12.3.16

Celina, por Marco Castagna



Subimos juntos en un ascensor minúsculo. No supimos bien qué decirnos, éramos conocidos en un lugar extraño. Nos recibió un caniche nervioso con los ojos planos como huevos fritos. Tu madre, una mujer con la cara muy roja en contraste con la blancura de su piel, nos dio la bienvenida con unos jugos fríos que no tomamos, permaneciendo de pie en la cocina como esperando algo. Estabas ansiosa porque tu padre no llegaba o porque podía llegar en cualquier momento, yo necesitaba un poco de aire. Tu madre te llamó con un susurro y te fuiste hasta una de las habitaciones;  me quedé solo sin saber qué hacer. El departamento estaba inmaculado y la sensación que cubría las cosas era como de un brillo excesivo. Me detuve un momento en los discos de tu padre, en la estantería de sus trofeos de golf repleta hasta el techo y en dos o tres fotos donde un hombre canoso lucía una sonrisa de cazador. El sol de la tarde se filtraba por las ventanas. Uno de los ventanales estaba entreabierto, me colé por ahí con ganas de fumar. El caniche pegó su cara contra el vidrio y se le deformó la expresión. Después empezó a ladrar y a hacer una coreografía extraña, monótona como de jugador de fútbol americano. La luz opaca de la tarde que se estaba por ir le daba a los edificios una esperanza de mutar de dueño o de empleados. Me quedé largo rato observando un wincofon mudo a través del reflejo de la ventana y las palomas que moraban transitoriamente en la panza de los tanques de agua de las construcciones aledañas. Pensé en las cosas que me alejaban de vos, en la pelotita del caniche olvidada en una esquina, en la oscuridad ganándole terreno a la luz. Vos y tu madre seguían en la habitación, de lejos me llegaba el rumor distorsionado de sus voces y las imaginé juntando recuerdos en soledad.


Anoche vino para ayudarme a limpiar el departamento y ordenarlo. Estuvimos casi tres horas trabajando y paramos para comer. Después seguimos otras dos horas. Ella se ocupo del baño y de la cocina y yo de los muebles y de la sala. Celina hacía los deberes con dedicación extrema y estaba en un estado de tensión considerable. Hicimos todo con música para evitar el silencio, pero parecía peor así. Cada tanto me hacía algún reproche sobre el pasado o el presente. Me llamaba haragán y me decía que tenía que apurarme, que ella limpiaba mucho más rápido que yo, que se quería ir o me echaba en cara el no haber emprendido la limpieza antes, cuando podríamos haber aprovechado el lugar y no ahora que me iba. Estaba intranquila, nerviosa: se le notaba en las manos,  en los ojos, en la voz, en el cuerpo. Incluso en el aura que desprendía. Yo estaba algo ausente y cansado, como un personaje de película muda, y me costaba moverme por la habitación. No aceptaba que iba a dejar el lugar, prefería pensar que era otro juego. Cuando terminamos de limpiar,  saqué la basura y nos cambiamos lentamente. Cargamos nuestras cosas en mochilas, los artículos de limpieza o cosas por el estilo en bolsas de residuo negras y fuimos caminando hasta la parada del colectivo. Era la una de la madrugada y Celina seguía tensa y distante, como reprochándome algo ontológico. Como si me dijera que le molestaba mi olor, no mi ser. Pero era mí ser lo que olía mal para ella. El viaje en colectivo fue amargo e insonoro. Un silencio blindado: así atravesamos la ciudad, pasando por los barrios como si los viéramos por última vez. Era un ejercicio visual que parecía ajeno, pero no lo era: la película era sobre nosotros. Llegamos a su casa y nos bañamos casi sin hablar. En la cama vimos diez minutos de televisión y ella apagó el televisor. Antes de hacerlo activó el aire caliente y puso tres alarmas: la del aire que debía apagarse en media hora y dos despertadores.