23.8.15

Lo impecable, por Alberto Fernández San Juan





Mi madre es una fuente inagotable de grandes conocimientos domésticos. Sabe muchas recetas, pero no de cocina. A mi madre no le gusta cocinar porque cocinar ensucia mucho la casa. Pero conoce  todos los secretos y formas de la limpieza. Y te pasa todas las fórmulas y sistemas para que el blanco sea transparente y las suciedades, invisibles. La mugre, el qué dirán  y el demonio han sido siempre sus tres principales enemigos. Por eso ella es catequista, discreta y prolija. Enarbola el bidón de lavandina Enarbola el bidón de lavandina con misma maestría con que maneja el rosario. 
Ella te puede enseñar a ser limpio de varias maneras. La más práctica la conocimos de chicos, mis hermanos y yo, primos y hasta allegados mugrientos. Consistía en refregarnos enérgicamente el cogote, los sobacos, las rodillas y las orejas con una esponja áspera y más pinchuda que una tía bigotuda. Las clases teóricas han sido y pueden ser a pedido o por desesperación. Desesperación de ella, digo, si por ejemplo pasa por tu casa y ve tu rejilla roñosa tirada sobre la mesada, con manchas de mate o café con leche, o platos y vasos sin lavar y todos percudidos.
Y si hay una cosa que le gusta mucho a mí mamá, es la lavandina. Mi madre adora la lavandina, la considera el principio del fin de todos los males. Y no solo la adora, sabe usarla como nadie. Porque no es tan fácil, si la medida y el modo utilizados no son suficientes,  no sirve de nada. Si, en cambio, uno se excede, no hay ropa blanca ni rejilla que aguante. Blanco pero como nuevito, podría ser su lema. Y esa blancura, asociada a su sonrisa, a la disponibilidad de su auto para trasladar a cuanta vieja de la iglesia necesite ser trasladada, a su disposición para cuidar enfermos, ha sellado para siempre la fama de mi madre. Las viejas del pueblo me lo dicen, si caigo de vez en cuando de visita: 
–Ay, qué suerte la tuya con esa madre que te tocó, querido, siempre limpiando o rezando, una santa hecha y derecha. 
Y se van alabándola, deslumbradas por el resplandor impecable que irradia el santísimo aura de mi madre, y olvidándose de preguntar qué tal, querido, cómo te ha ido en todos estos años que no nos hemos visto. La impresión que causa mi madre en las grandes devotas del pueblo es tan grande y profunda que se les hace imposible ver a otro que no sea la santa madre que me tocó.

Mi mamá empezó a limpiar desde muy chiquita y no por necesidad, sino por vocación. Parece que aprovechó el último parto de mi abuela, que además fueron mellizos, para desplegar sus talentos en cocinas, baños y comedores. Mi abuela andaba medio distraída con tanto muchacho dando vuelta por la casa o prendidos a sus tetas, así que, cómo no le iban a permitir a esa muñequita hacendosa que ayudara en las rudas batallas contra el Mal de la Roña y los Dañinos Olores. Y encima era tan fina y delicada que daba gusto verla, tan chiquita y tan decidida, enjuagando trapos de piso, baldeando patios enormes y barriendo la casa para que se pudieran hacer las fiestas familiares o los velorios de los parientes más viejos que ya empezaban a morirse. Y ahí se conoció una nueva destreza de mi precoz madre, una suprema habilidad y organización para lavar, orear y almidonar los tremendos manteles de las bóvedas familiares. Esa tarea llevaba casi un mes y comenzaba en octubre. Así, para el día de los muertos y de los santos inocentes, los dos primeros días de noviembre ya estaba todo listo para enfilar hacia el cementerio a llorar y rezar a gusto y en familia,  con los manteles listos para la competencia con las bóvedas vecinas y aledañas. Los parientes venían desde Buenos Aires, Bahía Blanca, Bragado y otros pueblos más cercanos. Iban llegando y las mujeres de la familia se iban juntando en lo de mi abuela por el asunto de los manteles. Asunto más que serio el de los manteles bordados. Antes del día de todos los santos y el de los fieles difuntos esos manteles tenían que haber pasado por todo el proceso de purificación, limpieza y planchado que la tradición, la iglesia y el honor familiar exigían.
Hoy en día, mi madre es una catadora profesional de desinfectantes de ambiente en aerosol. Experta mundial en recuperación de trapos viejos pero limpios, de esos que son muy útiles para limpiar los vidrios. Y en cuanto a la limpieza de los vidrios y cristales, ya que estamos, se la ha escuchado avivar a más de una de sus nueras o sobrinas:
–Yo no uso limpiavidrios, uso vinagre y papel de diario, no vas a comparar como te deja los ventiluces de la cocina.

Claro que mi madre, con el tiempo y los hijos y los nietos, para que su santa limpieza perdurara, también fue perdiendo esos moditos tan dulces, esa apariencia de princesita delicada y frágil, al menos dentro de casa:
–Los calzoncillos con estas manchas blancas o con palomitas los tiro, desde ya les aviso, tengan respeto por su madre, qué tanto joder. Y hagan adentro o tiren lavandina después de mear. Son peores que su padre.
Y acá aparece la madre del borrego. No es fácil mantener durante años una casa y a toda una familia impecable. Y encima había que hacerse tiempo para ir a supervisar la casa y el estado general de mi abuelo, que por algo la llamaba La Gerenta. Y así fue que, con el correr del tiempo, a la obsesión de mi santa madre por la higiene absoluta y la blancura perfecta le fue apareciendo un duro obstáculo: mi padre.
Después de treinta y pico de años de vivir juntos y con la mayoría de los hijos ya grandes e independizados, se podía oír desde el patio después de un almuerzo, algo como esto:
–Y vos no jodas más, siempre metido acá en el medio de la cocina, no me dejás hacer las cosas de la casa, correte, querés.
–Siempre tan cariñosa vos. Fregá tranquila, que este cuerpito se va a poner horizontal…
–Andá a bañarte primero, estuviste en el campo todo el día, mirate la facha… Andá al baño y dejame toda esa ropa para lavar. Y correte que voy a baldear.
–Y pensar que eras tan fina y delicada cuando te conocí.
–Sí, como si para mantener esta casa sirviera de algo ser fina y delicada… ¡Y encima todos hombres alrededor mío!
–Me voy a dormir la siesta y después, capaz que me baño…
–No me deshagas la cama grande que ya está hecha, acostate en la cama de la pieza del fondo que está sin hacer. Ah, y lavate bien las patas antes de acostarte que después me percudís todas las sábanas.
–Después no me andes llorando en la tumba cuando te falte.
–Llorar, no, qué voy a llorar, voy a tener todo bien limpito, sin que nadie me ande enchastrando todo. Y a vos también te voy a tener impecable, más que en vida, mirá.

Y mi padre se murió nomás. Y parece cosa de mandinga, pero en realidad debe haber sido un arreglito de mi madre con ese dios al que ella siempre le hizo tantos favores. Porque mi viejo se murió mientras se estaba duchando, así que ella solo tuvo que ocuparse de qué ropa ponerle, porque ya salió limpito y derecho para el cementerio.
A mi padre lo metieron en una bóveda de la familia que nos prestaron hasta que terminaran de construir el nicho para él. A mi madre se le metió en la cabeza que tenía que ser trasladado a su lugar definitivo antes de que se terminara el año en que había muerto, y que en ese acto teníamos que estar los cuatro hijos presentes. Para su tranquilidad todos le dijimos que sí, y el último día del año se logró que todos, hijos y nicho terminado, coincidiéramos en el cementerio para el famoso traslado. A mí y a mis hermanos, lo mismo que a mi viejo, nos conmovían poco esos rituales, y no nos importaba demasiado el destino final de nuestros huesos. “A mí métanme en un cajón de manzanas, no anden gastando al pedo”, decía siempre mi viejo. Pero no pudimos darle el gusto: mi madre tramaba otro final para su bajada de telón.
Ese día, cuando mi madre llegó a la bóveda, estábamos todos esperando. Ella había querido ir sola en su auto, había llegado temprano y se demoró en la tumba de la tía, en el nicho de la prima, en las bóvedas de fulano y mengano. Nos hizo estar a todos a las once, pero ella se fue sola a hacer sociales con los finados de la familia hasta las once y media. Y después llegó adonde la esperábamos todos con una bolsita de nylon blanca colgando del brazo. Yo, en cuanto la vi, pensé: “Quiero creer que en esa bolsa no trae lo que yo sospecho que trae.”
Mientras se hacía la que saludaba a todos, comprobó disimuladamente que todos los parientes que prometieron acompañar el traspaso del cuerpo al nicho estuvieran presentes. Eran más de cincuenta. Aparentemente estaban todos, apiñados al otro lado de la veredita principal del cementerio. Y después, de reojo, nos pasa revista a nosotros cuatro. Y acá estamos, para que entierre este muerto de una buena vez. Hace una señal apenas perceptible y los empleados del cementerio sacan de allá adentro el ataúd, rodando sobre un aparejo metálico. Otra imperceptible orden de mamá hace que el catafalco se detenga en seco. Respiración contenida de los cincuenta y pico de parientes. Mi madre se dirige muy digna hasta el cajón.
Yo, que me tiento en los cementerios, tuve que esconderme detrás de una tumba destartalada, adornada con unas flores de plástico, grandes y feas. Ya no sospechaba, estaba totalmente seguro de la que se venía.
Ella se besó la mano derecha y luego tocó ceremonialmente el ataúd, trasladándole el beso a la madera como si fuera la frente de mi padre. Enseguida, sin mirar a nadie, abrió la bolsa blanca. En tres segundos sacó un plumerito, dos franelas y dos tubos de lustramuebles. Sin que nos percatemos cómo, todos mis tíos ya estaban al lado de ella. Mi tío más grande se plumereó el féretro en menos que canta un gallo, mientras que mamá, imponente, iba rociando el lustramuebles sobre la madera brillante de modo metódico, de los pies a la cabeza. Los mellizos aplicaban la franela con fervor, uno por encima y el otro tirado en el piso bajo las ruedas del catafalco. Mamá coordinaba la acción de cada uno casi sin mirarlos. Mi tía se había ubicado al costado de ella y le iba señalando con el dedo los puntos que aún estaban sucios o partes que faltaban rociar con el lustramuebles.
Desde atrás de la tumba observé que finalmente el cortejo se ponía en marcha. Me uní discretamente. Mamá iba caminando al lado del cajón, ajustando algún detalle con la franela y el aerosol. Eran apenas unos cuarenta metros los que había que recorrer, pero se hicieron como si hubieran sido mil. Y a cada metro, un plumerazo al cajón.

Los sepultureros hicieron rápido, por suerte. Metieron el féretro en el hueco del nicho sin muchas contemplaciones. A continuación, arrodillados en el piso, se abocaron a colocar la tapa de granito, desentendiéndose de todos nosotros.
Creo que a uno de ellos le cayó mal cuando ella le empapó la botamanga del pantalón con el primer baldazo de agua con lavandina que tiró sobre la lápida recién estrenada.
Te voy a tener impecable, había prometido.







16.8.15

Ropa vieja, por Romina Ramos


el problema es justamente la esperanza,
y todavía pienso que podría ser todo distinto.
hago balances de fin de año
(la que se fue y ya no hay cómo llamar, ni cómo dejar de llamar;
la valija que pude deshacer
después de dos años;
el deja vu; el vaivén; los espejos.
me niego a decir
que los momentos más hermosos
hayan sido de películas o música.
me niego a decir que estuve sola
tratando de buscar dónde ponerme
todo el tiempo.
me niego a decirte lo que había en el mundo
después del fin del mundo,
que en todo el mundo no había más
que el fin del mundo, no lo voy a decir.
tengo esperanza).
todavía no sé
en qué se transforma
lo que se pierde.
de chica bailaba y cantaba a los gritos.
en qué parte eso en este tararear,
susurrar las mismas partes de memoria.
el ser sin rodeos, dónde.
querías vivir en una isla, sola,
"plenamente sola,"
pero la plenitud siempre fue algo diferente,
no se queda quieta,
vas a buscarla,
llegás tarde,
le pisás los talones,
quedás varado ahí.
tu vagón se suelta, estás en el centro
de un círculo en la tierra que dejó la carpa de un circo
que ahora estará llegando a otro país,
nadie supo bien qué nos pasó.
no podríamos decirlo, fue una sucesión de cosas.
el tiempo.
su trabajo, no el mío.
me desvelé a los 25, 20 años,
creo que no volví a descansar nunca.
ahora la sensación de desajuste
es más real, pero todavía podría ir a buscarla.
salir de nuevo, traslasierra,
esperar que amaine,
otra mudanza,
sembrar en el patio,
que la gata aprenda a cazar las perdices,
que las comamos juntas,
o dejar que me toques
hasta erizarme
y volver a creer
que el futuro es algo que funciona,
inevitablemente,
entre tomar la mano que se estira
o seguir mirando la intemperie
como a la espera de una flauta que se toca sola
con el viento,
y que eso sea todo
-y también lo demás.
el milagro
acaso es una decisión,
no un darse cuenta.
tiro la monedas: "la verdad interior."
cuando abrí las manos no había nada.
no sé lo que quería yo
además de las ventanas,
que el viento me tocara como a un instrumento
de belleza.
cantar a los gritos.
"el deseo es la recarga de una huella
de una supuesta satisfacción original".
ya no sé
cuántas veces pedí disculpas.
todavía pienso en vos
como mi única casa,
pero no era de vos que quería irme.
quería soltarme como si bastara
para rebasar el límite que no se puede rebasar,
el mar parecía una cosa tibia y tan maravillosa,
pero también el mar era mentira.
qué vamos a hacer ahora.
no sé si hay cómo restaurarle lo real.
cuando pienso en volver
me refiero a volver a una circunstancia anterior
a que se empezaran a manchar todas las cosas.
ya no hay naturaleza virgen.
cada centímetro cúbico de aire,
de tierra, de agua, todavía
guarda la marca
de nuestra tosca huella.

*

lo que dejan las olas: un ligero
amor por Neville, morirse de ternura
de todo lo que él ama
sin tocar –unos muchachos
riendo en la cubierta
de algún barco, el viaje de Percival–
si pudiéramos nosotros
desear así la India en equilibrio, amar el tronco
de su torso suave,
“suave y pulido como un gato”, Neville.

nadie merece lo que sueña
(“prefiero ser amado”): dejar caer el libro,
acariciarse hasta la súplica,
que él no te quiera.
¿se puede tener celos de alguien que no existe?

los fantasmas se sienten
como un viento o más suave
o más huracanado
que el mismísimo amor
soltado al aire, como un globo
de helio, con una notita
para el hombre de la luna. despertarse
es a esperar una respuesta.

*


¿Notás que a veces suena el corazón un poco a hueco?
Nada le sorprende, nada le choca.
Se tiene la impresión de que ha pasado por un túnel
y ha salido algo húmedo, algo ajado, como un hombre
que ha pasado la noche entera en un velorio. Y era falso
que hubiera una soledad donde encontrarse. Al final
siempre está el otro, prohibido siempre:
escuchar hablar a alguien en sueños, entrar a ver su cine mudo:
si hubiera cómo abrir la puerta hasta ese limbo. No la hay.
Y todo lo demás es la impostura (cada uno
reproduce al infinito su propio mecanismo.
-¿me decís cuál es el mío?)
¿Empezamos a callarnos por vergüenza
de empezar a repetirnos?
Si pudiera elegir dar o no dar con esa llave, y abrir.
Yo te abriría. Yo tomaría mi vida
y la pondría entera en tus manos, te diría:
"tomá, esta es mi vida.”

8.8.15

¿Qué es un no músico?, por Leandro Ribot


(Sobre Los peligros que nos rodean de Nicolás Moguilevsky, Buenos Aires, Metamúsica.TV, 2015)


Lo importante es que creo que hay que empezar dando con la manera de enfrentarse a un instrumento sin pensar que el instrumento plantea una serie de problemas táctiles. Estos problemas existen, por supuesto, pero hay que reducirlos a su mínima expresión. El problema radica en si tenemos la suficiente intuición o vivencia extratáctil de la música para que nada de lo que pueda suceder por culpa del piano se convierta en un obstáculo.
Glenn Gould. Conversaciones con Jonathan Cott


El piano de Los peligros que nos rodean, de Nicolás Moguilevskynos lleva a un estado de inocencia. Hay una delicadeza en su manera de ejecutar el instrumento como especulando sonoridades por detrás de las teclas sin saber con exactitud hacia dónde van las melodías que parecen ser tan efímeras e irrepetibles como instantáneas. Algo rompe el silencio, algo que no se sabe bien qué es, aparece y se desarma en una progresión de sonidos cautos que transmiten un poco de fragilidad, como si alguien caminara a tientas en lo oscuro. Artero, el pianista improvisa. Es posible que la idea de experimentación esté sobrevaluada. Ya lo dijo el poeta: no hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Pero en el caso de Los peligros que nos rodean las melodías destejen lo no escrito. Arbitrario, exultante, audaz, el disco muestra que todo hombre es un artista. ¿Qué es un no músico y qué ventajas tiene?, parece querer preguntar, siempre entre líneas, Los peligros que nos rodean. ¿Algo de Keith Jarret sobrevuela en este disco producido por Ulises Conti? Sí, y también algo de Cassavettes en la manera de aprovechar los pocos recursos. Moguilevsky, como si fuera un dibujo para escuchar, usa el espacio sin titubeos.

Sus composiciones son tan breves como inquietantes y parecen no resolverse en acordes esperables sino que abren hacia lo incierto de las disonancias. ¿De dónde surge ese flujo continuo de notas? Una de las fortalezas más sobresalientes del disco es su originalidad. Las composiciones de Moguilevsky recuerdan esa aguafuerte, “El idioma de los argentinos”, donde Arlt apuntala: “Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista.” La metáfora de Arlt extrapolada del boxeo sirve para pensar en Los peligros que nos rodean. Moguilevsky saca notas de su mente en una libre asosiación de hemisferios, de cualquier parte, sin importarle si lo que toca es pentanónico, dórico, de una escala mayor o menor. Es posible que su osadía genere envidia o indignación en los que pasaron su vida estudiando música, obedientes, sin poder dar con la modesta felicidad de descubrir algo propio. Profesores capados de solfeo, absternerse. Moguilevsky toca lo que siente y le dicta, como en un flujo de escritura automática, su nervio auditivo. El autor sigue el pálpito de una intuición.

Los treinta minutos que duran las trece sugerentes composiciones de Nicolás Moguilevsky fueron grabados en La orquesta de cristal durante tres jornadas del mes de julio del año 2014.



3.8.15

Poemas sobre el amor, por F. Derrey



VINCENNES

Soñé que dormíamos en la negrura del bosque de Vincennes
entre los lagos congelados de enero –nuestros sueños
desnudos bajo la lluvia invisible, bajo el haz invisible del tiempo,
y nuestras manos una con otra, hasta el amanecer blanco–.
Sí: Maia y yo entre las tapias heladas donde entraba mi sueño
durmiendo a salvo en la esperanza de estar lejos.
En Vincennes soñé a su vez con la negrura y la esperanza
de la primera noche en ese hotel de la calle Río de Janeiro
donde acercaste un beso deliberado pero con algo de miedo
o segura de hacer lo definitivo (era vernos para siempre
en medio de los empinados años, dudando
de nuestras fuerzas, entre el abismo y las arrogancias del arte
o bajo el cielo glacial de Vincennes, dudando
juntamente de todo
menos de estar juntos).


LA CIUDAD

La escena de mi cuerpo inmerso
en la coraza de tus ojos
o la ciudad temblando como un atardecer
en el agua agitada.
La mejor ciudad es la ciudad del amor.
Caminamos sus teatros, su rambla, sus playas
como un alunizaje incompleto
al fondo de mi memoria.
Todo lo que perdimos o dejamos pasar
se olvida más allá de este paisaje.

*

Quiero besar el secreto de esta melancolía
como labios en mi cuerpo por primera vez.


ECOS

cuando dejo de tañer mi contrabajo –a medianoche
o en los últimos instantes de luz– el reloj
pulsera que me dio mi viejo tras echarme
a llantos de su casa y más sutilmente
de su vida –si es que el invierno y mi desnudez
son breves ejemplos de lo sutil– ese reloj
de acero, pesado y oscuro, recorre mi brazo izquierdo
como si hubiera más bien tañídome el cuerpo
hasta perder el peso de mi respiración
o de un recuerdo borroso, fugaz
quizás deje algo mío perecer ahí, quizás mi repentina
delgadez es la secuela de un esfuerzo mayor
pues eso ocurre con las formas ulteriores de la soledad
–al crecer súbitamente el río
muchos pueblos desaparecen o perdura
apenas un campanario en la inmensidad del agua–
quizás es mi respiración que va creciendo
como un río sin mesura
ajena a las tenues dimensiones de la oscuridad
& solo entonces no temo perderme
ni que mi brazo izquierdo mis ojos cesen como los años
al pensar en ellos, solo entonces
pervivo Yo como el campanario
o el peso del alma
o tu respiración.


AMIGOS

(ils ne peuvent plus que m'aider à vivre)

la esperanza, esa película trillada que nunca
alcanzo a terminar sino apagándolo todo
-pero el amor es neuronal, dice Mathilde
y los poemas de mis amigos son mi pócima: una invención
nocturna de cuartos cerrados, otra solitaria mañana
atrapada en un domingo permanente hacia las 6.


JULIO 2014

Quise decir te extraño
estos últimos meses o el gradual
congelamiento de la esperanza
hasta volverme un granizo endeble
que el viento arrastra con desgano e intensidad.
Ahora, soy la presa inútil de una ciudad que palidece
como un horizonte comprimido
en un espejo retrovisor. Las avenidas desiertas,
las plazas grises, la diminuta escena
de una soledad que no logro mensurar.
Al comienzo del invierno,
como veleros en puertos silenciosos,
como el granizo que el viento arrastra
lejos de las cenizas
de esta furiosa historia.



Tomados de: F. Derrey. 20 poemas sobre el amor ( & una historia desesperada)