25.10.16

Pedarquía, por Emilio Jurado Naón



Los cerámicos rebotaban a cada flanco: color crema sucia. Abajo, las baldosas del piso eran marrón musgo; rebotaban también con cada paso a la carrera, pero de adelante para atrás. No entraba el cielo raso en el paraguas visual cuyo eje constituía la puerta del aula cada vez más pronta, más nítida, más amenazadoramente neta.
Mara se frenó en el umbral, respiró, al celular le sacó el sonido, miró los cerámicos crema sucia por enésima vez sin dedicarles ningún pensamiento específico y produjo, hacia la puerta, un rictus apático, severo. Ángulos y diagonales hervían atrás del vidrio esmerilado. Se filtraban risotadas, murmullos y cuchicheos, movimientos rápidos, espásticas preparaciones de un grupo estudiantil pospúber que ya intuía la presencia de la profesora en las inmediaciones. Mara entró –le brillaron los dientes redondos filosos. Los pupitres contenían con prolijidad cada cuerpo de cada alumno y ellos, a su vez, contenían el aliento, subrayadamente alegres. Sobre la mesa de la profesora, dulce de leche y brillantina goteaban encima de una chocotorta.
¡¡¡Ffffffff
                eeeeeeeeh
                               liiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
                                               eeeeeeliiiii
                               cuuuumm
                                               ffffffeeeeeee
                                                               pleeeeaaaaaah
                aahhh                   ñoooooooo
                                                                              cuuuumpleeaaaahh
                                                               feeeeH!                               oooossss
                                                                               oooooossssssss                 !!!
Natalicio de Mara.
No estaba sorprendida por la sorpresa, sí por la organización.
¡¡¡Queeeeeeeeeeeee
                                               loooooooooooossscuuuuuumh..!
No hace falta, no hace falta, ¡gracias!, cortó en seco con el brazo alto y la palma visible: plano recto contra sus facciones adolescentes.
Ellos respetaron; truncaron el canto. Fue hasta la chocotorta pensando que tenía que fingir una alegría para con. Los illuminati seguían sus movimientos en silencio expectorante. Qué raro esto de la torta, del dulce cobrizo manchador de superficies y pegote, ¡hasta unas servilletas descartables al lado, prepararon! Poco predecible por parte de una turma que apenas recordaba las tareas de un día al otro, que se amuchaba con el timbre de recreo todos atobillados en el marco de la puerta (¡tan estrecha!), y rezongaban y tropezaban y hacían castañetear metálicos sobredientes. Se sentó, Mara, dejó el bolso en el suelo. Los estudiantes inflaban ojos aerostáticos; y nadie notaba nada raro en el escuálido tilo que, a través de la ventana, empezaba a bambolearse contra un cielo limpio, crudo. Adentro, era calor en los sobacos –algo que todos coincidían en experimentar– y un hegemónico olor a hormonas condensándose en el aire. Cortarlo con cuchillo. Battaglia, de la primera fila, de esclerótica columna, le alcanzó un cubierto chato: lo arrastró con el índice sobre la fórmica.
¡No voy a ser yo!, Mara hizo un quejido, ¡la misma cumplañera! No, seño, tiene razón, se atajaron los estudiosos, que corte Battaglia ¡Si yo ya le di el cuchillo..!, Battaglia argumentó. Es verdad, ella le había alcanzado el plástico; irreprochable. La vaga de Battaglia. ¡Orden! El de la esquina: Alfonso, haga los honores. Juajuajuahaaha. ¿A qué se debe? Se llama Fonzio, Adolfo: no Alfonso. A eso denominamos “contracción”, de paso aprenden. Fonzzio, los honores.
Fonzio, Adolfo, restregó las suelas sobre el piso vinílico (con aroma a goma eva; más para Gimnasia que para Prácticas del Lenguaje), se avino a la chocotorta e irguió el utensilio en mano. Con los dedos se sostenía a la fórmica para no caer, que su estructura ósea era esquiva y frágil –consecuencia de escaso aire fresco y un onanismo vernáculo. Apuntó, dio en el centro, delineó un círculo como con compás. La brillantina maravillaba.
En esos brillos casi me pierdo, se despabiló Mara, concentración, no pierdas lo atenta. Al fondo, atrás de Fonzzi, unas curvas se mueven. Líneas blandas, líneas duras. Mara se puso de pie para rebasar al estudiante –¡justo uno alto!– y pescar a esos movedizos del fondo. ¡Allá! ¡Atención! La tropa reaccionó unmediata poniéndose de pie también: no dejaron ver. Los movimientos del fondo se fragmentaron. ¡¡Heil, Mara!! Trentaiún cuadros formados en rectángulo: brazo derecho levemente sobre los noventa grados respecto del cuerpo, mueca austera anuncio de sonrisa, medio chiste medio en serio, uniformidad como síntesis probable de un grupo éticamente heterogéneo. ¡¡Heil!! Descansen, replicó Mara (automática). ¿Cuándo les había enseñado esto? ¿No fue al quinto año del año anterior?
Alto, anunció. Fonzio, al banco, gracias.
No era algo bueno. Con el quinto había salido horrible; se había desplazado fuera del control relativo del aula, y la experimentación –posestructuralista en principio– había contraído una disforma fascistoide no deseada, no calculada, irregular, extrema, independentista o arcaica. No lograba decidir el término: el justo término.
¡Alfonsooooww!, se oyó en falsete entre las filas. Burlesque pronto reprimido con amonestación gestual (rubias cejas juntas y, en la vista, brillo glasé). Alto, reincidió Mara, torta entre paréntesis, ¿de dónde sacaron el “Heil”? Risas, más risas, nunca nos alejaremos lo suficiente de las risas, ni reclusa en escafandra lograría amortiguar la estridencia en eco de estas sus risas de cristal chirrioso.
¡Profeeeh!, sonreía Yen, Graciela, la más recta de los brazos en salvecésar. Nos muestra a todos el control de sí, la autoconciencia física. Ha de ser genial en el salto en largo. Gorjeo cristalino. Los dedos juntos y su almohadillada palma, ni restos de tinta. Falta hacerlos escribir. ¡Saquen hoja! ¡No, profeeh! Descansen. Todos se sentaron menos Graciela, que se explayó: Vos nos enseñaste, Mara, la formación. Hoy para tu cumplaños la practicamos. ¡Heil!, hipó y de vuelta al pupitre. ¿No vamos a comer la torta?
Mara decidió doblegar el temple: dispensar una hora libre. La turma celebró brevemente y se acercaron los bancos centímetros, arrastrando, en torno al escritorio, patas de fierro que rebotaban en el suelo de goma, clac, clac, ploc, un metálico ahogo de ronquidos. Paz. Organización. Se anunció Evaristo y luego se puso a repartir servilletas sobre cada banco. Allí irían a parar las porciones que aún se demoraban, anche listas para la deglución en su bandeja matriz.
Un brumbrum del estómago le escandió los pensamientos. Meditaba en amplia silla barniz oscura, meditaba y los miraba hacer. Calibraba la serenidad de sus gestos hasta hace días histéricos y desmedidos. Un cambio; había devenido un cambio. Pero las causas no eran claras; más bien un fondo denso turbio, nubarrones, neblina, detrás de la que esquivas figuras ensayaban el baile amorfo de una explicación. Brumbrumm, hambre matutino: se acercaban las once. Poco había comido. ¿Una manzana? ¿Leche? Tostadas, sí, no; habían quedado en la cocina enfriándose, endureciéndose, perdiendo vapor a hilos porque el reloj ya marcaba. Las iba a encontrar, seguro, a la vuelta, incomibles. ¿Apagué la hornalla? Heil, ¿cuándo les había dicho lo del Heil? No era este grupo, no. Está en este grupo Evaristo, de familia judía; nunca hubiera.
¡Evalisto!, clausuraron los graciosos de la esquina norte, siemprevivos siemprelistos para la práctica de juegos con nombres y eso. Con éste estrenaban chiste: Evalisto. Evaristo había terminado de repartir servilletas y porciones, y ya acercaba la que le correspondía a Mara, con un M&M verde en medio. Un tic en los labios de Evalisto al arrimar el prisma chocolatoso, queriendo ser sonrisa. Flequillo mustio y azabache portaba, como siempre, cubriendo un ojo: el otro de lívido celeste, escondrijo. En la comisura, más cerca, la profesora captó un dejo de ironía. La ironía, pensó, pibes y pibas adictas a la ironía pero cuya presencia en el discurso siempre fracasan en identificar. No se puede ser irónico con ellos porque la comunicación se quiebra, aparece una grieta aparentemente generacional pero efectivamente institucional, de roles. Y cuando son ellos los que enuncian, la ironía sale para todos lados: como una excreción, detritos, un sudor irónico. ¡Baño de sarcasmos les debería dar! ¡¡Qué se limpien!!
Recibió el bloque, pesado, en un hueco hecho con las manos. Lo elevó para mirarlo al ras. Capas tectónicas de chocolinas humedecidas con Nesquick, dulce de leche como lava, fluye densa y en evoluciones fractales. Si fracasa la ironía, ¿a qué nos atenemos? No podría ser siempre explícita, presumió Mara para adentro, me secaría y lo que se seca después se agrieta: como las patas de pevecé de la silla que puse, un verano, en el balcón, intemperia. Se quebraron, se quiebra, requiebros. ¿Qué le pasa?
Al centro, tercera hilera, uno de los illuminati se doblaba por la altura del vientre. Boqueaba con la cabeza abajo del pupitre y se escurría las rodilleras del pantalón gris uniforme. Solo se le veía la giba de la espalda, el suéter mostaza del colegio corcoveando. Pelusas amarillentas danzaban en el aire. Algodón de azufre. ¿Y a ese qué le pasa? Mara sentía entre los dedos el áspero papel tissue. A ese, ¿qué le pasa? El resto de la turma, inmutable. Lo miran, al compa tembloroso, resquebrajarse. Resto de chocotortas, intocadas, sobre pupitres, prístinas bajo los tubos de luz que eliden toda sombra. Las porciones permanecen sin mella menos una: la del tembleque. En ella se evidenciaban las incisiones del glotón, el que no esperó, el del sapo en el vientre. ¿Será eso? Eso lo que lo tiene temblequeante, un sapo; que no son requiebros amorosos, de sapo príncipe. Descreo. ¿Croa?
La cabeza del pupilo dio coletazo inesperado para atrás y quedó su pecho en contracciones, la pera lábil en punta y hacia arriba. No es nada, seño, saltaron en coro las chicas zona sudoeste –grupo de tres solícito. Con cada semana que pasa más se parecen a sus madres, más base en el cutis y menos, más reducido lo espontáneo y verduril de sus semblantes. Debe ser alergia. ¡Sí!, afirmaron otros del medio, Lucio es siempre alérgico al todo, todo el tiempo. La totalidad, Mara largó el aire contenido por uno, dos, tres segundos largos: el suspiro se deslizó en su dentadura. Así que ese es Lucio el que croa sobre la cruz, sobre la cruz de torta. Echagüe, Lucio. Dos bien, un excelente y un nueve. Más, más, menos en la planilla diaria. Tareas adeudadas: nulo. No habla mucho, no juega al fútbol. Cada tanto un comentario sobre Historia vinculada, mal o bien, a los rudimentos pertinentes. ¿Alergias? ¿Alergia a qué? ¡Al pasto! Al polvo, a los ácaros en el polvo –las respuestas se acumulaban en barahúnda; ese hábito insidioso de dialogar como masa, desde la masa e intramasa. A la tinta. Al chocolate, ¡claro! Alérgico a la vida, latigueó uno de los humorísticos. A la larga, ¡alergia a la alegría! Casi: batata macabra.
Lo rodearon. Cenital, el eléctrico candor irradiado por los tubos lo ruborizó, le dio mejillas. Respira. Rastros de chocolate le marcaban el rostro. Burbujas de dulce de leche blo-blo-bloqueaban la boca. Un frío le recorrió a Mara la columna, las vértebras una/ a/ una/, Ijijijiiih, expulsó un quejido equino. Los illuminati la miraron. Eso, ahí, por un instante: guedejas de ironía. Tengo que recomponerme, no flaquear, ellos miran, pensó en breve Mara y decidió sonar convincente: A la vicedirectora, rápido, Graciela, llamá a la vice. Pero, proooh, ¡si ésa..! ¡Nada!, cortó en seco el capricho, ¡La buscan! No, no, atajaron dos de los de la zona norte, la humorística, ácida, el incansablemente jodón distrito del chiste, No-no, ya lo llevamos. A la enfermería, pobre Lucho, Lucy, Lucichagüe. Siempre alérgico al todo, todo lo alergia, siempre. Lo conocemos. Va: hamaquita de oro y derecho a la salita. Nosepreocupeprofe, es común; común a él, a lo poco común de sí propio.
Entre ellos, Campos, con esas compradoras cejas de “parezco más grande de lo que soy”, “gasto más plata de la que tengo”, “lo de morocho se me pega por tennis y pileta”. El porte, los hombros, deliciosos hombros y un par de clavículas que se parten solas. Vaya, Campos, vaya. Llévelo a Echagüe a donde quieran, a donde quieran y como quieran. Llévense a ese Echagüe Lucho a la enfermería, por la cañería, con sus ausencias, silencios, alergias e incoherencias. Elévenlo y llévenselo, que quién lo va a extrañar, ¡que quién si ni en el pubis tiene pelos! Campos & Cía. dejaron cerrar la puerta con delicadeza y por el pasillo se oyó cómo sostenían a Echagüe en andas, ataúd de carne, a lo largo y lo ancho: hacia la enfermería.
Agua oxigenada. Cloroformo. Formas dobles, triples se superponen y hacen transparente lo traslúcido; deshacen lo lúcido y lo vuelven opaco. Jabón de azufre. Yodado de sodio, caladril, éter, no, eso no. Es otro el olor: colonia, esperma seco, colonia espermática. No. Una zapatilla de lona quedó a medio camino de la puerta. Rápido desapareció arrastrada por la punta de una bota con plataforma que pisó cordón y escondió el vestuario tras bambalinas, contra la pared, entre mochilas. Mara supo pero miró a otro lado y trinó, tres veces trinó con risa infantil. Loca sí, boluda no. Se dijo. Pasó una servilleta por el pupitre de Echagüe. Quedaron en el papel marcas marrones: fue a rebotar dentro del tacho. Devolvió los ojos, irisada, en ronda a lo largo y ancho de la turma, que espiaba desde sus asientos. Aprendices simétricos, atornillados, endémicos. Ni una gota bajo el puente. Madera que cruje en los marcos de la ventana. Un soplo brama frío pone a prueba al tilo. Pero no lo oímos, sólo podríamos adivinar el ruido por los movimientos que hace. Se lo ve sonar.