30.12.15

Descanso de caminantes, por Adolfo Bioy Casares


Nelly Mackingley. La encontré hará cosa de quince días, frente a su casa de la calle Posadas. Le dije:
–Estás muy bien, Nelly.
–Estoy viejísima. Voy a morirme pronto. Te pido que vayas a mi entierro.
–Es un disparate morirse, Nelly. Hay que seguir viviendo.
–¿Te parece? La vejez es tan desagradable. Y carísima, ¿sabés? No te imaginás el dinero que uno tira para mantener a una porquería como yo.
–Es para mantener la vida, Nelly. La vida vale la pena.
–¿Vos creés?
–Te aseguro que sí.
–Bueno. Te prometo que haré lo posible para seguir viviendo, pero vos prometeme que si muere vas a ir a mi entierro.
Ayer, 14 de agosto de 1980, fui a su entierro, en la Recoleta. Nelly debía de tener entre 85 y 87 años.

 Tomado de: Adolfo Bioy Casares, Descanso de caminantes. Diarios íntimos, 2001.
 

23.12.15

Los años turcos, por Leandro Ribot



Si el diario La Prensa tiene razón, tiene que estar equivocado el país, pero si el país tiene razón, tiene que estar equivocado el diario La Prensa y todos los que tengan conexiones con él. John William Cooke (circa 1950)

En noviembre de 2001, Mirta Legrand conversaba con Armando Ribas sobre la situación de nuestro queridísimo país. Perón se fue en el 55, dijo Ribas, y preguntó, sentado a la mesa, con aire desafiante, enfrente de los demás comensales, ¿por qué los que vinieron después no cambiaron las cosas? Mirta recapituló un poco para su audiencia la pregunta del abogado y economista Ribas diciendo que estaba haciendo referencia al origen de la decadencia y el desorden en la Argentina. Ribas sostuvo que hasta el año 30 la Argentina era un país del primer mundo. Pero, contradiciendo al común de las opiniones, siguió Ribas, muchos se creyeron que Argentina lo que tuvo fue la Pampa húmeda, pero se equivocaron, lo que el país tuvo, según rescató el tipo del ajetreo del pasado, fue a Alberdi y a Sarmiento. Lo que tuvo, insistió, fue un proyecto político increíble, porque construyó un país a partir de un desierto. Y según Ribas, los argentinos, en algún momento, ¿cuándo?, ¿en la década del 30?, ¿después de la década del 30?, no lo dijo pero aclaró que lo que no ellos no sabían, ¿quiénes no lo sabían?, ¿Ribas lo desconocía o eran los argentinos, eran todos los argentinos los que desconocían lo que Ribas estaba por decir?, ¿quiénes lo desconocían de entre todos los argentinos que lo desconocían?, ¿los cuarenta millones de argentinos lo ignoraban?, ¿los cuatro millones seiscientos sesenta y cuatro mil quinientos cuatro jóvenes que muchos años después cobrarían la asignación por salario familiar lo ignoraban?, ¿los trece millones de pobres que en el futuro habría en el país en ese momento lo ignoraban?, ¿quiénes lo ignoraban?, ¿qué era lo que ignoraban? Ribas no lo dijo. Pero, por su parte, el economista José Luis Espert, el doctor Espert, de impoluto traje gris, reveló que el país insistía en el modelo de hacer déficit fiscal y cerrar la economía y que según él, el doctor Espert, experto en crisis, no le convenía al país ni a los argentinos una economía  que no fuera muy abierta y que no compitiera en serio con el resto del mundo, sólo para geografías plurales, un país con costos en dólares realistas, una economía que no compitiera solamente con Brasil, algo que habían intentado muy poco los argentinos, porque según él había un problema muy serio: era muy cara la economía argentina en dólares, una de las economías más cerradas del mundo, la economía argentina. Esta competencia, que añoraba Espert allá por noviembre del año 2001, no remitía solamente al Mercosur sino a todos los productores, a los productores de todas las naciones del mundo. ¿A los productores de problemas también? ¿A los productores de materia prima en Zimbawe, Corea del Norte y Bielorrusia también? Cómo saberlo si al doctor Espert lo interrumpió un miembro del gobierno de esa época difusa, el ingeniero Nicolás Gallo, secretario general de esa presidencia, interrumpido por Espert, para sorpresa del señor Ribas, diciendo que no todos los países aceptaban la apertura que proponía el estudioso del mercado global, el mentado Espert, experto en cosas plurales. El caso del limón tucumano rechazado en detrimento del corte californiano por el gran campeón del comercio mundial, los Estados Unidos de Norteamérica. Los limones tucumanos y la economía en la boca sucia del ingeniero Gallo tenían un regusto a cosa fraudulenta, adulterada, incierta, a noche, a confusión, a zozobra vacilante, a desazón parlamentaria. Ese era, quizás, visto ahora desde esta otra orilla del presente, ese era el país amado por la señora Mirta Legrand, pérfida y tembleque de la cintura para abajo, y por Ribas. ¿Y los caños de acero de exportación? ¿Y la miel mendocina de primera calidad? El ingeniero Gallo proponía estudiar lo que hacían los otros, la integración económica del mercado común europeo y todas esas economías más abiertas que se bajaban los pantalones ante las grandes potencias y protegían las crematísticas que los productores argentinos exportaban sin abrir su hacienda; y, siendo caros en dólares. Dieu et mon droit!, desde la época insulsa en la que Ramón Ortega era gobernador de la siempre bella Tucumán y arengaba a favor del cultivo del limón y en detrimento de la difusión de recetas caseras para fabricar cocaína, el mismo Palito Ortega que décadas atrás cantaba: “La gente en las calles parece más buena, todo es diferente gracias al amor” y había luchado encarnizadamente para evitar el monocultivo del limón, ¿qué pasó? Ni Mirta Legrand ni Armando Ribas sabían lo que pasó. Un país tan lindo. ¿Canadá o Australia también eran responsables? Mirta no era responsable, una señora educada, provinciana, cortés, atenta, servicial, interesada, galante, política, bienhablada, comedida, prudente, falsa, Mirta, la señora que brindaba con sus comensales amablemente, brindaba por la paz con corrección, refinamiento, sin orégano en los dientes, ella no podía de ninguna manera ser responsable de los problemas de nuestro querido país, Mirta fue inocente, era inocente en el 2001, su inocencia solo pudo haber envejecido, como ella, una vieja inocente, especialista en almuerzos, en brindis, en no salir perjudicada con las crisis, en las buenas intenciones de sus almuerzos. A todo esto, el doctor Espert tomó otra vez la palabra para sugerir que había problemas culturales que explicaban la decadencia argentina aunque no eran, según él, una cuestión meramente cultural sino una cuestión de sistemas y de regímenes, pero en esencia, según Espert, en promedio, él veía una cultura económica argentina muy facilista, corporativa, prebendista, a la que le costaba y no le gustaba competir. A esa cultura no le gustaba competir. Fue en ese momento, cuando Espert dejó flotando cierta intriga en sus palabras, que el señor Ribas aseguró, disiente radical de la cultura de izquierda, que habiéndose aumentado el gasto público como se aumentó entre 1991 y el 2000, esa medida destruyó totalmente el sistema productivo, como pasó en México, en el sureste de Asia y en algunos países de África. Espert tomó la palabra, otra vez, para afirmar que estaba de acuerdo en lo que decía Ribas, cabe aclarar, el más viejo de los demás almorzantes al que se lo veía cansado, casi podría decirse que sugería una derrota en su mirada cansina, como si la vida lo hubiera vencido y ni los libros de Alberdi ni los de Sarmiento hubieran hecho nada por él en todos esos años de vejámenes y desgaste para aliviar esa derrota sutil, pero volviendo al tema del almuerzo de ese mediodía de noviembre de 2001, lo que Espert aseguró fue que lo que hizo Cavallo había sido demencial, arrebatador, tonto, bruto, malicioso, ruin, taimado, a saber, su decisión de  aumentar el gasto público como lo incrementó y atrasar el tipo de cambio como lo arrinconó y encarecer a la Argentina, esa burbuja que fue la economía argentina desde 1991 hasta 1994, durante las privatizaciones que no existió, ¿qué no existió?, según Espert no existió, fue un espejismo desde el punto de vista de la realidad, ¿qué realidad? No hubo argumento razonable que pudiera dilucidar qué era lo que estaba invadiendo la noción de realidad en el pensamiento de Espert. ¿La cuestión argentina económico-política que interpelaba a todos aquellos que tuvieran una mínima inquietud cívica no existió? Imposible saberlo, hoy, desde esta otra orilla del presente. Entonces, Mirta le preguntó a cada uno de sus comensales: ¿Por qué creen ustedes que la Argentina está así? Y todos respondieron: El problema de la Argentina es que hay argentinos.  

19.12.15

El ombligo de la imagen, por Luis Thonis

(Sobre la serie Nuditas Criminalis de Malkka Bentivegna)

Hay un ombligo de la imagen como sucede en el sueño y como hay a veces un ombligo del poema. La imaginería posmoderna es una huida hacia delante de la angustia o ante una falta de origen: lo que falta a una imagen es rápidamente sustituido por otra y su función es la del relevo.

Como si lo que falta a una imagen pudiera ser completado por otra. La iglesia del espectáculo es la promesa de que habrá una última imagen. No es tan ingenua como se cree la prohibición bíblica de hacerse imágenes: la imagen es excedida por la creación y retorna a ella como un agujero que interroga y donde la imagen se corta de la sucesión mediante un efecto primero.

Es una operación estrictamente poética.

En la serie de fotos Nuditas Criminalis de Malkka Bentivegna la imagen habla hasta en su mismo silencio, cava en la representación y el lugar del relevo lo ocupa el llamado de una memoria abierta. La foto es a veces un diálogo tenaz entre la sombra y la luz con una placa de testigo. Testimonia una imagen que en las lenguas latinas tiene una raíz en referencia a lo mental. ¿En qué imagen cada sujeto está capturado? ¿Resuena en ella algún nombre? Hay quienes no quieren saber nada con imágenes de sí mismos: temen que la imagen se lleve algo de ellos. Otros quieren quedarse, perpetuarse “ahí”.

La imagen puede fascinar como reposo del ser pero también puede ser su prueba. En toda imagen fuerte hay el deseo de capturar un objeto primero. La imagen es un modo de integrarlo. Aveces integrarse a través de él supone la expulsión del otro como si fuera un excremento. Es la forma más fácil de integración. No hay expulsión de lo otro sin incremento del la propia imagen. Las Nuditas traen la huella de algo que ha sido expulsado sin que se integre dócilmente: lo criminal por esta vía no pertenece al orden del crimen sino al de la creación.

Para una artista como Malkka la imagen coexiste con un agujero en la representación que se abre en el entre dos mismo de lo porno y el arte a través de un ritmo que habla de una memoria que pudo no haber existido como las fantasías que puede suscitar la pornografía que se imaginan pero nunca se practican. Inciden en las tramas del sujeto. No creo mucho en los ismos, salvo como una aproximación a las obras. En las estas fotos veo cierta tendencia expresionista. Pero acusan una marca propia. En esas figuras que exceden a la “buena forma” hay mucha tensión radioactiva, como si se tratara de plutonio al punto de alcanzar su masa crítica. Malkka también escribe poemas afines a esta estética: “Es hora de hurtar las manos/ al asesino que sin compadecerse/ Ha Mirado dentro de mí./ No alcanzo a ver esa gratitud inesperada. /La lujuria del pescador ha arrebatado mis sueños en la marea.”

La desnudez de las nuditas no es natural, no está desnuda como la pornografía no es pornográfica en la novela del mismo título de Gombrowicz y es tratada con humor.


Como todo hoy es pornográfico no se advierte en una primera mirada que es arte porno. La retórica porno –videos, películas, imágenes– tradicionalmente ha sido asociada a los usos del género masculino pero en esta última época las mujeres se han interesado en ella. Muchas reconocen haber visto pornografía alguna vez y haberse excitado con ella. La pornografía, señalan otros, no está exenta de romanticismo y es aceptada como una forma hogareña. Se extiende hoy a los mismos ideales. Nada de esto tiene que ver con el arte de Malkka. Su espacio no es afiebrado, está hecho de fibras: niveles de memoria que sacuden el ser, con un quantum de energía visual y la frecuencia granulosa de corpúsculos de tiempo.

Malkka, creo, no quiere contribuir a la “salud sexual”, “mejorar” la sexualidad femenina, masculina o el sexo que quiera imaginarse. Tal vez muestra la otra cara, lo que no se dice en su prédica pre o posporno. El sujeto porno tiene mucho de melancólico: no dice “yo no soy nada” sino el Otro –todo lo que desconoce– no existe para mí. Malkka dice que su “drama” es ser demasiado apasionada y esto no es ajeno a su tratamiento humorístico y satírico de eros. Prefiero no polemizar con una bella maestra en artes marciales pero en estas nuditas lo porno desaparece como exhibición como también su cara obcena para que aparezca lo siniestro como repetición de lo semejante.

El gadget y el fetiche y la identificación al cuerpo son modos de eludir la prueba de tener una memoria que abre la instancia de otro cuerpo haciendo un eco retroactivo en el origen que sólo puede ser reinventado a través del amor. Pocos salen indemnes de tal prueba.

En su ensayo sobre lo siniestro, lo no familiar –unheimlich–, Freud dice que nadie osaría considerar algo siniestro cuando Blancanieves abre los ojos el en ataúd, en las historias de resurrección de los muertos del Nuevo Testamento, que de pronto se anime la estatua de Pigmalión.

Lo siniestro aparece en la mano cortada de un relato de Hoffmann. La desnudez es esa mano cortada: se convierte en un crimen contra la misma pornografía en bloque, sacudida por el retorno de lo reprimido.

Lo siniestro irrumpe como repetición de lo semejante en el ombligo de la representación.

Nuestra época favorece la cosificación de la imagen, quiere reducirla a un potencial cero: gadget o fetiche, política de cerradura para la imagen que paga ese ahorro con su indefensión ante lo siniestro. El humor de Malkka convoca y trabaja lo siniestro y lo convierte en material de esta serie donde cada foto lleva en sí un grano de tiempo que la empuja más allá de sí misma donde hay algo encorsetado que pugna por salir y parece custodiado por impotentes gnomos.

12.12.15

Apuntes sobre un silencio atroz, por Emiliano Scaricaciottoli


El violento oficio de la crítica literaria en la Argentina
Conseguite un trabajo honesto. (Pappo a DJ Deró, Sábado Bus, 2000)

“Yo escribo, no hago papers”

Uno tiene que remontarse muy atrás en la historia mayúscula (aquella que queda documentada, la que se estudia y se repite) para observar un evento, un horizonte de eventos que desplieguen discusiones reales (y públicas) en y entre la crítica literaria en nuestro país. Aunque el “nuestro país” siempre suena inconmensurable-caracterización que de tan cierta se hace siniestra, pensando en Sarmiento- y mentiroso. Hay una bondad en la esfera pública de la crítica que todos-ocupemos el espacio que ocupemos en el engranaje de hacer y decir literatura- compartimos: hace tiempo que no pasa nada.

En ese remontar azaroso y arbitrario uno recuerda un diálogo de sordos que disparó Ludmer en su artículo
“Las literaturas postautónomas” (2007), mismo año en el que El Interpretador tuvo un digno espacio de intervención en la orilla virtual de la arena  de la crítica literaria-joven, generacionalmente joven, por cierto, al haber sobrevivido la sequía de los noventas, de Los Años 90- y mismo año en el cual se publicó Montserrat, obra jodida de Daniel Link. Jodida por las entradas: pueden ser múltiples, ya no monádicas sino poliplánicas. Si bien, el recorrido se hace más tentador horizontal y subterráneamente, la entrada al barrio convencional es una entrada de estructura, económica y sin demasiadas inflexiones de la imaginación pop. Corroída por la blogósfera, el excesivo (¿?) paisaje post industrial del ferrocarril Roca en, pienso en voz alta y rápido, Washington Cucurto, la estallada sintaxis que había dejado el 19 y 20 de diciembre, algún muerto-seguramente para ella, que no es Ella- en Puente Pueyrredón, en fin, esta pobreza de la experiencia literaria que para Ludmer se volvía ilegible y postautónoma: “Estas escrituras  no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción. Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para ‘fabricar presente’ y ése es precisamente su sentido (…) porque aplican a ‘la literatura’ una drástica operación de vaciamiento”.  Selci e Iglesias en El Interpretador le cantan un retruco que nunca vuelve y que explica el recambio generacional que aun hoy no se quiere admitir en los claustros de profesores y de graduados en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, al menos el caso que conozco y del cual puedo hablar. El retruco que le cantan queda obliterado por una payada de sordos, porque jamás una Señora va a responderles a un grupúsculo de escritores que encima osan hacer crítica literaria a espaldas de la universidad-aunque su comité de redacción ya estaba en ella, que insisto: no es Ella-y a espaldas de la Comunidad del Anillo, de cierta rancia y obsoleta mecánica de provocar lecturas y unidades (contenidos) dentro de los programas de la carrera. Inventar un problema donde  no lo hay y luego, a duras penas, renegar por los imberbes que trabajan sobre ese problema que uno creó. Ese afán sectario de la crítica en la Argentina es producto de una confusión, o mejor aún una co-fusión entre crítica y docencia que liquidó o cooptó a una buena parte del underground de la primavera kirchnerista. El Interpretador fue, en sí, una expresión de esa primavera para toda una generación de estudiantes de Letras-entre los cuales me enlisto- que pensó no solo otras plataformas de debate e intervención, sino también otro circuito de circulación de ese saber (por ejemplo, los ENEL) (1). Entiéndase, sostienen Selci e Iglesias: “Ludmer no se equivoca al decir que ya no hay literatura autónoma; se equivoca cuando pretende que existió alguna vez fuera del recortado marco de su metodología.   Una cosa es “usar el blog y hablar de arquitectura de Buenos Aires” (lo que hace Link), otra muy distinta “usar el blog y pedir la renuncia de Julio Grondona como titular de la AFA, remanente calamitoso de una generación en retirada” (lo que Link no hace). Montserrat no alude a los medios comunicativos y a lo “realficticio”, sino a la imposibilidad de una crítica sin proyecto, sin un para qué que logre movernos hacia alguna cosa”. Lo inabarcable poliplánico en el sentido semántico y en el topológico de la obra de Link suele generar esa imposibilidad totalizante y decimonónica. Lo que está fuera de recorte y sistematización en los realismo(s) que lee Ludmer es, justamente, la base programática, de una escritura que incorpora a la serie de lo real-la determinación económica y social de las prácticas del lenguaje-, como dice Ludmer (y en ese sentido acertadamente), lo virtual, lo potencial, lo mágico y lo fantasmático. Indefectiblemente esta incorporación no sistemática, oblicua en términos de Lezama Lima, es muy típica del neobarroco por su referente estallado, pero a decir verdad, no es novedosa en la historia de la literatura de los últimos 60 años, de Cortázar hacia aquí.

El problema en sí no es Link ni la potencial imposibilidad de Ludmer ante esos textos sino el diálogo vacío por una operación de la crítica. De repente, nos encontramos haciendo crítica con las mismas armas que se nos prohíben dentro de la carrera de Letras: el ensayo, la crónica, la coda, la narrativa. No es tampoco un problema paradigmático: no hay relevamiento ni supresión de una comunidad científica. Cuando me referí a la Comunidad del Anillo no lo hice por freak. Si uno recuerda cómo se conforma dicha comunidad en la obra de Tolkien es porque tenemos un problema y no sabemos cómo resolverlo. Quizás, el miedo a la extinción es el problema. Quizás, la extinción sea natural. No lo sé, ni me importa, pero en término de operaciones de la crítica, docencia y escritura confabularon para marcar un cerco, una propiedad privada de quién abre y quién cierra los problemas, las discusiones. Allí donde Ludmer encontró una imposibilidad-de lectura y de escritura-, El Interpretador encontró un evento. De pronto, algo pasa, diría Vitico en  “No pasa nada en esta ciudad “(Macadam 3…2…1…0, 1981): “No pasa nada en esta ciudad/es tan difícil decir la verdad, / nadie responde, todo se esconde…”. La falta de respuesta, sin embargo, fue proclive a una proto comunidad de aquellos que habían estudiado con Ludmer y decidieron abrir el camino yuppie de la post autonomía. Vieron por dónde pasaba el negocio de lo que ella-que, repito, no es Ella- no podía leer. Graciela Speranza dio un hermoso seminario  en 2010 sobre eso que ella llamaba “Nuevas estéticas urbanas…” y el título seguía (suponiendo que lo “nuevo” era realmente nuevo, sorpresivo, sublime en términos románticos) “Ficciones y arte argentinos en la ciudad informe”. Lo “informe” de la ciudad quedó entre Jitrik, Rama y Aliata, y siempre es interesante de leer. Al problema Speranza lo redujo con “Ficciones y arte…”. Seamos buenos entre nosotros, como decía Nicolás Rosa y luego Horacio Pagani, y observemos que mientras El Interpretador quiere hablar de literatura, o de escritura (y aquí empieza la milonga), Speranza lo marida con ese vicio paranoico de pervertir a la literatura con alguna obra permanente o itinerante del
MALBA. Los programas de la crítica, y aquí valdría la interrogación,  terminan siendo los programas de los seminarios y las materias que no intentan pensar si hay o no crítica literaria en la Argentina. Porque si la respuesta es “sí”, evidentemente todo lo que se propone desde la academia es un complejo de estrategias en el cual uno desaprende y olvida, por necesidad, toda posibilidad de sentarse a escribir. Si todo termina en una “monografía” miserable que reponga un estado de la cuestión (es decir, un problema que observó la comunidad científica y que en todo caso el alumno repone) o en una codificación perfecta de lo que se discute, allá afuera y hace tiempo, la escritura pasa a un segundo plano. Ni crítica, ni escritura, ni teoría, ni nada. Ahora, si la respuesta es “no”-“dime que no y me tendrás pensando todo el día en ti”, algo que Arjona y la comunidad científica de la crítica y la docencia en la carrera de Letras tienen muy en claro- les cabe el gorro frigio de los calvos que muchos llaman “estudios literarios”. Entonces el problema de lectura que tiene Ludmer encaja muy bien con esta imposibilidad de pensar la literatura argentina por fuera de lo que se enseña. No es enseñable, no se puede trasmitir o le ponemos “arte” para que todo cierre.

Ni una cosa ni la otra. Aun, esa asociación institucional entre docencia y crítica sigue debatiéndose subterráneamente-aunque la topografía de lo que se lee como crítica sea lo que se enseña y luego se copia y se pega en un libro que solo la Comunidad del Anillo hace circular- y no se ha saldado. Si un grado de especificidad se ha perdido con la desolación de Smaug (el estructuralismo) y una necesaria reclusión en los estudios culturales o en cuanto post marxista (que se presenta como originario, como nativo pero con un programa social democrático y lacaniano, como
Žižek) aparezca, delimitan el territorio nostálgico de la teoría literaria y su primera persona a la hora de escribir es porque se ha creado una ilusión de cientificidad que poluciona en las nocturnidades con eso que llamábamos poesía, ensayo o novela. Que llamábamos: acción pretérita y finalizada en el pasado, puesto que la post autonomía borró las fronteras de lo legible. Me pregunto qué sucede entonces con la escritura, ya no con la lectura sino con la escritura. Prefiero, monstruosamente, volver sobre aquella entrevista que Nicolás Rosa brindó en julio de 1998, con motivo de su visita a la Universidad Nacional de Tucumán  para un programa local malísimo conducido por María Blanca Neri llamado “Los juegos de la cultura”. Si usted lo youtubea, lo encuentra. La pregunta de Neri es muy sencilla y yo la reformulo: ¿Por qué a usted no lo llaman “escritor” o, en todo caso, escribirá usted, Doctor Nicolás Rosa, como crítico o como escritor? Parece una broma pero aun hoy, insisto esquizofrénicamente, en el plano de nuestra carrera todavía corre la vulgata y  la máxima ideológica del “decidor”: si usted viene a la carrera de Letras para aprender a escribir, no es este el lugar. El “decidor” es muy respetado, hasta por quien escribe este texto, pero ha sido muy sectario a la hora de abrir la puerta de la Comunidad porque él mismo la conforma y la protege de El Interpretador o de quien sea-aunque él mismo haya publicado allí- que no entienda que los que escriben son unos pocos, los que hacen crítica solo aquellos que enseñan, y los que estudian, los que se presentan a becas. En fin, la respuesta de Nicolás es mucho más lapidaria: “Yo no hago papers, yo escribo. ¿Por qué la gente no me llama escritor?”. Sin duda alguna me he formado en una escuela o en una tradición, para que Trotsky no se enoje, que priorizó la escritura por sobre las posibilidades de la crítica, aun por sobre las posibilidades de hacer teoría literaria. Sigo siendo estudiante-puesto que ese fue el espíritu de los ENEL que rápidamente se perdió: los docentes no dejamos de estudiar y de investigar y seguimos siendo unos alumnos crónicos incurables- y le canto retruco a la falacia del “decidor” puesto que antes que ser un hacedor de textitos masturbatorios bajo el título de ‘informe monográfico’, prefiero claudicar en la marea de los que no expulsamos a los alumnos de la carrera y proponemos pensar la escritura de y desde un espacio institucional. Ya no pasa, como me decía Oscar Blanco cuando me llevó a laburar con él en el interminable Las Letras de Rock en Argentina…, sentirme parte del under, del Umbral (sic) al lado de Boquitas, al lado del comedor, al borde del subsuelo, no, claro que no. Yo escribo, pese-vuelvo a Nicolás- a la academia (2). ¿Por qué la escritura se ha marchitado en la lectura de los padres? ¿Qué deseo tan macabro de solemnidad puede conmover a cierto sector del alumnado de la carrera que siente el trabajo de la crítica como el deseo del Otro, como la voz del ausente, como una mutilación peneana angustiosa, como una herejía innombrable? ¿Por qué Puán se ha convertido en Hogwarts? ¿Qué misterios guarda la cámara secreta en la que la Comunidad evalúa el placer moquiento y adicto de cientificidad radicado en el cadáver de la escritura? ¿Qué simulacro de honestidad debe rehabilitarse en el relevamiento frenético de lo que se ha escrito? ¿Qué afán de totalidad se ha comido la gruesa y mota infamia de la filiación institucional como reina legitimadora de discursos, de mi discurso, de este? Si todo esto es la crítica, estoy en un despacho forense esperando la autopsia.

Fractura del silencio, íncipit crítica

La imputación de Pappo a
DJ Deró en aquel programa de la noche, fría noche de sábado que orquestaba el marido de Florencia Raggi, se debía a la necesidad de un regreso paranoico a lo artesanal. Trabajo versus lumpenismo. Aquel que se reconoce en la pulsión de una práctica y aquel que la economiza, es decir, el ilusionista. La imputación es, en definitiva, capital para pensar el problema de escribir en y para la academia. Ese sudor que implica la escritura ha migrado al sudor de rastrear mitos de origen. O peor aún, de reproducirlos. Cuando pensamos en hacer crítica la imagen acústica te reenvía-y en este sentido es muy alegórica y benjaminiana, al mismo tiempo- a un lugar difuso: ¿qué pretende usted de mí? ¿Escribir sobre otro es dejar de escribir? ¿Pensar la escritura del otro es sacrificar el carácter ficcional de mi propia escritura? La tecnificación ridícula de cierto sector de esta comunidad-que solo puede pensarse desde adentro y cuantitativamente puesto que quien más escribe es quien más enseña, o al menos gana un lugar reificado de enseñanza dentro de la carrera por su sed de acumulación tasada en papers- ha devaluado el peso de la escritura dentro de esa operación ya difusa que llamamos crítica literaria. Ahora, hablemos de signaturas. No vale preguntarse qué es la crítica, sino cómo es la crítica. Los índices de modalidad son las texturas, los detalles, ese afano amoroso que le hacemos a la narrativa cuando ya no sabemos si estamos escribiendo sobre otro objeto-supongamos, sobre Borges, que viene bien además para pensarlo como un “coso” que de tan institucionalizado y canónico uno no sabe de qué o quién está hablando-  o si estamos escribiendo sobre nosotros mismos a partir de ese otro objeto. Esa distancia acrítica, justamente, es la que requiere la comunidad y que yo no estoy dispuesto a hacer puesto que aún me queda un algo de dignidad. Es como cuando un NN, cualquiera, te pide que bajes la voz. Si ni a los propios padres biológicos uno ha respetado a la hora de dosificar silencios y gritos, cómo pudimos retroceder tantos casilleros y merecer el olvido de la escritura. En efecto, la crítica es una operación de violencia sobre ese otro objeto y sobre la fundación de ese objeto en los colchones institucionales. Hay una cierta cordialidad, un estado de bienestar entre los afiliados a la comunidad que el silencio no pudo edificarse sino atroz.

El display de hermandad es parcialmente violado en un diálogo interesante que Nicolás Vilela y Florencia Minici mantienen en “Crítica y despolitización” (Mancilla, 07-08, 2011) y que tendríamos que reactualizar. Porque las preguntas que se hacen, angustiosas preguntas, implican problemáticas del presente continuo, del estado paupérrimo en el cual la carrera de Letras se piensa a sí misma como una máquina expendedora de boletos o avales. Y me interpelan porque homologan crítica y escritura sobre la raíz de tres problemáticas muy concretas: 1) ¿Qué lugar ocupa la teoría dentro de la escritura crítica? Siempre, claro está, suponiendo que la crítica infiera una operación de la teoría; 2)  ¿Qué efectos del subsidio a la investigación académica recepcionamos luego de diez años ininterrumpidos de becarios proliferantes y precarizaciones rizomáticas? ¿Ha contribuido esta política a la escritura o a la cientificidad de la misma?; 3) ¿Podemos pensar una crítica argentina, luego de Viñas, luego de Ludmer, luego de Piglia? Decía Link y ellos reformulan: ¿cómo leer, después?

En relación a la primera problemática, quisiera irme a otro número de Mancilla, a un texto polémico y silencioso (no silenciado, guarda) de Fermín Rodríguez titulado “Los usos de la crítica” (Mancilla, 09, 2014). La interrogación sobre la crítica es, para Rodríguez, reconocer la “Tensión por un lado con la palabra desapasionada de la academia, guardiana del patrimonio y del pasado nacional…” (Rodríguez, 2014: 90). Efectivamente, reconocer ese lugar de enunciación es reconocer la patología dentro de la cual uno funciona. Porque Fermín Rodríguez no podría decirlo por fuera de la propia academia. Sirve, en todo caso como trabajo crítico, si uno se instala y se ubica dentro de una serie de producción. Y acá está el problema: en la carrera de Letras la poiesis es una fantochada aristotélica. No se discuten poéticas (con las minúsculas que le placen a las literaturas comparadas, es decir micropoéticas) sino lecturas sobre esas poéticas, que casualmente claudican en problemas de género (con las mayúsculas que también le placen a las mismas…). Y nunca ese género es la crítica, puesto que pensarlo como tal sería sublimar el peso de la narrativa rectora, de la ficción proletaria, del falocentrismo que impone la novela. Si la crítica ocupa un lugar en las librerías, un lugar físico, ¿cómo no va a ocuparlo dentro de los planes de estudio? ¿Cómo pensar la literatura por fuera de la crítica? O peor aún, ¿cómo no discutir si el bostezo de la academia frente a la literatura es, efectivamente, una operación crítica? Suelo inclinarme, como Fermín, por las relecturas. Cuando él levanta El país de la guerra de Martín Kohan está levantando un movimiento de reescritura mal visto en un parcial domiciliario. Curiosamente, no es Kohan el que lo censura. Él puede moverse con total libertad dentro de esa jerarquización de la escritura por sobre los relevamientos inocuos de los moderadores de tesis, los doctorandos, los topos. El problema no es Kohan, ni Rodríguez, el problema se haya en esa consigna de comprobación de lectura  que todo alumno de la carrera padece. Y acá no nos importa si hacemos teoría, historia o crítica literarias, porque en definitiva hay una discusión mucho más grave que es el lugar de la escritura. Desde un estertor locativo podríamos decir que Kohan hace crítica porque se permite la reescritura y fulanito aprende con Kohan a hacer monografías porque tiene que citar a Benjamin. Es un ejemplo, un simple ejemplo de lo que sucede.

Miguel Vitagliano en Perspectivas actuales de la investigación literaria (2011) (3) pone en cuestión el simulacro de cientificidad con la que muchos de su generación tuvieron que estudiar. Revive una anécdota que involucra el concepto de “estudios literarios” que sostiene Mignolo al homologar teoría literaria, poética y teoría de la literatura dentro de un campo de prácticas científicas. Una literaturología. Hasta acá aguanto-banco, defiendo, levanto- las argumentaciones de Vitagliano para destruir esa pretensión metodológica de Mignolo y resignificar una frase nominal tan amplia como “crítica literaria”. Coincido además con Vitagliano-que no es más que coincidir con toda una tradición, con un linaje, con una genealogía que abre Nicolás Rosa en nuestro país, y que seguro no fue el único aunque sí el más estridente de todos los traductores y lectores de Crítica y Verdad en la humedad pampeana- en violar el mito de origen, desinstalar a los padres e inaugurar un tragema: “…podríamos cambiar el mito de origen: esto también es una posibilidad. Al fin de cuentas es lo que hace el investigador, cambiar de lugar o disolver lo que hasta ese momento era tomado como origen o principio.” (Vitagliano, 2011: 175). Lo corrijo: no es la tarea del investigador, en la tarea del crítico. Es la violencia de la escritura, en su inflexión crítica, la que permite hallar belleza en esa violación nunca vista. Pero nos gusta Viñas, hemos aprendido a mentir muy bien. ¿Por qué negarlo? Lo negamos, casi siempre, como a un Cristo cualquiera, porque tenemos que ganar becas o porque hay una confabulación de cortesía para sostener a la comunidad. Un humanismo extemporáneo. La regla de permanencia implica el gesto halagador que no es homenaje, porque si lo fuera lo destruiría. Eso se llama: re-se-ñar. Aprendemos a re-se-ñar el deseo del otro.  Lo hizo Panesi con Jitrik en su Historia Crítica de la Literatura Argentina (artículo publicado en la revista Espacio n° 26, octubre-noviembre 2000); lo hizo María Pía López con Walsh (en esta misma revista, El Matadero, n° 1, 1998); lo hizo Nora Domínguez con la Biblioteca Crítica Hachette (Espacios, n° 4/5, noviembre-diciembre, 1986). Y puedo seguir.

Como decía Barthes, el crítico es creador de otra obra pero no necesitada; no es un bombero voluntario. Es un asesino, y serial. Perturba la cohesión de la comunidad porque intenta instalar otro mito de origen o, en su defecto y osadía, dinamitarlo todo. Vaciarlo, vaciarnos.

El segundo problema que instalan Vilela y Minici se refiere a un desborde del lugar que Vitagliano, justamente, le otorgaba al crítico: el investigador. La “hiperespecialización” y el viaducto neobarroso de las becas ha producido un miserabilismo muy poco digno de Castelnuovo. Un retorno eterno a un oro sin linaje, un ethos romano en palabras de Nicolás Rosa. La ficción de las becas creó un nuevo claustro, un nuevo actor, totalmente escindido de esa tarea tan “baja” que es dar clase de Lengua y Literatura en un colegio secundario. ¿Cómo un ingresante de la carrera de Letras podría rebajar su devenir a tan insignificante tarea en el mesianismo prometedor de la investigación científica? Es cierto, no podemos esconderlo debajo de la alfombra: la precarización con la que se levanta el becario en Callao y Corrientes, en su barricada con crema post solar (¿post autónoma?) en el reclamo de sus aportes y un “sueldo digno”, es un espejo de la precarización de su escritura. Resulta, en este sentido, bastante desafortunado el ejemplo de Minici y Vilela para pensar escrituras o aportes contemporáneos que puedan “desinfectar” (es este el verboide, es de ellos, no mío) a la teoría literaria de todo estudio cultural. Disiento. No es un problema de esencialismos, o de los fulgores del simulacro de Jena,  ni mucho menos de si la teoría literaria arrastra o no arquitecturas epistemológicas de otros campos. No es, como sostienen los autores, la revista Luthor el mejor ejemplo para pensar una jugada higiénica. Ars higiénica según Luthor: mezclar 200 mg.  de Bajtín, 1 cucharada de un titular concursado vivo, agitar y servir. El soberbio bancado por el Estado para re-se-ñar es mucho más peligroso que el soberbio infeliz que escribe para publicar por Clara Beter un ensayo sobre la influencia del heavy metal en la Argentina en los últimos treinta años.

La investigación rentada y la escritura están fuertemente divorciadas. Hay, si se quiere, en ese binomio, un grado institucional del cumplimiento, un disciplinamiento. Una ética burocrática. Una cuestión administrativa. No hay cópula, ni encuentro. Por eso, sostenía al comienzo que la docencia universitaria ha dañado la imaginación de más de uno. En un número de Espacios Piglia y Saer hacen que discuten (teatralidad que nos gusta por chusmas) o intercambian, a razón de una pregunta más que válida de Ibarlucía acerca de la relación entre la crítica y la docencia. Piglia responde: “Yo leía el otro día una frase de Don De Lillo, un novelista norteamericano que me interesa mucho, y él decía: ‘la enseñanza arruinó más escritores norteamericanos que el alcohol’”. Muy aplicable al muchacho criado en Adrogué y que todos reconocemos como crítico literario porque hasta Wikipedia lo dice. Entonces debe ser así; pero lo irrefutable acá es cómo se han distribuido los lugares de saber y los lugares de producción dentro de la academia y fuera de ella. Lamento la lectura de trabajos de tesis doctorales que publicándose no hacen más que servirme de “ayuda memoria”, puesto que no registran su registro-y no es un juego de palabras-, confinado a la enciclopedia de un saber específico, ni registran lo que sucede en el cuadrilátero del aula o de la cátedra, donde el auditorio se asemeja a los minions de Mi Villano Favorito. Esclavos de un submundo (como los puercos de Mad Max Beyond Thunderdome), pero que ahora le llaman adscriptos.

El tercer punto que señalan Vilela y Minici ya es una ilustración de ignorancia interna, puesto que realizan una oposición nac&pop, muy epocal, entre las producciones de la crítica que importamos y aquella nacional que, según los autores, elidimos. La dicotomía es falsa y me basta con recorrer las lecturas que rigen la organización del discurso académico actual para observar una focalización implícita en los padres territoriales. Por otro lado, pensar que lo “nacional” es “más y mejor” me espanta, contemplando el cuadro crítico-la epicrisis- de la crítica que hasta acá  vengo señalando. Me espanta aún más pensar que hay que actualizar las lecturas de Borges, que los críticos hacen de Borges, para “exportarlo mejor” (pueden chequear esta barbaridad en la página 151 del número de Mancilla que cito arriba). Pero si creían que esto era poco se equivocan. Vilela y Minici recurren repensar el canon con… ¡Autores del canon! Los ejemplos que ofrecen no ilustran, opacan: Lamborghini, Zelarrayán, Walsh. ¿Acaso no son canon? Actualizar una lectura del canon sería, primero, rediseñarlo. Correr ese mito de origen. Y ese desplazamiento es un costo político que nadie está dispuesto a correr. En todo caso, matar a Borges y poner a Boedo en la tapa del diario, nota central. No conozco a muchos que se hayan animado, pero basta saber que a Viñas y a Rosa no les costaba bancarse el costo político de excomulgar a los padres. Al menos por un rato.

En la tranquera de afirmaciones gratuitas y sedantes de los autores, se hace un reclamo insólito: la carrera de Letras no avanza curricularmente sobre el feminismo, los estudios postcoloniales, etc. No solo avanza: los ha quemado, reventado, implosionado. Quizás Vilela y Minici desconozcan el enorme trabajo de Silvia Tieffemberg, Susana Cella, Nora Domínguez y Laura Arnés, es muy probable. Para este caso, existe la fotocopiadora del Cefyl. Allí se consiguen los programas de los seminarios y de las materias.

El reclamo, de este lado, se ubica en una prótesis de la escritura que no tiene que ver con los objetos. Recientemente, sin ir más lejos, el seminario que llevamos adelante con Oscar Blanco sobre las letras de rock como material ontológico y literario, o los seminarios de Armando Capalbo, Cristian Palacios y Elsa Drucaroff, reivindicando objetos no convencionales, para la pacatería académica, sobre los cuales la escritura se piensa y se hace, indican que no estamos carentes de novedad en cuanto a los tópicos o recorridos de investigación que la docencia universitaria propone. Por el contrario, es el déficit de la escritura, vedette maldita, el que nos acongoja y molesta a un conjunto de renegados que insistimos en conformar grupos de escritura en función del deseo y no del subsidio. El gusto de los PRIG es el sabor de poder conformar equipos. Y en un medio tan individualista y hermético como el que se respira en Puán, es innegable el avance de estos programas de investigación y extensión universitarias para ganar un espacio bajo el violento oficio de escribir crítica, narrativa, en fin, de escribir. Que es lo que se extraña por el barrio.







(1) Encuentro de Estudiantes de Letras. Traducción que quizás aún hoy siga siendo necesaria para, justamente, aquellos profesores que han firmado avales en pos de la legitimación del mismo y no lo recuerden.
(2) “La función de la escritura es leer lo negado por la misma literatura-literatura es censura…”, Rosa, Nicolás. El arte del olvido y tres ensayos sobre mujeres, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2004, p. 13.
(3) Ciordia, Martín… [et al.], Perspectivas actuales de la investigación literaria, Buenos Aires, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2011.

8.12.15

Otro viaje a la semilla (que fue árbol), por Laura Salino


Todo está en la infancia, incluso la fascinación que sobrevendrá.
Cesare Pavese

A menudo cuesta toda una vida librarse de ciertos recuerdos, por muy irrelevantes que sean.
Robert Walser



El aeropuerto de Malpensa en Milán oficia de compás de espera hacia Torino. Luego de algunos minutos de espera, el autobús  se arrastra hacia la ciudad en medio de un calor sofocante. Finalmente llega a la estación, donde el gigante –cuerpo y alma– anfitrión espera. Ya estamos en tierra turinesa. Tierra de historia y prehistoria. Nietzsche, Pavese, Calvino; pero también de mis bisabuelos y abuelos.

Nos levantamos tarde. Salimos a la ciudad en medio del calor intenso, húmedo. Paseamos para incluirnos en ella. Entramos en una librería donde hojeamos una lengua que me recuerda a una banda de moebius: no sé si estoy dentro o fuera, o dentro y fuera al mismo tiempo, o ni dentro ni fuera. Me arden los ojos a causa del aire acondicionado, es entonces cuando abandono el lugar. Salgo. Me quedo escuchando a un muchacho que toca fadó en la calle, nostálgica guitarra que combina, en ese momento, bien conmigo. Estoy sentada en un banco, al calor húmedo y agobiante del verano turinés. Sigo, sin embargo, a gusto. Observo algunos edificios del 1700, pienso en las galerías señoriales que acabamos de dejar… ¿Alguna parte de la familia lejana estará, ahora, cruzando miradas conmigo?

Ciudad para vivir (bien, como aclaran los turineses que han viajado y regresado: aquello con lo que mi bisabuelo soñaba). No es difícil vivir bien en Torino: el encanto del Po la atraviesa y, como si fuera poco, el Dora serpea su recorrido. Los puentes conducen hacia la colina verde, verde. La humedad supura entre los adoquines viejos, repta por la colina, se esconde en las sombras de las iglesias. Hay un olor… porteño. Audaz. Grávido de agua. Por la tarde, extraños arreboles circundan los paseos y el paisaje. El calor de vereda tropical incita a abandonar los señoríos. El gigante invita, conduce, nos lleva a sus bares de juventud. Bebemos la música, aspiramos el frescor de la cerveza blanche, comemos y nos alimentamos (todo por el mismo precio) de esos paisajes interiores, de esa alegría del afuera. Al volver al fuego de la vereda, los pasos del gigante dejan una estela hacia un edificio viejo y hermoso. En el patio, un enorme barco se expone para que naveguemos un extraño itinerario. El grande introduce la clave que abre la puerta hacia unas escaleras de mármol con una belleza antigua y resistente. Subimos. Penetramos en un espacio nuevo: alfombras que han leído Las mil y una noches, sillones rojos y verdes, pesadas cortinas de terciopelo rojo (que acaricio, vuelvo a tocar), más puertas que atravieso donde otros verdores íntimos tapizan más sillones. Techos al cielo, madera crujiente de los suelos, cada paso deja un eco que atraviesa el instante y sigue. Nos sigue.

Nos cuesta dejar el lugar. Afuera anochece. Sabemos que el ritual de la luna se cumple. Estamos anocheciendo junto con el día. Ahora el gigante nos orienta hacia la humedad del Po, hacia la inquietante aunque quieta exuberancia del agua. Ahí estamos, buscando mesa en un chiringuito junto al río, podríamos sumergir los pies si quisiéramos. Una glorieta engarza vides con uvas verdes, inmaduras, parecen florecer o hacer florecer nuestras cabezas. La luz de la tarde apenas se filtra entre la fronda exuberante, como el río, como el agua…

Protegidos contra los mosquitos nacidos de lo húmedo, ponemos pies en polvareda, abandonamos el verde, el Campari, la luz, el agua. Subimos más escaleras entre la humedad glauca y las maravillosas vistas a la colina. Caminamos cansados. Súbitamente, un naranja intenso asoma desde lo alto y nos detiene. La luna llena emerge  grandiosa, enorme, una redonda Afrodita amorosa y fulgurante sin la estridencia del paraíso artificial. Recuerdo a Calvino, me inunda un Marcovaldo dividido entre el amarillo maquinal del semáforo y la hipnótica luna llena. Luna sin Gnac.

Partimos, algo embriagados ya por el Campari, la larga estancia entre la luna y la fragancia omnipresente de los jazmines. El aire lleno, como la luna.

Nos debemos el sueño porque al despuntar la aurora, Génova escribe el horizonte.

Génova porta en el paisaje algo del lado oscuro de la luna. Encuentro una decadencia algo íntima, soportales magníficos, arcos de un sueño antiguo ante los cuales me petrifico: ontogénesis y filogénesis; historia y prehistoria. Calle, mugre, vicios, el mar reventado por los edificios y un mito inmutable. El mercado pletórico, cornucopia de placeres. El café, verde primero, fuerte después de tostado; la inoperancia del marketing ahogada por el aroma de las antiguas casas de Torrefazione. Construcciones  coloniales. El recuerdo de mi bisabuelo percutiendo, golpeando como las teclas de un piano desafinado. Amapola y memoria.

Debemos seguir hacia Lavagna. La luna acompaña el viaje en tren mientras el libro que acompaña mi viaje filosofa sobre el vino, sobre los pueblos del vino y los del aguardiente: “al vino le gustan las alturas y las vistas panorámicas”, mi afinidad con el vino es evidente. Arribamos, cansados del día. Entonces los pies, algo hundidos ya en el sueño, arremeten hacia la playa nocturna. Es allí, en esa reunión de luna y mar, donde se condensará uno de los pinceles más bellos del viaje. El mar, cálido, plácido, liso, ultrasalado, compensa toda tribulación. No hay pobres de espíritu en la inmersión acuosa de esta noche.

Me dejo ganar por el agua. Hago la plancha largamente, dejo los ojos perderse en la luna llena, los oídos en el nocturno chapotear del agua, la boca en el ímpetu salino. Recuerdo un pasaje del libro que leo, “me gusta el vino que se ha criado junto al agua. El agua es el elemento ancestral en el que nací y por eso deseo su presencia en todo”. Abrazo la luna y su reflejo como un monje. Quiero quedarme así, plácida, sin miedo, sin frío, pacífica y salada.

Al sueño le sigue el sueño.

Por la mañana, luego de desayunar en el hostal con fondo de cigarras (orquestadas a sol hirviendo), el tren nos lleva hasta Riomaggiore, último pueblo de la seguidilla de Cinque terre. Allí sorprende el color del agua, la exuberancia frutal y vegetal, la lengua viva de la gente, el dialecto de Liguria tan pegado al nuestro, tan fainá y fugazza, las flores insistentes, llenando todo de colores igualmente exuberantes. El baño salado no se hace esperar, veloz y beatífico, antes de partir hacia Vernazza. Este pueblo, ya convertido en parque temático, invita más al abandono que a la estadía, pero nos deja sin embargo el momento para el chapuzón pedregoso antes del pequeño barquito que nos conducirá a Monterosso, pasando por Manarola y Corniglia; entre ropas mojadas, viento y calor. Sal.

Ya descendidos en Monterosso, antes del baño debemos refrescar el interior que nos habita: sentados en una escalera umbría, necesariamente umbría, bebemos cerveza helada y charlamos acerca de cuestiones amorosas: el gigante confiesa haber soñado con una chica heavy metal, con un hombre cavernoso que pueda decir “esta mujer es mía”; personalmente me translitero en un jeque y nombro matándolo el deseo de un masculino harén de treinta. Nos reímos de nuestras insólitas ocurrencias y agradecemos que en la fantasía se nos permitan aberraciones que nos cuiden lo vital de ojos abiertos. Arremetemos hacia la playa.

Me baño largamente hasta que el gigante me avisa que una enorme medusa merodea el baño humano. Ofuscada por la intrusión de la ameba, con las yemas de los dedos ya arrugadas, salgo entre protestas susurradas y reprendo a los turistas que arrojan piedras sobre el pobre el animal de los tentáculos. Paseo a lo largo de la playa revolviendo la arena y las piedras, recojo algunas que me acompañarán largamente como el recuerdo de esos baños. Al regresar, veo el cuerpo muerto de la medusa, hermoso aún, ribeteado de violetas y magentas su transparencia. La imbecilidad humana, sin respetar edades, sigue arrojando piedras como en una remake de María Magdalena.

Extenuados de paisaje, emprendemos el regreso en tren con música y lectura. Luego, el gigante bate sus alas y las deposita cuidadosamente en el automóvil. Una repentina tormenta eléctrica nos ilumina el sendero de cemento. La pioggia lava noi altrove.

En nuestro sábado, no todos los caminos conducen al agua. El hombre vertical hace su apuesta: Porta Palazzo, el mercado de Torino. Nosotros, como criaturas horizontales dispuestas a las líneas, nos dejamos trazar.

Aire, aire libre, aire comprimido, aire viciado, aire encerrado, aire preñado de aromas, sabores, saberes, picardías, aire para ir y venir en la cuerda del regateo que se tensa, salda o corta. El mercado al aire libre se cuece al sol, pasamos rápido por las innúmeras bagatelas, chirimbolos, curiosidades, bazofias, cachivaches, enseres de lo más variopinto. Útiles, inútiles, sorprendentes, antaño, hogaño; todo junto, superpuesto, encimado, en línea, apilado, desparramado, sucio, limpio, novedades que funcionan como antigüedades, antigüedades en desuso, en desorden, en desmedro… Un mundo interminable de bártulos, trastos y trastillos para todos los gustos, para cualquier uso, también para el abuso. Caricatura de cornucopia.

Avanzamos, penetramos en otro recinto, y el aroma que flota allí dentro inunda de alegría al resto de mis sentidos, en pugna por no perder protagonismo. El lugar en el que acabo de quedarme como anclada es el puesto de hierbas aromáticas frescas: podría dedicar muchas horas a esta inquietud botánica, sin embargo la mesa de los pecados capitales me sigue horadando la permanencia (soy un ser débil cuando me tiento pero confío en que el paladar sabrá reconocer las máscaras). Avanzamos entre calabacines con su flor, berenjenas, zanahorias de verdad (irregulares, con algo de tierra, con brotes), ciruelas de varias clases, todas las delicias del verano a disposición.

La contemplación da paso a la cacería. Inefable cacería. Entra en juego el mamífero, la leche de vaca, de cabra, sus ácidos almizclados, curados, envejecidos... No deja de ser la vejez una buena cura contra todos los males. Dejar de ser es también una invitación.

Bien abastecidos, concluimos con una buena cerveza y un buen botín lácteo y frutal. El pan comulgó con Eros: allí en la plaza, junto al monumento, desplegamos nuestros manjares y nos dispusimos a la fiesta. Algunos amigos del disfrute también se sumaban al picnic, luego vinieron pájaros, amigos de las migas a su vez… Plenos de satisfacción, aunque nunca del todo, votamos por el helado. Fuimos dos contra uno, entonces caminamos hacia el fresco para amainar el calor, que insiste en presente continuo.

Insiste también en la tribuna.

Haber cambiado de orilla en algún momento de la vida trastoca muchas verdades y algunos señuelos. Entonces el partido de fútbol vivido a dos filos, selección mediante, nos acerca un poco, ofrece caldo de chistes y complicidades, nos sueña en cantos compartidos y luego nos abandona a la vigilia como a cualquier otra derrota.

Dejar de ser es también una invitación, replico.

El domingo, día familiar, cómo no, entramos en Cavagliá. Por mucho que intente asir un lenguaje que permita contar lo inefable, algo huye y en esa huida sella su permanencia. Sé que ese es el nombre del pueblo desde el cual mis bisabuelos partieron rumbo Génova para llegar al puerto de Buenos Aires y desde allí el periplo de gran parte de mi prehistoria. Apenas entrados en la manzana del centro –donde iglesia y municipalidad completan perspectiva–, encuentro sobre la pared de la segunda una placa dedicada al ciudadano ilustre que llevó el agua corriente al pueblo en 1914, con quien compartimos apellido, encuentro también que la calle principal del pueblo lleva mi apellido y –para extirparme de cuajo cualquier duda– los compañeros de la Società Bocciofila de Cavagliá confirman el calificativo “numerosa” para la famiglia que me dio su apellido. En ese mismo instante una imperiosa necesidad de conocer el cementerio me atraviesa como el rayo de Zeus por lo que apuro el aperitivo, los bocciófilos y todo lo demás; incluyendo como nota cómica el hecho de que los lugareños conversan con el gigante en inglés, como si fuese extranjero, como si la lengua de Dante ofendiese su dialecto. O incluso para inflamarse con un mundo que quisieran poseer pero del que sus posibles cobardías no pagaron el precio en la imaginación. Así, rudos, parcos, un poco brutos, pasando de las cartas a las carreras de autos, al fútbol, la tv o el aparato de turno siempre encendido; un domingo como tantos, en familia. Sin otra poesía que la del jardín cuando lo hay, la de la calle vacía –para salir a jugar–, el silencio del verano a las tres de la tarde. Algún gallinero tímido que no habla de su extinción en todos los patios.

El cementerio está dividido en dos, como nosotros. De un lado los mausoleos antiguos de las familias importantes, del otro, las tumbas sueltas y la necesidad de ampliar los lugares donde yacen todos nuestros restos. Pienso en ese momento que no habrá nadie para recoger los míos. Soy la oveja negra de la familia numerosa.

Estoy completamente zambullida en esas tumbas con mi apellido, son muchas, muchísimas, algunas indican ocupaciones (cura), profesiones (matemático), causas de la muerte (un bombardeo durante la guerra), otras comparten nombre exacto con mi abuelo, que se llama igual pero no está en esa tumba sino en otra del mismo nombre en la orilla opuesta. Pienso en Génova y el arco de una ciudad que fue parte de un sueño antes de la ciudad. Dos dimensiones con un nombre que las toca. Áspero tacto íntimo.

No se vuelve del cementerio sin haber sido tocado. Trocado en algo frágil de algún modo, y por ello mismo fortalecido. Así nos fuimos. Así abandoné aquel lugar tan lejanamente íntimo, donde un apellido empezaba a tejer una herencia de palabras, agujeros y jardines que duraría siglos y que, como todo, en algún momento deja de ser para invitar a otra cosa.

Hacia eso vamos. Un augurio de ballesta caída, de huida hacia otro sol, hacia otra sal, menos cal, más viva. Queda como herencia llevar el agua. Agua conmigo.

Sin embargo estamos yendo hacia los Alpes, hacia los altos saltos de montaña, los verdes boscosos, las frías aguas correntosas, saltimbanquis, lejos, arriba, más arriba entre caminos zigzagueantes, curva y contracurva, como un divertimento de la infancia pero sin relojes, sin esa ruda, cruda, ausencia de palabra con tic tac y segundero y décima y centésima. Aquel Martirio.

Ahora estamos en la ruta como un vuelo de gorrión en alas de gigante, somos a nuestro modo una bella postal surrealista en un mundo deglutido por las clasificaciones y las cuentas, que detesto.

Igual las hago: a qué altura estaremos, qué aromas son esos, la savia de qué árbol deberé quitarme con alcohol después de haber jugado. En el juego olvido y volvemos al fondo. Fondo se llama el pueblo medieval al que arribamos luego de las curvas de ensueño: un puente de piedra atraviesa un arroyo a cuya vera el encanto florece entre adelfas, truchas, pequeñas casas también de piedra, un olor a madera verde y ventanas hinchadas de luz. Bebemos vino tinto en vasito, a gusto del gigante, y comemos quesos montañeses a gusto de todos. Se nos niega una trucha como si en esa esencia medieval toda otra lengua fuese ajena. Mi apellido en el cementerio vuelve a percutirme la memoria.

No queríamos abandonar el ansia (de trucha) y estuvimos buscando sin encontrar más que perros homofónicos que irrumpían desde cualquier parte para impedirnos la entrada. Tuvimos que emprender la retirada y asumir la derrota. Si la trucha dejaba de ser invitaría a otra cosa…

La noche nos apuraba y todo quedó en la buena pizza italiana. El gigante hizo abstinencia, un ayuno para reafirmar su vacío de trucha, su derecho al duelo. Los demás, anclados a lo terrenal, comimos y convidamos.

De ahí en más, todo fue cocina. La última noche antes de volver a Madrid nos citamos en ella, cuore della casa. No dudamos si fue primero el huevo o la harina, hermosa corona a ser amasada, el ripieno a base de ricota y ortiga; los presentes miramos y aprendemos, tocamos y aprendemos, tropezamos y aprendemos, amasamos y amansamos, aprendiendo. Así estamos los absortos en las manos de la italiana, queriendo ser comida de la abuelita, caperucita y lobo y abuela y la del apellido de las tumbas en el mismo lugar y al mismo tiempo.

Algo ahora mullido, blando, flexible, amasado en la cocina como un déjà vu donde se mezclan la masa italiana y el horno francés está presente en esa mesa redonda donde la familia del gigante y la mía que llevo conmigo se encuentran pero desde cuándo, desde dónde, desde qué palabras rascando esa sustancia dura, ardua, cruda, intratable como podría ser cualquier lenguaje, percutiendo tan disímil, tan rítmica como otro tic tac.

3.12.15

La sexualidad de Gabriela Sabatini, Vicente Luy


La asquerosa de M.T. de Calcuta aparece acompañada
por Betty Escudero y Graciela Rizzuto. Me tiran un 
cenicero. Huyo. Huyo de luto.
Escapo de mi mirada, del cadáver que no se acaba.
Del secador; de lo que escape escapo.
Devengo vulgar, como Los Vengadores en colores.

La asquerosa de M.T. de Calcuta eruta.
Betty y Graciela por supuesto dan las buenas tardes
y se retiran. Nunca esperaron eso.
                      Nunca esperaron eso.

La asquerosa de M.T. de Calcuta dobla perseguida
por Saramago, que la insulta.
Betty, que es mi amiga aunque compre perfumes
en lo de Puchi, se acerca y me dice al oído
“Te sale lo Rodolfo Bebán. ¡Te está saliendo
lo Rodolfo Bebán!” … Tarde, ya te salió” .-



Tomado de: Vicente Luy, La sexualidad de Gabriela Sabatini, 2006.