8.12.15

Otro viaje a la semilla (que fue árbol), por Laura Salino


Todo está en la infancia, incluso la fascinación que sobrevendrá.
Cesare Pavese

A menudo cuesta toda una vida librarse de ciertos recuerdos, por muy irrelevantes que sean.
Robert Walser



El aeropuerto de Malpensa en Milán oficia de compás de espera hacia Torino. Luego de algunos minutos de espera, el autobús  se arrastra hacia la ciudad en medio de un calor sofocante. Finalmente llega a la estación, donde el gigante –cuerpo y alma– anfitrión espera. Ya estamos en tierra turinesa. Tierra de historia y prehistoria. Nietzsche, Pavese, Calvino; pero también de mis bisabuelos y abuelos.

Nos levantamos tarde. Salimos a la ciudad en medio del calor intenso, húmedo. Paseamos para incluirnos en ella. Entramos en una librería donde hojeamos una lengua que me recuerda a una banda de moebius: no sé si estoy dentro o fuera, o dentro y fuera al mismo tiempo, o ni dentro ni fuera. Me arden los ojos a causa del aire acondicionado, es entonces cuando abandono el lugar. Salgo. Me quedo escuchando a un muchacho que toca fadó en la calle, nostálgica guitarra que combina, en ese momento, bien conmigo. Estoy sentada en un banco, al calor húmedo y agobiante del verano turinés. Sigo, sin embargo, a gusto. Observo algunos edificios del 1700, pienso en las galerías señoriales que acabamos de dejar… ¿Alguna parte de la familia lejana estará, ahora, cruzando miradas conmigo?

Ciudad para vivir (bien, como aclaran los turineses que han viajado y regresado: aquello con lo que mi bisabuelo soñaba). No es difícil vivir bien en Torino: el encanto del Po la atraviesa y, como si fuera poco, el Dora serpea su recorrido. Los puentes conducen hacia la colina verde, verde. La humedad supura entre los adoquines viejos, repta por la colina, se esconde en las sombras de las iglesias. Hay un olor… porteño. Audaz. Grávido de agua. Por la tarde, extraños arreboles circundan los paseos y el paisaje. El calor de vereda tropical incita a abandonar los señoríos. El gigante invita, conduce, nos lleva a sus bares de juventud. Bebemos la música, aspiramos el frescor de la cerveza blanche, comemos y nos alimentamos (todo por el mismo precio) de esos paisajes interiores, de esa alegría del afuera. Al volver al fuego de la vereda, los pasos del gigante dejan una estela hacia un edificio viejo y hermoso. En el patio, un enorme barco se expone para que naveguemos un extraño itinerario. El grande introduce la clave que abre la puerta hacia unas escaleras de mármol con una belleza antigua y resistente. Subimos. Penetramos en un espacio nuevo: alfombras que han leído Las mil y una noches, sillones rojos y verdes, pesadas cortinas de terciopelo rojo (que acaricio, vuelvo a tocar), más puertas que atravieso donde otros verdores íntimos tapizan más sillones. Techos al cielo, madera crujiente de los suelos, cada paso deja un eco que atraviesa el instante y sigue. Nos sigue.

Nos cuesta dejar el lugar. Afuera anochece. Sabemos que el ritual de la luna se cumple. Estamos anocheciendo junto con el día. Ahora el gigante nos orienta hacia la humedad del Po, hacia la inquietante aunque quieta exuberancia del agua. Ahí estamos, buscando mesa en un chiringuito junto al río, podríamos sumergir los pies si quisiéramos. Una glorieta engarza vides con uvas verdes, inmaduras, parecen florecer o hacer florecer nuestras cabezas. La luz de la tarde apenas se filtra entre la fronda exuberante, como el río, como el agua…

Protegidos contra los mosquitos nacidos de lo húmedo, ponemos pies en polvareda, abandonamos el verde, el Campari, la luz, el agua. Subimos más escaleras entre la humedad glauca y las maravillosas vistas a la colina. Caminamos cansados. Súbitamente, un naranja intenso asoma desde lo alto y nos detiene. La luna llena emerge  grandiosa, enorme, una redonda Afrodita amorosa y fulgurante sin la estridencia del paraíso artificial. Recuerdo a Calvino, me inunda un Marcovaldo dividido entre el amarillo maquinal del semáforo y la hipnótica luna llena. Luna sin Gnac.

Partimos, algo embriagados ya por el Campari, la larga estancia entre la luna y la fragancia omnipresente de los jazmines. El aire lleno, como la luna.

Nos debemos el sueño porque al despuntar la aurora, Génova escribe el horizonte.

Génova porta en el paisaje algo del lado oscuro de la luna. Encuentro una decadencia algo íntima, soportales magníficos, arcos de un sueño antiguo ante los cuales me petrifico: ontogénesis y filogénesis; historia y prehistoria. Calle, mugre, vicios, el mar reventado por los edificios y un mito inmutable. El mercado pletórico, cornucopia de placeres. El café, verde primero, fuerte después de tostado; la inoperancia del marketing ahogada por el aroma de las antiguas casas de Torrefazione. Construcciones  coloniales. El recuerdo de mi bisabuelo percutiendo, golpeando como las teclas de un piano desafinado. Amapola y memoria.

Debemos seguir hacia Lavagna. La luna acompaña el viaje en tren mientras el libro que acompaña mi viaje filosofa sobre el vino, sobre los pueblos del vino y los del aguardiente: “al vino le gustan las alturas y las vistas panorámicas”, mi afinidad con el vino es evidente. Arribamos, cansados del día. Entonces los pies, algo hundidos ya en el sueño, arremeten hacia la playa nocturna. Es allí, en esa reunión de luna y mar, donde se condensará uno de los pinceles más bellos del viaje. El mar, cálido, plácido, liso, ultrasalado, compensa toda tribulación. No hay pobres de espíritu en la inmersión acuosa de esta noche.

Me dejo ganar por el agua. Hago la plancha largamente, dejo los ojos perderse en la luna llena, los oídos en el nocturno chapotear del agua, la boca en el ímpetu salino. Recuerdo un pasaje del libro que leo, “me gusta el vino que se ha criado junto al agua. El agua es el elemento ancestral en el que nací y por eso deseo su presencia en todo”. Abrazo la luna y su reflejo como un monje. Quiero quedarme así, plácida, sin miedo, sin frío, pacífica y salada.

Al sueño le sigue el sueño.

Por la mañana, luego de desayunar en el hostal con fondo de cigarras (orquestadas a sol hirviendo), el tren nos lleva hasta Riomaggiore, último pueblo de la seguidilla de Cinque terre. Allí sorprende el color del agua, la exuberancia frutal y vegetal, la lengua viva de la gente, el dialecto de Liguria tan pegado al nuestro, tan fainá y fugazza, las flores insistentes, llenando todo de colores igualmente exuberantes. El baño salado no se hace esperar, veloz y beatífico, antes de partir hacia Vernazza. Este pueblo, ya convertido en parque temático, invita más al abandono que a la estadía, pero nos deja sin embargo el momento para el chapuzón pedregoso antes del pequeño barquito que nos conducirá a Monterosso, pasando por Manarola y Corniglia; entre ropas mojadas, viento y calor. Sal.

Ya descendidos en Monterosso, antes del baño debemos refrescar el interior que nos habita: sentados en una escalera umbría, necesariamente umbría, bebemos cerveza helada y charlamos acerca de cuestiones amorosas: el gigante confiesa haber soñado con una chica heavy metal, con un hombre cavernoso que pueda decir “esta mujer es mía”; personalmente me translitero en un jeque y nombro matándolo el deseo de un masculino harén de treinta. Nos reímos de nuestras insólitas ocurrencias y agradecemos que en la fantasía se nos permitan aberraciones que nos cuiden lo vital de ojos abiertos. Arremetemos hacia la playa.

Me baño largamente hasta que el gigante me avisa que una enorme medusa merodea el baño humano. Ofuscada por la intrusión de la ameba, con las yemas de los dedos ya arrugadas, salgo entre protestas susurradas y reprendo a los turistas que arrojan piedras sobre el pobre el animal de los tentáculos. Paseo a lo largo de la playa revolviendo la arena y las piedras, recojo algunas que me acompañarán largamente como el recuerdo de esos baños. Al regresar, veo el cuerpo muerto de la medusa, hermoso aún, ribeteado de violetas y magentas su transparencia. La imbecilidad humana, sin respetar edades, sigue arrojando piedras como en una remake de María Magdalena.

Extenuados de paisaje, emprendemos el regreso en tren con música y lectura. Luego, el gigante bate sus alas y las deposita cuidadosamente en el automóvil. Una repentina tormenta eléctrica nos ilumina el sendero de cemento. La pioggia lava noi altrove.

En nuestro sábado, no todos los caminos conducen al agua. El hombre vertical hace su apuesta: Porta Palazzo, el mercado de Torino. Nosotros, como criaturas horizontales dispuestas a las líneas, nos dejamos trazar.

Aire, aire libre, aire comprimido, aire viciado, aire encerrado, aire preñado de aromas, sabores, saberes, picardías, aire para ir y venir en la cuerda del regateo que se tensa, salda o corta. El mercado al aire libre se cuece al sol, pasamos rápido por las innúmeras bagatelas, chirimbolos, curiosidades, bazofias, cachivaches, enseres de lo más variopinto. Útiles, inútiles, sorprendentes, antaño, hogaño; todo junto, superpuesto, encimado, en línea, apilado, desparramado, sucio, limpio, novedades que funcionan como antigüedades, antigüedades en desuso, en desorden, en desmedro… Un mundo interminable de bártulos, trastos y trastillos para todos los gustos, para cualquier uso, también para el abuso. Caricatura de cornucopia.

Avanzamos, penetramos en otro recinto, y el aroma que flota allí dentro inunda de alegría al resto de mis sentidos, en pugna por no perder protagonismo. El lugar en el que acabo de quedarme como anclada es el puesto de hierbas aromáticas frescas: podría dedicar muchas horas a esta inquietud botánica, sin embargo la mesa de los pecados capitales me sigue horadando la permanencia (soy un ser débil cuando me tiento pero confío en que el paladar sabrá reconocer las máscaras). Avanzamos entre calabacines con su flor, berenjenas, zanahorias de verdad (irregulares, con algo de tierra, con brotes), ciruelas de varias clases, todas las delicias del verano a disposición.

La contemplación da paso a la cacería. Inefable cacería. Entra en juego el mamífero, la leche de vaca, de cabra, sus ácidos almizclados, curados, envejecidos... No deja de ser la vejez una buena cura contra todos los males. Dejar de ser es también una invitación.

Bien abastecidos, concluimos con una buena cerveza y un buen botín lácteo y frutal. El pan comulgó con Eros: allí en la plaza, junto al monumento, desplegamos nuestros manjares y nos dispusimos a la fiesta. Algunos amigos del disfrute también se sumaban al picnic, luego vinieron pájaros, amigos de las migas a su vez… Plenos de satisfacción, aunque nunca del todo, votamos por el helado. Fuimos dos contra uno, entonces caminamos hacia el fresco para amainar el calor, que insiste en presente continuo.

Insiste también en la tribuna.

Haber cambiado de orilla en algún momento de la vida trastoca muchas verdades y algunos señuelos. Entonces el partido de fútbol vivido a dos filos, selección mediante, nos acerca un poco, ofrece caldo de chistes y complicidades, nos sueña en cantos compartidos y luego nos abandona a la vigilia como a cualquier otra derrota.

Dejar de ser es también una invitación, replico.

El domingo, día familiar, cómo no, entramos en Cavagliá. Por mucho que intente asir un lenguaje que permita contar lo inefable, algo huye y en esa huida sella su permanencia. Sé que ese es el nombre del pueblo desde el cual mis bisabuelos partieron rumbo Génova para llegar al puerto de Buenos Aires y desde allí el periplo de gran parte de mi prehistoria. Apenas entrados en la manzana del centro –donde iglesia y municipalidad completan perspectiva–, encuentro sobre la pared de la segunda una placa dedicada al ciudadano ilustre que llevó el agua corriente al pueblo en 1914, con quien compartimos apellido, encuentro también que la calle principal del pueblo lleva mi apellido y –para extirparme de cuajo cualquier duda– los compañeros de la Società Bocciofila de Cavagliá confirman el calificativo “numerosa” para la famiglia que me dio su apellido. En ese mismo instante una imperiosa necesidad de conocer el cementerio me atraviesa como el rayo de Zeus por lo que apuro el aperitivo, los bocciófilos y todo lo demás; incluyendo como nota cómica el hecho de que los lugareños conversan con el gigante en inglés, como si fuese extranjero, como si la lengua de Dante ofendiese su dialecto. O incluso para inflamarse con un mundo que quisieran poseer pero del que sus posibles cobardías no pagaron el precio en la imaginación. Así, rudos, parcos, un poco brutos, pasando de las cartas a las carreras de autos, al fútbol, la tv o el aparato de turno siempre encendido; un domingo como tantos, en familia. Sin otra poesía que la del jardín cuando lo hay, la de la calle vacía –para salir a jugar–, el silencio del verano a las tres de la tarde. Algún gallinero tímido que no habla de su extinción en todos los patios.

El cementerio está dividido en dos, como nosotros. De un lado los mausoleos antiguos de las familias importantes, del otro, las tumbas sueltas y la necesidad de ampliar los lugares donde yacen todos nuestros restos. Pienso en ese momento que no habrá nadie para recoger los míos. Soy la oveja negra de la familia numerosa.

Estoy completamente zambullida en esas tumbas con mi apellido, son muchas, muchísimas, algunas indican ocupaciones (cura), profesiones (matemático), causas de la muerte (un bombardeo durante la guerra), otras comparten nombre exacto con mi abuelo, que se llama igual pero no está en esa tumba sino en otra del mismo nombre en la orilla opuesta. Pienso en Génova y el arco de una ciudad que fue parte de un sueño antes de la ciudad. Dos dimensiones con un nombre que las toca. Áspero tacto íntimo.

No se vuelve del cementerio sin haber sido tocado. Trocado en algo frágil de algún modo, y por ello mismo fortalecido. Así nos fuimos. Así abandoné aquel lugar tan lejanamente íntimo, donde un apellido empezaba a tejer una herencia de palabras, agujeros y jardines que duraría siglos y que, como todo, en algún momento deja de ser para invitar a otra cosa.

Hacia eso vamos. Un augurio de ballesta caída, de huida hacia otro sol, hacia otra sal, menos cal, más viva. Queda como herencia llevar el agua. Agua conmigo.

Sin embargo estamos yendo hacia los Alpes, hacia los altos saltos de montaña, los verdes boscosos, las frías aguas correntosas, saltimbanquis, lejos, arriba, más arriba entre caminos zigzagueantes, curva y contracurva, como un divertimento de la infancia pero sin relojes, sin esa ruda, cruda, ausencia de palabra con tic tac y segundero y décima y centésima. Aquel Martirio.

Ahora estamos en la ruta como un vuelo de gorrión en alas de gigante, somos a nuestro modo una bella postal surrealista en un mundo deglutido por las clasificaciones y las cuentas, que detesto.

Igual las hago: a qué altura estaremos, qué aromas son esos, la savia de qué árbol deberé quitarme con alcohol después de haber jugado. En el juego olvido y volvemos al fondo. Fondo se llama el pueblo medieval al que arribamos luego de las curvas de ensueño: un puente de piedra atraviesa un arroyo a cuya vera el encanto florece entre adelfas, truchas, pequeñas casas también de piedra, un olor a madera verde y ventanas hinchadas de luz. Bebemos vino tinto en vasito, a gusto del gigante, y comemos quesos montañeses a gusto de todos. Se nos niega una trucha como si en esa esencia medieval toda otra lengua fuese ajena. Mi apellido en el cementerio vuelve a percutirme la memoria.

No queríamos abandonar el ansia (de trucha) y estuvimos buscando sin encontrar más que perros homofónicos que irrumpían desde cualquier parte para impedirnos la entrada. Tuvimos que emprender la retirada y asumir la derrota. Si la trucha dejaba de ser invitaría a otra cosa…

La noche nos apuraba y todo quedó en la buena pizza italiana. El gigante hizo abstinencia, un ayuno para reafirmar su vacío de trucha, su derecho al duelo. Los demás, anclados a lo terrenal, comimos y convidamos.

De ahí en más, todo fue cocina. La última noche antes de volver a Madrid nos citamos en ella, cuore della casa. No dudamos si fue primero el huevo o la harina, hermosa corona a ser amasada, el ripieno a base de ricota y ortiga; los presentes miramos y aprendemos, tocamos y aprendemos, tropezamos y aprendemos, amasamos y amansamos, aprendiendo. Así estamos los absortos en las manos de la italiana, queriendo ser comida de la abuelita, caperucita y lobo y abuela y la del apellido de las tumbas en el mismo lugar y al mismo tiempo.

Algo ahora mullido, blando, flexible, amasado en la cocina como un déjà vu donde se mezclan la masa italiana y el horno francés está presente en esa mesa redonda donde la familia del gigante y la mía que llevo conmigo se encuentran pero desde cuándo, desde dónde, desde qué palabras rascando esa sustancia dura, ardua, cruda, intratable como podría ser cualquier lenguaje, percutiendo tan disímil, tan rítmica como otro tic tac.