15.6.15

La última sombra, por Alejandro Cesario



Herencia

Crucé la calle
y se fue mi hogar.

Palpo lo que pudo ser y no fui
me quedé perdido, rogando una vacante,

sin nada,
ni corbata, ni saco, solo,
y mi hogar quemándose en la nada,

arrastro los pies con las llagas al viento,
soy un hombre que cruza a pequeños pasos la calle,
patea suavemente las hojas caídas,
mira la tierra despareja, esquiva un pozo y saluda a otro caminante,
lo persigue una lengua muerta,
que punza, que le estrangula el habla,
entra a un baldío sin salida, poblado de silencios,
se acomoda, se sienta sobre un cajón, se saca las botas y se levanta las medias.
Se escarba las uñas con un palito.
Hirsuta melena enmarañada.
Su ojo izquierdo parpadea sobre el trueno del rencor,
su ceja purpúrea está cortada,
de su lágrima brota la derrota, la huella desnuda,
mi rabia de antaños.

Vi pasar la lenta caravana ávida de muertos,
inútil batalla, final del motín.

Yo aprendí a gritar sin perforar los tímpanos.
No soy más que una gota dentro de esa caravana.

Mis palabras se derraman junto al agua
que corre en los baños públicos.
Tomo un tren para llegar a una estación que no existe.

Cunetas profundas metro y medio de agua estancada.
Casas sin terminar miran las luces despellejadas del pueblo cercano,
exudan una perpetua melancolía.
Grandes yuyales, pastos amarillos cubren siete autos abandonados.
Un perro bebe agua de la zanja,
los renacuajos huyen hacia el fondo terroso.
Tres pibes se acercan con latas e intentan pescar en la zanja.

Enfrente un bar, un viejo almacén de barrio con algunas telarañas.
El hombre vive solo. Hace una pequeña pira y se calienta un pedazo de pan.

Por las tardes entra en el bar,
una ginebra, un taco, tiza de billar.
Casi no habla, no lee.

El hombre aprendió de su padre
y su padre aprendió de su abuelo.
Murió el abuelo.
Murió el padre.
Ahora falta él.



Casa

Aún la oigo
cantar y barrer las hojas secas,

la luz ha dejado la última sombra,
esa sombra que ha ignorado la luz del jardín,

ya no hay sombras,
hay un rimero de hojas secas.



¿Progreso?

Se parte con escarcha de suburbio,
con ahogo correoso,
con bocas de tormentas tapadas,

el oído percibe
el olor del chiflido sordo,

la canilla de cálidos veranos aún está goteando,
me empecino en entrar.

A metros de la puerta de mi casa,
pequeñas criaturas beben la leche cuarteada de sus madres.

A la madrugada cruzamos
al Gran Buenos Aires,
los pastos de los terrenos baldíos están crecidos
y los perros flacos,
una vaca se inclina a lamer el moho
y una mujer panzona con sus siete niños a un costado.
El chasquido del látigo golpeando
sobre el lomo del caballo.

Expulsada criatura
juega en los canales de desagüe.

En el portón de la ex fábrica la ex algodonera
se amanece golpeado y meado.

Aquí se calló la voz
y calló sin convicción,
aquí se orina sin resurrección.

Pábilo aliento se desase en el puño del deseo,
en el intento de ser un barrio.

En la casilla de madera del guardabarrera se apagó la luz.

Los pastizales bordean las vías.
Tres vagabundos sentados se pasan la ginebra, también el cigarrillo,
lentamente se duermen en un entramado de pobreza.

Sobre la loza, la única loza negra de la cuadra,
tres pibes juegan, remontan ilusiones.

Un hombre corre por el puente que cruza el arroyo,
intenta alcanzar el tren que llega a la estación.



Idioma

Musgo que se mete entre el empedrado,
moho que se traga aquel cielo cinéreo.

Filigrana de lágrimas
polvorientas entre desechos.

Detrás de la ciudad se siembra ausencia.

Vasto territorio del desamparo,
tierra, tierrita que baila al compás de la orfandad.

Abaleo provinciano arisco,
siempre en grito, en queja.

Maraña del conurbano,
zancadas remachadas en el fango pringoso.

Tiras de cáscaras de banana,
el mate bien cortito,
una radio,
calle con pozos,
carro que arrastra destierro, maderas rotas, cortinas, televisores,
caballo bien flaquito,
modorra de la siesta.

Piso donde muchos tropezaron.
Manco al recuerdo en un tiempo isócrono, alado.

Mi voz tartamuda musita con el arrullo acompasado.

Canículas, días latosos de graves letanías.

Se germina donde se puede,
                                              cuna o cajón.


Recuerdo

Resignado atardecer.

Cruzamos por la plaza
yo, él
rogábamos una tregua.

Adiós tapado con tierra,
adiós en el rezo,
adiós en la última pala.

De pronto una charla lo ha traído de vuelta,
ahí viven sus palabras.



Huellas

-Yo no voy al cementerio a visitar a mi padre,
lo vengo a ver acá -me dijo un desconocido.

Mi padre comenzó a arder en las brasas inglesas.

(Soy el niño sentado a su lado).

Sábado de banderas
sigo viendo lo mismo.

Mi padre sonreía con los ojos.
Siempre quise ver el dolor de su mirada.

-Hay que rasparse las rodillas -gritó mi padre.

Lazos que se entretejían convirtiéndose en trenzas.

Mi pierna izquierda
aturdida, a la deriva,
deshojada del triunfo.

Esa estrella pintada de negro (imborrable en mi infancia).

En el tablón
percibo la orquestación, no la melodía,

desde ahí se escupe la palabra viva,
desde ahí gritaba mi padre su derrota.

Urge, se expande,
arrastra un recuerdo,
olor profundo, dolor sordo,
retumba el ruido, crepita la huella.



Toma
Se propaga,
cada lote mulla
la fámula tufarada del amasijo.

La traza,
la línea ilusoria
yesca la palabra,
abreva en el pilón pringoso.
Porosis de un tejido que no fulgura.

Verdes ramajes.
Siringa oscura, ahuecada.
Luz dominical trilla a sudor.
En un lampo de sol se funda la ubre descartada.
Lo limítrofe se asienta,
se macilenta en la piel.
Región sedienta.
En cada poste
cuelga la pútrida osamenta desgarrada.


Lote

Mustia de ceibos rojos carmín
que se apoyan en trípodes,
lotes lampiños,
arco iris vedado.

Llegan con voz muda,
llegan en filas,
llegan mutilados,
ojiva que los apunta,
llegan donde se dispersan los detritos.

Ladra un perro, tambores que retumban en el horizonte,

embudo en la voces del parapeto,
final de alambique.


Tomado de: La última sombra, Ediciones La Yunta, 2015.