24.9.15

Mi Cliente: una guerra entre el cuerpo y el lenguaje, por Luis Thonis

En mí moraba el alma de la meretrizde la santa de la sanguinaria y de la farisea.
Muchos le dieron nombre a mi modo de ser
y sólo fui una histérica.
Alda Merini, Vacío de amor


(Sobre Mi cliente, de Sofía González Bonorino, Editores Argentinos, 2015)


Mi Cliente puede leerse una interrogación límite acerca del deseo femenino “hoy”.

Lo que Balzac llamaba la “sublime lucidez” del novelista reside hoy en saber que se rechaza siempre la verdad –o al desmentido de lo que aparece como tal– y sólo se quiere ganar tiempo aunque más no sea para sostener este rechazo. El arte de narrar todavía existe y el contratiempo es su principal oficiante. Se puede afirmar que existe cuando en una obra cada nota suena otra vez de una manera diferente. Terminé de leer Mi Cliente de Sofía González Bonorino que culmina un ciclo de descarnadas novelas iniciado en Las cruces. Me dejó mudo, me alejé del mundanal ruido. Las lecturas no sólo valen por lo que se lee en ellas sino por los libros que dan a leer. Entendí el motivo de los elogios que recibió de lectores de fuste, que señalaron los valores estéticos de la obra. No tiene nada que ver con novelas chatas que denuncian los femicidios pero omiten el proceso que lo desencadena con personajes estereotipados que parecen figuritas.

“Con una elegancia y un tacto únicos, González Bonorino cuenta una historia asombrosa e imposible de contar”, dijo el escritor Luis Chitarroni sobre la novela. Imposible de contar: esto plantea una disyunción en abismo entre la historia –los hechos– y los giros narrativos. La belleza coexiste con los mundos más sórdidos y bajo una  apariencia de normalidad sus personajes registran una grave crisis de identidad.

Bonorino tiene como referencia a Proust, que escribió: “El mundo no es sino el reflejo de lo que pasa en el amor”. No siempre es una historia color de rosa. La analepsis –figura de repetición que interrumpe el orden cronológico– escande un tiempo muerto donde aparece la relación entre la protagonista y su cliente, subrayada en bastardillas a lo largo del texto: “Asegura que soy la mujer más hermosa que vio en su vida. Y yo me río: mujer, lo que se dice mujer, no soy, y  en todo me parezco al hombre, que me ha moldeado a su gusto.”
Su padre fue el modelo a imitar y su deseo se sitúa en el límite de la triangulación. Sólo desea si antes es deseada por otro a partir de su relación erótica con el abuelo. “Hace una hora que mi cliente está conmigo, su sexo caído entre las piernas, como un objeto inservible. Por qué, pienso, por qué no me desea.
La relación padre–abuelo–ella, es el triángulo de origen a los cinco años. Y se pregunta si acaso ese hombre que la contrata para escucharla no le propone otro destino que no es otra cosa que un afuera de las tramas triangulares donde está capturada y recorren la sucesión de los hechos. El cliente es una voz exterior al conjunto de los conjuntos de todas las historias: la irrupción de algo irrepetible en su vida. El amor puede pensarse como la trasmisión de un rasgo. Él no tiene ninguno de entre todos los hombres que conoció. Tal vez vea un eco del padre, el único al que oscuramente amó.

La indiferencia sexual del cliente despierta un deseo que desconocía y otra identidad que es volverse la promesa de lo único que va ocupando al cliente: escribirla: “Él me lee lo que va escribiendo. Cómo llegué a ser lo que soy es la promesa de su relato. Que la novela la escriba otro, la verdadera razón por la cual mi deseo se pone en movimiento”. 
Se trata de una guerra entre el cuerpo y el lenguaje, entre historia y narración, llevada al extremo donde siempre vence el primero hasta la llegada del cliente, que abre un arco de suspenso y conmueve su frigidez. No se escribe “sobre” el deseo femenino sino “desde” él: la aventura del personaje es la búsqueda de otro cuerpo que el propio. El cliente es el lugar de un corte–vínculo que separa a la mujer concreta de La Mujer: no soy los otros –corte– y podés no ser siempre la misma: vínculo. A eso los humanos lo llaman amor.

La novela tiene como protagonistas al cuerpo y al lenguaje más allá de los personajes: ella no tiene nombre y el del cliente es un nombre genérico. Ella ejerce la prostitución como el último madero que encontró para aferrarse. Su belleza siempre estuvo en la cumbre del esplendor: no sólo es requerida por hombres sino también por mujeres. Un vacío “lleno” la invade y la hace vomitar con frecuencia: “El cuerpo, de pronto, ya no soportó más ese lugar protagónico que mi belleza y la ocasión le deparaban”. Es la fantasía de expulsar el cuerpo y borrar las huellas de una memoria insoportable: “No podía parar de vomitar. Una rara felicidad me embriagó. ¿Sería posible expulsar el cuerpo entero? ¿Sería posible que la dureza y rigidez del cuerpo cedieran al fin, perdiendo su consistencia, disgregándose en una masa biliosa?”

El vomitarlo todo coexiste como el día y la noche con engullirlo todo. Los rituales del cuerpo se describen hasta en lo mínimos detalles: “La delgadez tiene que ver con la intangibilidad de lo sagrado. Para ocupar el lugar que me corresponde, vivo prisionera de atormentadoras dietas”. El cuerpo escapa a su control como un caballo desbocado y la angustia multiplica las imágenes de su despedazamiento. Amaba a su padre pero el abuso que sufrió de su abuelo, al que ella cree haber seducido a los cinco años, inicia posteriormente una cadena de estragos, como si no pudiera nunca salir de una trama incestuosa.
Ella sólo desea impersonalmente a partir de que es deseada por otro: el abuelo o, cuando es apenas adolescente, Roberto, un amigo del padre, que la mira con lujuria. Hasta que aparece su futuro marido, Alfredo, con el que se siente segura. La angustia permanece y no tiene mejor idea que encontrar un amante que la mantiene todo el tiempo angustiada. Se hace entonces una cirugía en los senos como si pudiera encontrar otro cuerpo: “Despertaba al lenguaje del cuerpo, que pedía con palabras nuevas, luminosas, los deleites y los goces que le correspondían. Cierta música me tomaba entera, llenándome de tristeza. Busqué, desesperada, una explicación a la rara melancolía que me habitaba. Pronto creía descubrirla. Necesitaba sentirme deseada. Esta falta en mi pecho es la razón de mi desdicha, pensé. Una nada carnal sólo corregida por la cirugía.” Las prótesis se adaptan perfectamente pero no pueden abolir el pasado. La experiencia de ser madre también la decepciona: “El amor que creía sentir hacia mis hijos resultó falso, o al menos no tan intenso y abnegado como yo había creído. Ellos dejaron de ser lo más importante de mi vida. Me desesperaba más encontrar un atisbo de celulitis en mis piernas que los trastornos que no podía dejar de percibir en ellos, abandonados a su suerte. No se puede ser mujer y madre al mismo tiempo. Al menos yo no puedo.” 

Ni el marido formal ni el amante canalla, el Negro, pueden arrancarla de algo que viene de una compleja trama familiar marcada por el incesto, y donde ella pasa del matrimonio a la prostitución: “Comencé de la mano de Silvina, en aquel momento mi amiga. Qué iba a imaginarme yo que trabajaba de puta. Parecía tan seria, tan educada”. También a esto la impulsa el deseo de otro, pero en el oficio se estabiliza: “Desde que me consagré a los hombres, se acabaron mis conflictos. De pronto todo adquirió sentido, orden y claridad”.  A su amiga Lucrecia le sucede lo mismo al consagrarse a la religión: “Elegir ser monja es, como decidirse a ser puta, un movimiento ajeno a la libertad. Es un destino”.
El cliente es solamente una voz: tímida, atenuada y débil, pero le basta eso para que le descubra otra dimensión de la palabra donde no está en juego el cuerpo que cada uno tiene y que los va transformando a los dos. El cliente, que cita a Wilkock, por un momento hace pensar en "Y yo gusto tanto de ella que no sé cómo desearla" (Pessoa), otras veces en un pequeño perverso. Lo cierto es que comienza a novelarla.

Volver a enamorarse no le es suficiente: “La vida de una mujer, si está enamorada, puede llegar a convertirse en un infierno”. Se enamora por el deseo que el otro, el Negro, tiene de ella, y al final no sabe quién fue ese hombre,  ni si le importó: “El Negro nunca me importó realmente. Lo supe después, cuando habiendo tomado la decisión de dejarlo, lo olvidé en unos pocos días. ¿Ése fue mi gran amor? Lo único real, entonces como hoy, era mi cuerpo”. 

La tarotista, que por un tiempo le maneja la vida, y el Negro que la traiciona, conforman un triángulo más, que continúa la sufrida saga que comenzó con el padre y el abuelo.
En la guerra que libra prevalece el cuerpo donde nadie puede dejar la impronta de una huella.
Como si se viera a sí misma una virgen en el espejo luego de cada historia, luego de tantos hombres que se reducen al mismo. El hombre para ella tiene el valor de los billetes que paga. Con el cliente hace una excepción porque no la desea: “Cuando mayor es el deseo del hombre, más me enfrío yo, más lo desprecio.”

“Si por algo le he tomado afecto a mi cliente es por su indiferencia profunda hacia la relación sexual. Como si no creyera en ella. Porque, como me dice, él no sabe qué cosa extraña soy. Al hablarme, me mira con desconfianza, y sus largos dedos de artista se enroscan a mi pelo.
Lo dejo soñar, imaginarme.
Soy su obra- dice-, su personaje.”

Y luego:

“En la imposibilidad de mi cliente, está su poder.”

El cliente se interesa en cada detalle de su vida y se va volviendo su novelista. “Desenredar mis pensamientos, enmarañados, confusos: él me promete claridad.” Incluso por un magistral truco histereológico –en una novela donde abundan las analepsis de tipo proustiano– no sabemos si acaso no ha escrito la novela que estamos leyendo.

“Todo en él va hacia donde no sé de mí”,  dice ella.

Hay un tono nocturno donde el personaje toma la palabra:

Mi vida está marcada por peligros y humillaciones y, al mismo tiempo, anclada en la fijeza, la repetición, y la monotonía.”

Y es que, si bien nada es impredecible en este oficio, las variantes son múltiples y hay que estar preparada para lo que se me ordena.

En la noche ficticia y ardorosa, soy la esclava que tiene el poder de hacer existir al hombre que paga la factura.
Hacerlo existir.
Sin reparos.

El amo busca ser rebajado.
Atar, estrangular, azotar, pisotear
soy la Dominadora de la noche.

Mi cliente escribe
(espío, rápida, en su libreta abierta):
“Lo erótico, el sexo, son la pantalla, el disfraz.
Detrás: ese silencio inmóvil que…”
Me persigo en su letra retorcida, apenas descifrable.

Sale del baño.
Se tira en mi cama, envuelto en una toalla, su cuerpo
tranquilo, húmedo, fuera de lugar.

Mi mundo se distancia de la vida.
Niego la carne y sus peligros.
No tengo alternativa.”

Esa forma de vida coexiste en el mismo personaje: un tono diurno que asume la narración y otra voz en un tiempo propiamente diegético. La dominadora de la noche, durante el día vomita todo el tiempo. 
Tiene la esperanza de poder vomitarlo todo, noche y día incluido.
Vaciarse totalmente es imposible porque reproduce la misma trama que la lleva a vomitar: el estar capturada en el fantasma de los otros que ahora tiene hasta un cliente que no alimenta ese fantasma por el hecho de no desearla.
Oscila entre la voracidad y el ayuno. “Me despertaba durante la noche para engullir frascos de dulce de leche devorados a cucharadas, puñados de almendras, pasas de uvas, semillas de girasol, sándwiches de pollo con mayonesa, trozos de gelatina, todo lo que pudiera comerse, mezclado de tal manera, que los sabores se anulaban al contacto de uno con otro.”

Adelgaza y engorda, engorda y adelgaza, sin poder salir de la trama circular que viene desde la infancia. El deseo capturado en triángulos de triángulos –no necesariamente los personajes están presentes.

Bárbara, la pintora, es su mejor amiga: “Cuando Bárbara pintó esa serie de cuadros llamados Tangueras, me usaba como modelo, yo era su mejor modelo, decía a veces con un cigarrillo en la boca, mientras embadurnaba el pincel con óleo para después pintar la tela con sus trazos inconfundibles. Le apasionaba la música. En su taller, confortable a pesar del desorden, siempre se escuchaba una sonata de Janáček. Pintaba a la noche, con luz artificial. Modifiqué mis horarios. Sin embargo, no me resultaba un sacrificio posar para mi amiga. Al contrario, todo lo que sé lo aprendí de ella, durante interminables horas de inmovilidad. Procuré tener la mente abierta, en movimiento, mientras los músculos, relajados, obtenían la   quietud necesaria para que mi cuerpo pudiera ser apresado por la mirada de Bárbara, por su mano, por sus pinceladas intensas. Había noches en que ella hablaba sin parar, de sus lecturas, de los paseos por la ciudad. Juntas, recorríamos San Telmo. Conocía a los anticuarios, era amiga de todos.  A veces, parecía hundirse en la melancolía. No  soporto estar en el mundo, me dijo un día. Me resulta imposible inventarme una vida.
¿Qué le faltaba a Bárbara?
De pronto me siento mal, quiero salir del estudio, respirar aire fresco.
Nos vamos a una milonga del Abasto.

Nótese que la instancia narrativa –diégesis– cuenta una mímesis –la pintora que pinta un cuadro y siente que sus manos la tocan a lo que se suma la música del gran compositor checo y que el cliente sea admirador de lo que pinta Bárbara– y el personaje aprende “todo lo que sabe” de su inmovilidad y luego las dos se van a bailar tangos que dan lugar a otras representaciones y así interminablemente para conjurar la asfixia que irrumpe a través de las relaciones de los personajes, sean leales o perversas siempre queda idéntica a sí misma. 

El suicidio de su amiga Bárbara la deja literalmente sola, con la excepción del cliente. No puede ser una puta respetuosa porque para esto tendría que salir de sí misma. El cliente es una puerta semicerrada hacia afuera: tal vez ese otro cuerpo suyo sea propiciado no por cirugías sino por otro lenguaje.

Descubre que entre “tanto despilfarro, sexo, y maltratos” nunca ha sido amada, separada de sí. Esta novela trata de una catástrofe contemporánea que incumple al lenguaje y al sacerdocio fetichista posmoderno: esa ilusión de ilusiones que cree poder conjugar el nombre con el cuerpo, llevada al extremo por la autora: el personaje no tiene nombre y queda reducida a su cuerpo.
Esta paralepsis habla en su retrospectiva de una prolepsis: de entrada el infinito ha sido excluido. No me refiero a lo ilimitado sino a un narcisismo que coloniza las relaciones y convierte a los sujetos en sonámbulos. Ella por un lado va hacia el mar en busca de aire –abundan las descripciones impresionistas y proustianas de los mares del sur– y, también, buscando conjurar todo lo vivido a través de un singular contrato con alguien que se convierte en su cliente y le da un nuevo estatuto al fetiche: su impotencia la arranca de la frigidez en que se ha refugiado. Ella ha encontrado un nuevo lugar de la palabra.

El personaje  tiene todos los elementos que configuran una artista. La escritura sería una salida para ella, pero este lugar es asumido por el cliente que se convierte en el narrador de su historia. Ella le paga a quien la escribe “como si quisiera, con sus palabras, arrancar algo imposible de mi cuerpo”. Así, comienza a escribir una novela que es la misma que leemos.


22.9.15

Cuando no importaba, por Mariana Rodríguez



Arrodillada de cara al inodoro con su canastita verde desinfectante, Mariela aplasta fuerte la lengua y  sumerge los dedos índice y mayor en el túnel de la garganta como otras veces. Las arcadas son anzuelos de lágrimas que saltan involuntarias al pantano oscuro de sus ojos y la saliva se vuelve espesa como la voligoma que usa en el colegio. Un esfuerzo más y eso empieza a subir: lo siente en la contracción del abdomen, en el sudor que le empaña las axilas, en el tucutún pavoroso del corazón  que golpea las puertas del miedo y lo deja entrar. Pero un esfuerzo más y ya se hace indetenible, corrosivo, ácido y azufre que derrite el esófago, los dientes, las encías y empieza a brotar en borbollones de fideos con crema, de dulces, de impulsos estúpidos masticados sin control. Y en ese picadillo inmundo que se va ahogando en chapoteos con espuma, Mariela ve la cara envidiosa de sus amigas, los ojos anhelantes del chico que desea, el cuerpo que debe caber en el top que va a estrenar esta noche, y hasta las mariposas que se volaron en la infancia cuando no importaba el espejo. Cuando el espejo no importaba.


Si…

Si ella se hubiera levantado fresca y reposada. Si hubiera sentido que el martes era una hoja en blanco con un poema nuevo por escribirse. Si hubiera sido capaz de sonreír a su reflejo cansado. Si se hubiera sentido joven o hermosa a pesar de ese reflejo cansado. Si  hubiera perdonado al espejo.

Si el agua de la ducha hubiera salido caliente. Si no se hubiera erizado hasta las falanges mismas de su noción de frío. Si hubiera podido quitarse la escarcha de los huesos con la bata de plush o con el secador de pelo. Si hubiera encontrado algo deslumbrante para ponerse. Si hubiera sentido que no importaba.

Si hubiera podido desayunar sus seis mates felices frente a la computadora mientras se hacía la hora de irse. Si hubiera salido temprano al trabajo. Si le hubiera parado el primer colectivo. Si hubiera llegado a horario esta vez. Si le hubieran dicho buenos días, si alguien la hubiera besado en la mejilla o susurrado un tibio, de compromiso,  qué linda que estás. Si hubiera recibido algún mensaje, si hubiera mirado por la ventana y hubiera visto que el sol y las ramas jugaban a las sombras chinescas y hubiera adivinado un león o un dromedario.

Si hubiera olvidado por un rato el vacío del estómago o la culebra inquieta removiéndose incómoda en la garganta. Si hubiera podido respirar pausado y hondo como le habían malenseñado. Si hubiera podido quitarse el hormigueo del brazo como una costra reseca, con ese placer casi orgásmico de la uña. Si hubiera podido retorcerle el cogote sin miedo al pájaro negro, frenético, que se retorcía tan cerca de su pezón izquierdo.

Si hubiera contenido el impulso ciego de atravesar corriendo el ventanal de la oficina, tercer piso a la calle.

Si hubiera tenido alas.


12.9.15

El amor en Melito, por Mirta Nicolás


(Para el viejo aquel…, de Melito; Belleza y Felicidad, 2014)

El placer es como el nacimiento o la muerte, sólo nos sucede una vez, pero del nacimiento uno se olvida, y a la muerte se la ignora; el placer, en cambio, es ese instante único del éxtasis cuyo recuerdo o cuya ilusión nos mantiene en vida. Sólo una vez nos ocurre, pero el resto de la existencia, antes o después, no es más que una reflexión sobre el tema. Es ridículo, pero es así, tanto para las locas como para cualquier otro. Creemos amar a una sola persona, pero en realidad amamos tan solo ese destello de placer.
Copi. La guerra de las mariquitas
Melito evoca la gerontofilia en un poema de seis cantos entonados en la dicción de una música del siglo XIX. A su vez, conecta con esa parte Carlos Correas del amor entre un viejo y un chongo, tópico preciado en lo mejor de la literatura argentina. En Melito, el abismo de la tercera edad se funde con la pasión lumpen.

En Bernal hay un bar donde regalan droga
y ahí cuando vas te volvés directo,
tenso, musculoso y extático
como un perro en sus mejores días.

Visiones por fuera de todo efecto de miserabilización. Porque no hay moral de la pobreza en este poemario sino, muy por el contrario, una estética de condiciones de vida precarias que aportan una mirada luminosa, nueva, enamorada, casual y fresca por fuera de toda queja demagógica.  


Se abrieron las puertas del tren eléctrico
y entraste con tu mochila rota.
Te dije: “cerrala, te pueden robar”
y me contestaste: “yo te voy a robar
algo que no podrás recuperar…”
(…) Frenó el tren y te caíste encima de mí.
Sentí algo recorriendo mi cuerpo, 
eran tus manos, buscando mi billetera.
Soy jubilado y pensionado: no tengo un mango.
Pero mi hacha todavía está bien filosa.
Y te cortaste las manos.

Desde la cita de Salvador Novo, hasta su punto final, el poema despliega todas las formas del amor y del suplicio; lo arcaico y lo moderno conviven en estos poemas de manera singular. Para el viejo aquel… es una novela de aprendizaje en verso. Porque quizás sea un error de perspectiva dividir prosa y poesía. ¿Esa separación no será para que los libreros y los bibliotecarios puedan acomodar sin tropiezos los libros en los anaqueles? Porque en la experiencia real de lectura, todo entra en un mismo cajón desordenado de percepciones. Y esa cuestión de si estrofa o párrafo, de si narrador o yo lírico, es humo que venden en lata los profesionales de la no lectura. ¿Odisea no es una novela en verso sobre las aventuras de Ulises para volver a Itaca? Y los libros de Néstor Sánchez, ¿no están hechos de párrafos que siguen el aliento de un largo y mismo poema?

Soñé con vos, habían callosidades
en tus manos y eso me gustó.
Porque me di cuenta que eras un hombre
de trabajo. Yo abrí la heladera buscando
pan. Un viejo duro, eso sos vos, siempre lo supe.
En el recontraempaque de tus útiles de niño,
ya había un viejo esperándome,
acorazado bajo una mueca de tristeza…
Yo nací para la hoja ajada del libro,
me gustan los anticuarios,
soy un erudito de lo gastado,
busco aprender y aprenderme,
aunque la pija siempre es joven.
Me gustaría sacarme un ojo
para que me garches por ahí,
porque no puedo dejar de alucinarme al verte.
Te lo digo siempre, encarajinado y solo,
paqueado y sin amigos,
vos sos mi cama, mi lecho
y mi leche. Tengo mil formas de verte,
pero me quiero rendir al tacto de abrazarte.

Para el viejo aquel… puede hacer serie con algunos de esos relatos y crónicas que retratan marginalidades fugitivas desde sensibilidades únicas como “Él y ella” de Carlos Correas, “Algunos bares de Baltimore” de John Waters, “Reflexiones espeluznantes sobre la nafta, la locura y la música” de Hunter S. Thompson o “Secuelas de una larguísima nota de rechazo” de Bukowski.


8.9.15

Entre escombros de fuego, por Isaac Castro



Un western del frío, el último libro de Carlos Battilana, propone incertidumbre desde el mismo título y sin leer una sola página. Pero ese enigma, que te invita a pensar varias hipótesis afortunadamente derrumbadas por el propio peso de los poemas –aunque yo me aferre a la idea de la película invernal, de la epopeya de lo cotidiano congelada en un fotograma perpetuo–, no es el único acertijo. Hay una obsesión que se desdobla en cada verso devenido  interrogante y confesión

Así, lo que surge es la pregunta acerca del amor, pero de ese que poco y nada tiene que ver con el romanticismo, y que se refiere, en cambio, al de los afectos cercanos, la estirpe y la amistad. Un sentimiento que para Battilana es, de todos modos,  insuficiente y escaso: "amo/ con pobreza/ como pude". Una afirmación categórica, que cobra otra dimensión al poner al descubierto sus imperfecciones mediante un yo que toma el riesgo de pensar en voz alta.

Por otra  parte, lo que aparece en este texto es la cuestión de la escritura y las palabras, cuya recurrencia las convierte en una suerte de refugio ante el inevitable paso del tiempo y la fugacidad de la vida. Si en Narración –la anterior publicación de este poeta descomunal– ya se ponía de manifiesto el poder de la literatura concebida como una intensa forma paralela de existencia, es en Un western del frío donde esa necesidad imperante de elegir las letras se convierte acaso en un refugio y, a su vez, en la única alternativa capaz de darle sentido a la ficción de nuestra permanencia: "las palabras nuevas/ son también cosas/ pequeñas balsas/ adonde estar un rato/ adonde tender el cuerpo" o "¿qué extraña mutación/ qué rara metamorfosis/ contienen/ las leyes del lenguaje?/acosados/ por narraciones y palabras".

Si las mejores preguntas son las que no tienen respuesta, entonces Carlos Battilana asegura su supervivencia en un cotidianidad confusa donde son sus pasiones literarias lo que alivian el vacío de las interrogantes. Mientras tanto, y con una precisión asombrosa y un estilo minimalista, casi de orfebre,  Un western del frío se las ingenia para relatar de manera genuina  –sin solemnidad, arrogancia ni lugares comunes– la madurez biológica,  los hijos, los recuerdos cada vez menos claros, el hogar más íntimo, la falta de certezas, y diversos paisajes que, en silencio y para siempre, dejaron de ser lo que alguna vez han sido.


4.9.15

Acre etéreo, por Dante Milano


Se sentó como cada día, al filo de su ventana, un cigarrillo entre los dedos y un vaso de cristal con licor irlandés, tres cuartos lleno. Disfrutaba de esa parte de la vida que se vuelve cotidiana pero no está impuesta, contemplaba el cielo y los colores de su jardín. Sabía de lo especial de ese día.
Para muchos supondría el caos, ansiedad o nostalgia, pero él se encontraba en un estado de serenidad total. Sentía esa leve corriente de aire acariciando constantemente su rostro.
Apreció cada segundo, cada sensación, cada sentido y cada pensamiento de la tranquilidad de la tarde en la que estaba inmerso.
No tenía quejas al respecto y de alguna manera padecía felicidad al estar presente ese día el cual solo unas cuantas generaciones de seres humanos tendrían la posibilidad de apreciar, o sufrir.
Después de todo, el tiempo había tomado protagonismo y él había tenido una vida aceptable.
No le agradaba la idea de continuar mucho más en la realidad con la que convivía, y tampoco deseaba seguir escapando a la infinidad de ficciones con las que usualmente se relacionaba.
Era una corta espera, el sol se reflejaba en las nubes, pero a pesar del imponente color fuego etéreo, no se podía notar ninguna anomalía.
Permaneció con el mentón en alto y la mirada hacia arriba, aunque de vez en cuando sus ojos se desviaban al reloj que llevaba en la muñeca izquierda.
Despertó una voz áspera desde su interior, y una sonrisa, más profunda todavía que su voz. Con esta imagen susurró sus dos últimas palabras. “Es hora”.
Sin precedentes el cielo mutó de una forma inesperada, su color naranja se transformó gradualmente en un rojo apago que poco a poco iba avanzando a lo largo de toda la atmósfera. Las nubes comenzaron a moverse, deformándose, creando una vorágine de tonalidades oscuras que permitían ver figuras en el aire con aspecto de enfurecidas llamas, no había estrellas, no había sol o luna, solo una capa de aire muy densa que parecía avanzar sobre la tierra.
Mientras bebía un poco de Baileys, notó un terrible escozor en su piel y en sus pulmones, además de su respiración, que se asemejaba lentamente al estertor de quienes saben dejar atrás ciertas cosas.