22.9.15

Cuando no importaba, por Mariana Rodríguez



Arrodillada de cara al inodoro con su canastita verde desinfectante, Mariela aplasta fuerte la lengua y  sumerge los dedos índice y mayor en el túnel de la garganta como otras veces. Las arcadas son anzuelos de lágrimas que saltan involuntarias al pantano oscuro de sus ojos y la saliva se vuelve espesa como la voligoma que usa en el colegio. Un esfuerzo más y eso empieza a subir: lo siente en la contracción del abdomen, en el sudor que le empaña las axilas, en el tucutún pavoroso del corazón  que golpea las puertas del miedo y lo deja entrar. Pero un esfuerzo más y ya se hace indetenible, corrosivo, ácido y azufre que derrite el esófago, los dientes, las encías y empieza a brotar en borbollones de fideos con crema, de dulces, de impulsos estúpidos masticados sin control. Y en ese picadillo inmundo que se va ahogando en chapoteos con espuma, Mariela ve la cara envidiosa de sus amigas, los ojos anhelantes del chico que desea, el cuerpo que debe caber en el top que va a estrenar esta noche, y hasta las mariposas que se volaron en la infancia cuando no importaba el espejo. Cuando el espejo no importaba.


Si…

Si ella se hubiera levantado fresca y reposada. Si hubiera sentido que el martes era una hoja en blanco con un poema nuevo por escribirse. Si hubiera sido capaz de sonreír a su reflejo cansado. Si se hubiera sentido joven o hermosa a pesar de ese reflejo cansado. Si  hubiera perdonado al espejo.

Si el agua de la ducha hubiera salido caliente. Si no se hubiera erizado hasta las falanges mismas de su noción de frío. Si hubiera podido quitarse la escarcha de los huesos con la bata de plush o con el secador de pelo. Si hubiera encontrado algo deslumbrante para ponerse. Si hubiera sentido que no importaba.

Si hubiera podido desayunar sus seis mates felices frente a la computadora mientras se hacía la hora de irse. Si hubiera salido temprano al trabajo. Si le hubiera parado el primer colectivo. Si hubiera llegado a horario esta vez. Si le hubieran dicho buenos días, si alguien la hubiera besado en la mejilla o susurrado un tibio, de compromiso,  qué linda que estás. Si hubiera recibido algún mensaje, si hubiera mirado por la ventana y hubiera visto que el sol y las ramas jugaban a las sombras chinescas y hubiera adivinado un león o un dromedario.

Si hubiera olvidado por un rato el vacío del estómago o la culebra inquieta removiéndose incómoda en la garganta. Si hubiera podido respirar pausado y hondo como le habían malenseñado. Si hubiera podido quitarse el hormigueo del brazo como una costra reseca, con ese placer casi orgásmico de la uña. Si hubiera podido retorcerle el cogote sin miedo al pájaro negro, frenético, que se retorcía tan cerca de su pezón izquierdo.

Si hubiera contenido el impulso ciego de atravesar corriendo el ventanal de la oficina, tercer piso a la calle.

Si hubiera tenido alas.