, “Mi Buenos Aires querido “, donde en acuarelas/ aguafuertes, con docilidad, traza un panorama, de aquello que se va perdiendo: los fósiles del pasado muerto, que duermen en el fondo, del traqueteo diario, los oficios bajos, como la reunión de obreros de la construcción, en el asadito, el dandy anciano, el viejecito de la esquina, que no vemos nunca más, los venidos a menos, los que almuerzan soledades, las palmeras que se arrancan de los antiguos jardines, un marinero y su tatuaje, pintando al aire libre, los que hablan solos, el lecherito de la comarca, que le recuerda su infancia, la intensa lluvia y los pormenores que deja, el conductor de limpieza, el señor que siempre trasnocha, el hombre que tiene una idea, y el que usa (como Nicolás Olivari ) una camisa rara. En suma una sabiduría de la calle, que únicamente se adquiere, con la atenta observación, y la mirada nostálgica.

Volvamos a la propuesta de Roberto Arlt, de establecer una estética que parta de ese conocimiento irremplazable, de caminar la ciudad, de andar por sus calles, descubriendo el sentido de la rara metrópoli: “¿Te das cuenta que lindo que es vagar, mirar las fachadas de las casas, los atorrantes que cavilan en los portales, las muchachas de las tiendas que arreglan vidrieras, los patrones almaceneros que, detrás de la caja, vigilan a sus dependientes ¿Te das cuenta…” Hoy hablaríamos de los dueños de los supermercados chinos. Pero el origen y la significación de la ciudad, se mantiene inalterable, al igual que ese noble impulso arltiano de vagar por sus calles, procurando un secreto que no es tal. En todo caso dice Arlt, hay una naturaleza contemplativa, un dejarse llevar, por la inmovilidad y la curiosa mirada, que se encuentra en la literatura y su viaje. Recordemos que Arlt en su novela Los siete locos va y viene en tren hacia el conurbano sur, partiendo del viejo edificio del ferrocarril. Empezando por el capítulo “Los sueños del inventor” donde decide  que Remo Erdosain: “Sin vacilar, llamó un automóvil y le indicó al chofer que le llevara hasta las estación Constitución y allí sacó boleto para Temperley”. Y también Arlt, le dice a un lector ocasional, que le cuestiona el lenguaje que él usa, como si fuera un idioma callejero: “Yo soy un hombre de la calle de barrio, como usted y como tantos otros“

“Yo he andado mucho por las calles de Buenos Aires y las quiero mucho”, justamente lo que el novelista quería, como lo plantea su amigo y compañero generacional, Carlos Mastronardi, es expresar su destierro, y él inaugura “un temerario estilo que no sabe de convenciones ni de formas hechas, donde se mezclan la realidad y lo alucinatorio, la pureza y la irrealidad de las personas comunes” que desbordan los cauces prefijados porque es el intento de convertir en literatura ese lenguaje plebeyo, de la calle. Es el retratista de formas coinciden totalmente con la naturaleza agria de esas mismas calles. Constitución es el lugar en que trabajan, transitan o se instalan, varios personajes de la literatura  argentina, como Rosalinda la protagonista de “Historia de arrabal” de Manuel Gálvez, o en la década del 60,Toribio, el traicionero papel central de la novela corta Alias gardelito, que es ultimado en el puente de la calle Ituzaingó (que hoy compartimos con el barrio de Barracas) donde uno puede asomarse a observar por abajo, el paso de los trenes. Lo que fascinaba a Ernesto Sábato, a Graciela Cabal, María Abate, y sobre todo a Jorge Luis Borges, que llegaba al puente, invariablemente, después de largo caminar en los atardeceres suburbanos. Ese puente tan mostrado, en innumerables películas argentinas, lleno de magia y de misterio. La lejana, y llena de hollín, estación, que se divisa entre los hierros cuadriculados del parapeto del puente, parece el espacio de una gris escenografía. Algún personaje de Leonidas Barletta en la novela “La ciudad de un hombre” va a vivir a un escondido hotel de Constitución, quizás uno de aquellos que años después habitó el malogrado Osvaldo Lamborghini en su incesante peregrinaje.

Eduardo Mallea, en “La bahía del silencio”, también describe la plaza Constitución, narrando el esplendor alegre de un parque de juegos, el sitio donde en 1940 o 1950, tantos ancianos y niños, disfrutaban de la sombra de sus árboles añosos, plantados allí por el paisajista Carlos Thais. Juan Carlos Ghiano, en una obra teatral y Bernardo Vervisky en alguna narración ambientan sus trabajos literarios en Constitución. Germán García habla de una diminuta pieza de pensión, en sus recuerdos, del Buenos Aires de mediados del 60, ubicada al lado de la desaparecida Confitería “Los dos leones”, y en su novela Nanina, que cuenta sus primeros pasos errabundos de un joven que se inicia en la gran ciudad, deambula por sus calles. En la ficción, son muchos los hombres y mujeres, que erran en el espacio de la estación o por la plaza. Miles de personas, deambulan por los andenes esperando el traslado, espacios que cantó el poeta Baldomero Fernández Moreno:

         Punta de los andenes, boquerones sombríos,
         Faroles diminutos, encarnados y verdes
         Filo de los rieles, palma de los desvíos
         Tren coronados de humo, que silban y te pierdes

En una boletería de esa misma estación, con destino a Temperley, la quinta del Astrólogo, Remo Erdosain, saca su boleto de tren, para reunirse con los conspiradores en la Novela “Los siete locos” de Roberto Arlt. En Raucho, de Ricardo Guiraldes, el personaje arriba y se aleja de ella. Si seguimos pasaremos por Gerli, Lanús, Banfield, Lomas, Temperley, es decir, el itinerario de los pueblos del sur. Esa estación y la plaza son sitios, que todo porteño, literato o no, tiene en la mente y en la imaginación, como si el habitante de esta ciudad, los considerara parte de un imaginario del cual es muy difícil escapar.

Dice Javier Fernández en “Carlos Correas un autoretrato en la ciudad”: “Escenarios como excusa de una biografía, donde la imagen y remembranzas de ciertos espacios, se vuelven motor del relato y medida de fuerza narrativa. Resonancias con la sensibilidad urbana desde algunos modos de registrar la vida y un conjunto de calles, barrios, zonas, puntos de encuentro, escondrijos, espacios, distritos o escenografías urbanas, desplazamientos. Son memorias de lugares, instancias donde se cruza una cartografía y la vida personal, la vida alterada. Las ambiciones por la aventura y el conocimiento de un querer citadino, o de cómo conocer ciudades, o personas”. Deambular incesante, caminata de pasos perdidos, hundido como Arlt, en su ser errabundo y doliente. En “La narración de la historia”, el relato donde Correas comienza el itinerario del propio despliegue de lo narrativo, aquello que quiere contar es la condición, de poder  decir, retazos de un relato, mientras la historia, se va haciendo en el viaje, por los barrios inverosímiles contados en negativo, con un aire extraño, donde la ciudad se precipita sobre su cuerpo. “En vez de viajar hasta Lanús. Ernesto decidió ir a Constitución caminando por la calle Montes de Oca, cruzó el puente  sobre el Riachuelo y pasó junto a los depósitos y las fábricas, era un pasaje sombrío”  y dice más adelante que “entró en el hall de la estación Constitución por la puerta de la calle Hornos, caminó un poco, entre la cantidad de hombres que llenaban el lugar vio dos o tres rostros que le resultaban atractivos”. Allí entre la multitud, se producirá el encuentro con el que todo comenzará y ese escándalo, ese encuentro furtivo, entre dos seres aparentemente discordantes, impulsará ese relato, y la historia de ese relato: “Salieron y caminaron por la calle Brasil hasta la entrada del balneario municipal.” La caminata es el motor que organiza la historia y la estación es como un imán que los hace retornar una y otra vez. “Volvían a Constitución. Allí tomarían un ómnibus,” y el viaje urde la historia entre tipos furtivos. El errar no tiene rumbo fijo: es un cuento triste e ingenuamente homosexual, que no tiene consecuencias y su modernidad consiste en narrar incidentes promiscuos, de ciertos ambientes, que solo habían tenido registro escondido, sin encontrar su lugar en la literatura argentina. Volver a la “normalidad, a sí mismo, es hallar un lugar ilusorio, que en la vida real, Carlos Correas no pudo retomar, y esa fascinación lo acompañará hasta el fin de su existencia. Pero lo importante es que Correas en la narración de la historia, se expone, y ese caminar la ciudad, hasta que los paseos formen parte de su visión del mundo, de la literatura y del rumbo de todos los días, también esas ideas, serán su razón de ser, y esa inadecuación, el resultado, en última instancia, de su escepticismo, que está desde el comienzo míticoen la narración oculta, de un destino que no vuelve a ser.

En cambio, para la geografía urdida por Jorge Luis Borges, en algún momento, el Sur es una señal, y en la imaginería que se encarna o se desliza en su escritura, ese punto cardinal, encierra un significado, que se guarda para solamente indicar un nombre y un sentido. Relata Borges: “A la realidad le gusta las simetrías y los leves anacronismos, Dhalman había ido al sanatorio en un coche de plaza, y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución”. El sur comienza y es la oportunidad (el relato pertenece a otro tiempo, a otra ciudad del 40/50’) para entrar en el mundo distinto, de las edificaciones antiguas, que aún persisten en algunos rincones, las ventanas de rejas, el zaguán y su abrigo, acaso un último patio. El gato en la calle Brasil, luego de transponer el hall central, que se conserva y mantiene como de otro tiempo, cerca de donde vivía Hipólito  Irigoyen, se deja acariciar, como un recuerdo, durmiendo un sueño interminable, todo esto memora Dahlman mientras espera la llegada del tren. Después se sucedieron las quintas y los suburbios, como una serie de imágenes, que lo retrotraían al tiempo pasado, a algún instinto que ni el mismo conocía del todo , como si estuviera viajando hacia un origen que se le escapaba, también de algún modo esa obsesión configuraba su destino.

La soledad envolvía ese pasaje, imprevistamente para atrás, y el desenlace no puede ser otro, que trasladarse en la ensoñación, a la realidad de la llanura. Por otro lado el conocido cuento “El Aleph” comienza con la reiterada cadencia borgeana, aludiendo a un inveterado fraseo y recuerdo: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la plaza Constitución habían renovado no sé que aviso de cigarrillos rubios”. Es en la calle Garay, una calle cualquiera de la ciudad, donde está la casa que era de Beatriz, habitada por el previsible Carlos Argentino Daneri, su primo” adonde Borges, llega, con sus pasos perdidos, en ese barrio que caminó una y otra vez, en sus hacia el sur. Allí en un sótano de la calle Garay está el Aleph, esa pequeña esfera, que asume el vasto e infinito universo, que quizás la muerte de Beatriz haya agrietado “donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, visto de todos los ángulos todas las luminarias, todas las  lámparas, todos los veneros de luz”. Siempre detestó esa manía, de escribir versos banales, del primo hermano parodiado y reducido a lo ridículo, representado “en los hombres de letras”. Solo Beatriz, perdida para siempre, justifica ese mundo que es el tiempo que innecesaria y sentimentalmente, una sola vez, debe negarse, bifurcar lo inverosímil del relato. “Cada cosa (la luna del espejo, digamos) eran infinitas cosas, porque yo claramente las veía desde todos los puntos del universo” dice Borges. Ahí él observa una infinidad de elementos como mil facetas, como en una ensoñación diurna como una interminable sucesión de imágenes, que se refractan entre sí. La tierra, y las alucinaciones, el Aleph y una multiplicidad inconcebible, todo de un mismo modo desplegado y reducido a un hipotético vacío. Dice el cuentista: “En las calles, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras”, donde el temor inevitablemente lleva al olvido, se transforma lo real en mero ejercicio de una memoria.

Por lo que ese Aleph, el de la calle Garay, puede ser falso, inapropiado, porque el olvido se transforma en algo poroso, que anula todas las posibles alternativas, y esto quizás pueda significar, que Borges nunca estuvo allí, y que su permanencia, también puede indicar que todo fue soñado, como andar por un barrio inexistente. En un poema de Borges, se habla del puente de la calle Ituzaingó y Caracas. El puente suburbano, desde donde el escritor divisaba la cercana estación, mientras pasaban humeantes vagones y trenes, que lo atravesaban por debajo, dejando su estela, y su rumor, (Mateo xxv, 30). “El primer puente de Constitución a mis pies/ fragor de trenes que tejían los laberintos de hierro/ Humo y silencio escalaban la noche”. Borges frecuentaba muchas veces, ese barrio un poco apartado, y muy próximo al centro, y localiza algunas ficciones, como si ese escenario fuera propicio , para sus divagaciones, y sus salidas/entradas, lo condujeran a una realidad y misterio que lo convoca. Ese vagabundeo, esas largas caminatas, sin rumbo fijo por la ciudad, ese autorreportaje literario, es además una apropiación consentida, un lento divagar por el Sur, como si allí estuviese guardado un significado, que nuestra literatura busca desentrañar.





8.11.16

Coreografías, por Jorgelina Vittori


En algún lugar estoy sola; como siempre, como nunca; desde los veinte, en el mismo punto de la soledad que trilla por buscarse un lugar personal; sola, caminando, coreografiando las calles planas de la cuadrícula de las ciudades en las que vivo y viví.

Se agotan, las calles sí que se agotan y por alguna extraña razón siempre se llega a alguna parte.

La pampa abre y cierra su costura sólida, recta, de cabo a rabo. Y yo me crié ahí y así. Y las sierras eran asunto de dinosaurios durmientes, dinosaurios que nunca se incorporaban, dormían la eternidad y yo me crié con esa convicción ahí y así, surcando los fines de semana la línea recta de la entrada al pueblo de familiares serranos. Había solamente una curva.

Años más tarde, un paso y otro por la avenida ensayando en la cabeza y la ciudad la inminente coreografía y un sátiro que un mediodía de poca gente prueba mostrarme su masculinidad desde un auto hasta el punto de una inflexión erecta que le aborté. Corrí como loca y desahucié sus intentos. Pobre sátiro; suerte rápida y lúcida la mía. Ahí y así.

Años antes, un paso y otro y otro por las calles desérticas a las horas habitadas del pueblo. Clases de inglés y estudio de danza en otoño, invierno y primavera en la otra punta, sola, a conciencia de los peligros del pueblo en el eco de la voz de mamá; todo, todo el trayecto de la cuadrícula. Las curvas eran asunto de domingo, alrededor de la plaza y una camioneta que la miraba a ella, madre joven y hermosa, de rabillo, un conductor que no era papá.

The Pretenders lo muestra en el videoclip: gente caminando sola por la ciudad y, ella, de flequillo largo, guantes negros y campera de jean, portadora de una voz inconfundible que previene sobre los peligros de la falta o escasez de arte de cualquier índole.

Pina Bausch era muy rigurosa con la cuadrícula. Lo aprendí y lo leímos en inglés con mi alumna y amiga bailarina. Caminan, sus bailarines caminan, se descuartizan en movimientos, vuelan, reculan, se empapan bailando, desarticulan las caras y los cuerpos, pero nunca, nunca pierden la noción de la cuadrícula.

Ahora, acá y así, todavía la cuadrícula. Y las líneas verticales y horizontales en mi patio de ciudad, de un Mondrian que las pintaba masculinas y femeninas, en la fusión entre lo estático y seguro y lo dinámico e impredecible.

1.11.16

Cuando las palabras sobran, por Javier Fernández Paupy



Sobre General Pico, de Sebastián Lingiardi

Lo que fue Maracó, en la ancestral designación mapuche, y hoy llaman General Pico, aparece retratado por la lente de Sebastián Lingiardi con una mirada que vuelve al mito de una comunidad. Los hábitos de una pueblo, su destino de motos, autos y bicicletas son la medida del tiempo. Pero sobre todo este retrato fílmico parece estar medido por la sensibilidad de los animales y su encanto. Los perros de la calle de General Pico sugieren una percepción enrarecida del ambiente y su lenguaje misterioso atraviesa la película como una antena de emociones por fuera de las palabras. Los perros, protagonistas oblicuos de esta película, se quedan dormidos al sol mientras escuchamos de fondo la exégesis de una señora sobre las películas del Festival de cine de General Pico. El gesto supone un distanciamiento con el discurso racional. Estos perros vagabundos ignoran la señalética del pueblo, donde todo abusa del campo semántico “Pico”, y están más vivos, o parecen estar más vivos, que sus habitantes. Porque los animales son la medida de este pueblo entre ganadero e industrial y Lingardi no busca enarbolar una santidad lumpen de los perros, o quizás sí, pero lo que me parece significativo es que su perspectiva devuelve los rigores de un sentido por fuera de todo discurso verbal. Como si ese refrán gastado que dice que una imagen vale más que mil palabras no estuviera agotado y pudiera mostrar algo que ningún registro de lenguaje puede alcanzar.

Lingiardi capta una sensibilidad evanescente y saca la radiografía de un pueblo con su  pasividad y sus vaivenes. El movimiento de un día cualquiera, la intensidad de una jornada cívica, las hojas que vuelan para perderse por las calles. Y un delicado tratamiento del sonido acompaña las imágenes. La película de Lingiardi tiene más que ver con Dziga Vertov que con un neorrealismo. Habría en su película una forma de expresionismo donde lo que importa no es tanto la representación de lo real como la expresión de sus manifestaciones en la mirada de su autor. Los planos, escenas y secuencias de esta película por momentos parecen tener una parte de azar objetivo. No se puede guionar el bostezo de un perro o la corrida de un gato por una medianera. Algo del orden de la epifanía sobrevuela esta película que persigue la belleza fugaz del instante. Incluso es posible pensar, al ver General Pico, en la distancia que hay entre el arte y la industria cinematográfica. Si la industria está encorsetada por esquemas de producción que responden a las aceptaciones y servilismos del mercado, esta película legitima una expresión propia.

Por otra parte, la película de Lingiardi revive, desde una perspectiva novedosa, el debate filosófico entre el realismo y el nominalismo, esto es, el dilema de cómo percibimos la realidad. Carlos Mastronardi (Cuadernos de vivir y pensar) observa: “A pesar de Platón y de Mallarmé, ningún vocablo corresponde a la realidad que designa. La palabra separa. Establece deslindes, nada más.” Mark Twain, en su Diario de Adán y Eva, le hace decir a Adán, en relación a la pulsión de nominar que descubre en Eva: “sigue fijándole nombres a las cosas que no lo necesitan, y que no acuden cuando se las llama por ellos”.  La cita de Twain resuena en una línea de Godard que, a su vez, reaparece en General Pico. Shakespeare (“La tragedia de Romeo y Julieta”, acto segundo, escena segunda) hace notar que lo que llamamos rosa exhalaría el mismo perfume con cualquier otro nombre. General Pico, de Sebastián Lingiardi, confirma esta sospecha.


 Para ver General Pico, de Sebastián Lingiardi: http://www.cinemargentino.com/films/914988763-general-pico


Cuando las palabras sobran, por Javier Fernández Paupy



Sobre General Pico, de Sebastián Lingiardi

Lo que fue Maracó, en la ancestral designación mapuche, y hoy llaman General Pico, aparece retratado por la lente de Sebastián Lingiardi con una mirada que vuelve al mito de una comunidad. Los hábitos de una pueblo, su destino de motos, autos y bicicletas son la medida del tiempo. Pero sobre todo este retrato fílmico parece estar medido por la sensibilidad de los animales y su encanto. Los perros de la calle de General Pico sugieren una percepción enrarecida del ambiente y su lenguaje misterioso atraviesa la película como una antena de emociones por fuera de las palabras. Los perros, protagonistas oblicuos de esta película, se quedan dormidos al sol mientras escuchamos de fondo la exégesis de una señora sobre las películas del Festival de cine de General Pico. El gesto supone un distanciamiento con el discurso racional. Estos perros vagabundos ignoran la señalética del pueblo, donde todo abusa del campo semántico “Pico”, y están más vivos, o parecen estar más vivos, que sus habitantes. Porque los animales son la medida de este pueblo entre ganadero e industrial y Lingardi no busca enarbolar una santidad lumpen de los perros, o quizás sí, pero lo que me parece significativo es que su perspectiva devuelve los rigores de un sentido por fuera de todo discurso verbal. Como si ese refrán gastado que dice que una imagen vale más que mil palabras no estuviera agotado y pudiera mostrar algo que ningún registro de lenguaje puede alcanzar.

Lingiardi capta una sensibilidad evanescente y saca la radiografía de un pueblo con su  pasividad y sus vaivenes. El movimiento de un día cualquiera, la intensidad de una jornada cívica, las hojas que vuelan para perderse por las calles. Y un delicado tratamiento del sonido acompaña las imágenes. La película de Lingiardi tiene más que ver con Dziga Vertov que con un neorrealismo. Habría en su película una forma de expresionismo donde lo que importa no es tanto la representación de lo real como la expresión de sus manifestaciones en la mirada de su autor. Los planos, escenas y secuencias de esta película por momentos parecen tener una parte de azar objetivo. No se puede guionar el bostezo de un perro o la corrida de un gato por una medianera. Algo del orden de la epifanía sobrevuela esta película que persigue la belleza fugaz del instante. Incluso es posible pensar, al ver General Pico, en la distancia que hay entre el arte y la industria cinematográfica. Si la industria está encorsetada por esquemas de producción que responden a las aceptaciones y servilismos del mercado, esta película legitima una expresión propia.

Por otra parte, la película de Lingiardi revive, desde una perspectiva novedosa, el debate filosófico entre el realismo y el nominalismo, esto es, el dilema de cómo percibimos la realidad. Carlos Mastronardi (Cuadernos de vivir y pensar) observa: “A pesar de Platón y de Mallarmé, ningún vocablo corresponde a la realidad que designa. La palabra separa. Establece deslindes, nada más.” Mark Twain, en su Diario de Adán y Eva, le hace decir a Adán, en relación a la pulsión de nominar que descubre en Eva: “sigue fijándole nombres a las cosas que no lo necesitan, y que no acuden cuando se las llama por ellos”.  La cita de Twain resuena en una línea de Godard que, a su vez, reaparece en General Pico. Shakespeare (“La tragedia de Romeo y Julieta”, acto segundo, escena segunda) hace notar que lo que llamamos rosa exhalaría el mismo perfume con cualquier otro nombre. General Pico, de Sebastián Lingiardi, confirma esta sospecha.


 Para ver General Pico, de Sebastián Lingiardi: http://www.cinemargentino.com/films/914988763-general-pico