13.1.15

Dos relatos breves, por Omar Requena Medina





Mandala

Dedos le faltan a Gerardo para contar el número de amantes que pasan por su vida y por su cuerpo. Conquistas fugaces, admiradoras, amigas; alumnas que vienen y van. Todas se llevan consigo trozos de él. Sin maldad, me atrevería a decir. Yo a Gerardo llegué a llamarlo Baygon porque en un principio su acción con las muchachas era la misma del famoso insecticida. Las marea pero no las mata. Es que, si el asunto es un deporte o tal vez un vicio (solitario como todos los vicios), él debía entonces ser consecuente. No basta con ser buen conversador, ocurrente y divertido: hay que pasar a la acción. Al final me hizo caso. Todas las chicas que entraban en sus cánones de belleza o deseo subieron, una por una, a camas de hotel una vez seducidas. Luego me regalaba detalles durante los aburridos descansos entre asesorías en la universidad. Gerardo es profesor de psicometría. Una vez, cuando en medio de una corta discusión, le hice notar que su vida personal era un perfecto desastre, la dio por pintar mandalas.

Un mandala es un símbolo del macrocosmos y el microcosmos, esquemáticamente representado. Una suerte de diagrama del mundo y el hombre. Es distinto al yantra hindú porque su diseño no es lineal sino más figurativo, con círculos concéntricos que sugieren una idea de perfección. Fíjense que repito la palabra perfección. Gerardo dibujaba con la finalidad de meditar, y se entregó a ello con la misma pasión que ponía en acariciar a un par de muslos bronceados y endurecidos por horas de gimnasio. Ésa paciencia en deshojar un cuerpo era la misma al tomar el pincel. “Camino de perfección que se toma su merecido tiempo, amiga Soledad”, me decía. Y el dichoso mandala, que crecía y crecía sobre aquélla pared comiéndosela, sí, pero sin dar señales de terminar nunca. Una mancha voraz que yo, impaciente y retorcidamente llamé: “el mandala de Dorian Grey”. “Qué mierdecilla eres”, soltaba él, disparando su verdosa mirada en mí.

Pero sólo de cuando en cuando Gerardo necesita reponer fuerzas. Entonces lo ves como ahora, reconcentrado, ascético en ése sofá-cama mientras campanea un vodka con jugo de naranja y mucho hielo picado. La penumbra del pequeño apartamento se alimenta del humo de interminables puros, al tiempo que un disco de Morrisey le va estrujando el corazón hasta dejárselo de nuevo ligero, aliviado. Ya podrá salir de ahí y lanzarse otra vez como fiera a los ruedos de la piel… ¿a la piel misma del mandala probablemente? Yo soy su confidente. La única mujer a quien no se ha atrevido a tocar y a quien le muestra ése diseño de formas y colores, cada vez más complicadas. Un mapa que se engendra a sí mismo. Una explosión en cámara lenta que, en lugar de borrar, libera ¿qué cosas? No lo sabe con certeza. Luego repite una cita de Nietzsche con solemnidad. Esta ceremonia puede durar toda la noche.

Con abrirme la blusa y acercarle un pincel sé que bastaría para que encuentre verdadero sentido a su dibujo: un mandala entre mis pechos. Pero me abstengo. Quién sabe si eso del respeto no será el precio que debo pagar antes de aspirar a un pedazo suyo. Claro, yo nunca se lo he dicho o insinuado siquiera. Tal vez nunca lo haga. Para qué. En su lugar, ésta complicidad del alma lo hace enteramente mío, puede que hasta de una manera que ni sospecha.  




Valle Verde

A Betsa Kundalini.

1
Carmen vuelve a  contarme de su vida en Panamá. Aquellas calurosas tardes de póquer y vodka helado que servían criados dominicanos. Su sangre: un cóctel sefardí, portugués y canario. Me cuenta del loco marido libanés que la persiguió dos años con un cuchillo escondido en un maletín luego del divorcio porque lo carcomían los celos. La única manera sensata en que logró quitárselo de encima fue llevándolo por última vez a la cama. Me habla de amistad, de las tentaciones, del tiempo compartido, del calor, del lastre que se le deja a la memoria para que no flote o apenas muestre su joroba tantas veces coronada de absurdos.

2
El libanés tiene cara de niño dócil y reconcentrado. No combina con la desenvuelta Carmen que le abraza desde atrás. Una fotografía de hace quince años. Quince años. Miro mi vaso de whisky sin hielo. Carmen y yo bebemos desde poco más del mediodía. Bien mirado, ni tan mala es la combinación del calor con el mareo. Tiene su misticismo. Como ciertos instantes raros, en ciertos días raros.

3
Más fotos movidas. Todas de gente desconocida, elegantísima, congelada en algún rincón de Key West o de Miami para siempre. Seres que te hablaban con familiaridad de los carnavales de Bahía y de Venecia con sonrisas bellas y perfectas. Anfitriones glamorosos que esnifaban cocaína para aguantar la farra, para vivir momentos de sexo sublime como pasaba con el doctor Larralde. Aquí está su foto. Un hombre alto, impecable. A Carmen le brillan los ojos recordando eventos que no me confía, que se reserva solamente para ella. La entiendo. Iré por agua a la cocina.

4
Carmen enciende un cigarrillo y le da una larguísima chupada. Luego vuelve a la foto del doctor Larralde. Habla con ella: “Eras el hombre más especial, bello y sensible que conocí. Mi amigo, mi protector, mi confidente. Mi trofeo”.

5
Una cosa es cierta; ese último lance con el Jairo la ha dejado en el suelo. Carmen ya no cree ni en su propia sombra. Hundida, se cuelga por horas al teléfono para contarme los sueños que tiene con sus ocho gatos. En el último de ellos, le cagaban toda la salita y al ir a levantar aquello, no eran mojones sino pedazos de oro sólido. Una cosa bellísima, según ella. También le dio por la cartomancia. Insiste en leerme el futuro que a la postre, es sólo una palabra para mí.

6
Futuro. Runas vikingas. Terapias de renacimiento. Tarot de Marsella, Tarot egipcio, Tarot Celta. Visualizaciones. I Ching. Libritos de Coelho y de Deepak Chopra con su montón de soluciones obvias. Si la gente supiera la verdad. Y Jairo ahora es un marihuano convencido, que se la deja chupar por travestis y anda por ahí contando porquerías de ella. Siempre tuve la sensación de que era un hijo de puta de campeonato; una calamidad con ojos, manos, mocos, y de horizontes tan anchos como la punta de un alfiler.
Así terminan los romances de caricatura. Pero ni una palabra de esto a Carmen. No vale la pena. Se decepcionaría.

7
Subí por la promesa del whisky y la excusa del cumpleaños a Valle Verde. Carmen quiere que lea cosas de mi cuaderno de notas. Mis "chismes", lo llama cariñosamente. "Un día te van a sacar del pueblo a patadas, muchachito". Yo digo amén y toco madera. Ella ríe de buena gana en mucho rato. Eso nos distrae unas horas del vaho de los álbumes de fotos. Pero luego vuelve a lo mismo: quiere un relato sobre ella; desea que hable sobre sus fotos, que sobre todo no la deje disolverse entre tantos recuerdos que ya no le pertenecen. Ahora son de otra mujer, mucho más joven, que la vida zarandea de aquí para allá como una polilla ciega. “Porque, ¿sabes?,  el futuro... El futuro no existe, Carmen. Porque el dinero... Mira, sin plata no hay futuro, así que no nos preocupemos de eso”.
—Entonces reinvéntame, coño... Te exijo que me reinventes.
—Carmen, estás borracha ya. Mira, las lágrimas te están corriendo el maquillaje.

8
A la cocina de nuevo, mi whisky necesita hielo. Es de noche. Si lloviera, refrescaría un poco del calor aquí dentro que ya se ha vuelto insoportable.
Carmen pregunta desde la salita si continúa siendo una mujer hermosa. Abro el grifo del lavaplatos y dejo que el ruido del agua abra un razonable paréntesis. Hay que hacer algunas consideraciones, medir las palabras. Sopesarlas.

A ver... yo sólo pienso en acabar la botella y pedir un taxi para marcharme. No sé, de pronto se me ocurre una respuesta que no le haga daño. O quizá sea mejor responderle con sinceridad.