12.10.15

El lado asesino de la luna, por Antonella Vallejos


I.
 Desde la inocencia, era cálido y dulce el albor en esos días, los sonidos anidaban en la ventana para anunciar las horas. Mientras el cielo se teñía lentamente del color del anhelo, comenzaba el nuevo día y todos sus matices solo podían percibirse con la pureza. Los ruidos y los aromas nacían en los sueños de una niña que movía la grava con sus blancos pies de seda. El sonido idéntico al frenesí del agua invitaba a las ramas del sauce a entregarse en caída libre a la fluencia del viento. Queriendo alcanzar el suelo como quien urge el contacto con la tierra. La niña quiere atrapar el aura con sus manos diáfanas, pero se le escurre. Quiere atrapar el tiempo volátil, pero se le escapa. Corre tras él y se detiene. La forma del miedo aguarda, expectante. Tiene brazos fuertes y manos grandes, ásperas, con las que trazará un laberinto para que entre ella. Entonces se pierde en el juego, sigue el camino de los años, como huyendo de un cazador. Tratando de no ver el vértigo del mundo real, como si esto arrojase un conjuro maléfico sobre su suerte, quemando sus ojos puros con verdad: -Cuídate de no ver, de no sentir, la negligente indolencia de los seres que te rodean y de los que te encontrarás… que te harán probar el gusto de la oscuridad. Llega a la salida con una marca de fuego en la cara y en sus manos, las rodillas rojas y los pies con barro. Nadie lo nota solo ella en secreta desnudez. Las manos del miedo fueron moldeando una celda con su cuerpo. Ya no es una niña. Ahora practica la alquimia, quiere congelar el tiempo que le queda, para atesorar y vivir aquello que amó en los sueños aun estando despierta. Pero se olvida, que el hielo también quema. 

II.
 Olvidar, a veces no es más que juego perverso; en donde el tiempo es un cazador que asecha el rastro de huellas de barro y sangre en los pies heridos de una niña que deambula un bosque fantasma. Abandonándose al destino que yace en la brújula rota entre sus frágiles manos. Aprieta con fuerza, las agujas imantadas tuercen el rumbo, para recordarle una y otra vez como se sentía el vidrio astillarse en su piel mientras se camina en círculos. Sus labios partidos dejan escapar el último aliento que, trémulo se condensa en el gélido soplo del viento, formando nebulosas visiones, que tiemblan al oír el latido apresurado de un corazón atravesado por las ramas del ébano. La cadencia del miedo, es una melodía inolvidable y la memoria de una ilusión muerta, un silencio irremediable.
El amor, a veces se quiebra; para recordarnos como dolía nacer.

III.
 La madrugada se colma de sueños que se confinan a las profundidades de los placeres más oscuros y perversos. Abismales. Cuerpos mutilados prorrogando el júbilo anhelado, para aferrarse a la leve sospecha que augura un descenso. Un rostro embriagado por el sabor de la sal, vaticina el éxtasis de las encarnaciones del deseo, que escapan furtivas de la fémina cueva. Desplazándose en retirada, abriéndose paso sigilosamente en el interior de unos muslos erizados que se impregnan del lúbrico fluido del olvido.  Ya no hay gracia serena, solo una triste contemplación de los actos.  Una profanación silenciosa al necesario hábito de avanzar.

IV.
La urgencia por recapturar los recuerdos perdidos. Abrazar los momentos, sentirlos. Cruel utopía, como daga filosa que se mueve fugaz a lo largo del tiempo para atravesar los destinos. Una estaca que penetra juventudes y almas en búsqueda. Anclándolas a una inexorable existencia estática: La de contemplar esa eterna orgía narcótica de espejismos quebrándose en aquel subterráneo húmedo, donde se saborea el constante gusto del deseo más íntimo y la inevitable pérdida de lo amado.
"No es el primer amor el que mata, es el último".
La velocidad se manifiesta. El tren se dirige inalcanzable hacia el infinito, se aleja de la estación donde está ese cuarto oscuro con la cama deshecha, al que nadie vuelve, pero nadie olvida.





Vientos de fuego
Agitan las sustancias ennegrecidas
Donde se hunden los cuerpos inanimados
Suspendidos bajo el fluido del placer.
Quisimos tragar enteros
Los frutos que alguna vez
Supimos cultivar en el último jardín
Del deseo.
Anidamos dentro del vientre de un animal
Para protegernos de las llamas,
Hallar la humedad en la envoltura sagrada
De tibias texturas viscosas,
Que nos resguardaban de la intemperie.
Pero las vísceras nos asfixiaron
Entre posesiones esquivas
Y las perversiones más bajas.
Profanamos los tejidos en el delirio
Y fuimos autores de la derrota
Después del ardor.
Nos arrancamos de cuajo los miembros
Sabiéndonos, salvajes y sangrientos,
Embriagándonos en la gula del cuerpo.
Ahora en el último acto de piedad
Nos lamemos las heridas y la sangre,
Pero nunca volveremos a estar limpios otra vez,
No al menos antes de que el fuego
Lo consuma todo.



Slow Burn

Mira la ciudad
Se está quemando lentamente
Y junto con ella
Ciertas juventudes:
Las vividas, que se diluyen
En anécdotas pasadas.
Y en cuanto a las no vividas…
Bueno, sueño en el lugar donde nos están esperando
La puerta del destiempo abierta de par en par
Porque todavía hay un rincón donde el fuego no llegó
Entonces, ahí nos veremos
Mientras los demás viven en las fotos
Porque ya crecieron
Se aburrieron y se durmieron
Allí nos veremos, sórdidos y vibrantes
Viviendo en la noche y las calles
Para terminar de quemar lo poco que queda
Porque acaso ¿no era eso lo que queríamos?
Arder, lentamente
Desafiando al solsticio
Contorneándonos fatales
Entre la humareda y el sonido
Las risas y los besos
Las lágrimas y la locura.
Brillando bajo las luces
A través de las llamas de neón
Que se agitan trémulas
Al unísono del beat
Y el corazón.
Hasta acabar
Desvanecer
Despertar.
Hasta el próximo poema.

Tomado de: Antonella Vallejos. El lado asesino de la luna, 2014