2.8.14

Sobre El drama sin atenuantes, por Jorge Quiroga



(Conversaciones de Néstor Sánchez y Carlos Riccardo), Letranómada, 2012.

En su asesoramiento, en cierta instancia espiritual, Néstor Sánchez cae de pronto ante lo inexplicable, “el drama humano, el drama sin atenuantes por la brevedad de la vida”. Y esto lo enfrenta a la nada, al vacío en que se estremece y desde donde no podrá salir de ningún modo.
¿Quién era en ese entonces Néstor Sánchez? El hombre silencioso, terminó en la casa materna de Villa Urquiza olvidado de todo, desterrado de su propia existencia, murmurada lentamente (como si fuera de otro tiempo su íntima desesperación), lo efímero de su existencia extraviada. “Había sido una especie irónica de héroe, dice Carlos Riccardo, su interlocutor y el testigo que necesita para descargar fragmentos de su existir desolado.
En ese tiempo estaba preparando su libro, La condición efímera, especie de augurio, dimensión que sería la última visión de un mundo narrativo poemático “habitado por el misterio”.
Los “toques”, el insomnio tan temido, provocaron abruptamente la interrupción de sus charlas, que afectaban a ese ser sufriente, dolorizado, que atravesaba su crisis de locura con una descarnada reflexión sobre las aristas de su mutismo y desgarramiento.
Dice Mariano Fiszman en su presentación, que Néstor Sánchez “vivió obsesionado por la idea de la muerte” y después vivió el desencanto y la locura, la enorme grieta que lo aisló, y de alguna forma, lo protegió de los golpes de la vida, que sin embargo dejaron marcas en su cuerpo. No se acordaban de Sánchez en esos años de ostracismo, era el hombre que vuelve de una guerra interior, en la que ha sido devastado. La iniciación de los trabajos, de las enseñanzas ocultistas de Gurdieff, dividió su vida en dos, él que venía ya de una intensa indagación personal, no pudo remontar esa busca hacia sí mismo y que lo llevó a frecuentar las penurias de su trayecto hacia lo hondo de sí mismo.
“Los  “toques” eran fugas. Las más de las veces un estado ambulatorio, se iba caminando y no volvía por varios días”. La muerte era inevitable, y esa condición inexorable recorre todo el pensamiento de alguien acorralado por el tiempo, que lo transforma a pesar suyo en un ambulante que no tiene posibilidad de llegar a ningún lado.
Producir más y más dolor como si fatalmente todo entendimiento del mundo estuviese clausurado y forma un destino del cual no debe escapar.
La escritura: “Todo proceso auténtico de escritura es un proceso de pérdida”. Mientras Sánchez decide y abandona Argentina para pasar por Chile, Lima, Caracas y este proceso se va encadenando, a medida que experimenta su paulatina entrada a ese acceso oculto que lo hace vincularse con instructores, grupos y agentes espirituales, su literatura crece, pero también lo deja en soledad, desfigura su propia imagen, lo convence del sin sentido, lo despoja, y esa desmaterialización lo hace entrar en el signo de su suicidio, como una forma de presentar el desvío y la desorientación que ya empieza a sentir como un miedo inexplicable.
Rompe con un pasado donde esa barra original pertenece solamente a algunos momentos barriales de su existencia. Desarrolla en esos viajes un itinerario del que poco a poco deja de ser protagonista para entregarse a un orden iniciático en el que otra vez lo clandestino es la norma y van apareciendo nuevas máscaras que van poblando su indefensión.

Descubrir los poderes de esas significaciones logran trastabillar, y otras experiencias espirituales lo arrancan de su negación y de su deseo incontrolable de conocerse de una vez.
Aunque Carlos Riccardo rechaza absolutamente todo lo que es ocultismo, cree ver en esa búsqueda una tensión ética que se presenta como una reflexión sobre ciertas condiciones  de la escritura.
El diálogo se desarrolla con una intensidad  que procura encontrar  la verdadera  significación  de los interrogantes en acto, testimonian cierto contacto, y a la vez la singularidad  de la experiencia, el sinsentido de la vida está  presente en Sánchez, como un desafío y un límite. 
El  “carácter  ético de la escritura” visto como un ejercicio espiritual llevará  a Sánchez  “a catorce años de silencio” y a un vacío del que no podrá salir nunca, una suerte de suicidio, donde la voluntad es no salir de sí.
Ese “compromiso  con una verdad”, como argumenta Carlos Riccardo, involucra al ser entero, en una lucha desigual y reiterada.
El tema es muy fuerte, casi insoportable para Sánchez, porque el amigo interlocutor, plantea como pregunta lo que ya se desprende  de las circunstancias  mismas, y ese arribar al silencio y la locura, lo conducen  a preguntarse acerca de lo misterioso  de lo vivido, y en su  brevedad le anuncian  el escándalo de esa comprobación.
La escritura como fracaso, envuelve  las pérdidas “de otras disyuntivas  de comprensión”.
Pero si la escritura es un trabajo, de alguna manera emocional, que funciona como estructura de conocimiento, porque conduce a la enfermedad y al desgarramiento, como si en esa acción nos convirtiéramos en seres inertes, ¿no hay una compensación de órdenes, o todo se desliza a un inevitable destino? No lo podemos saber, hasta no haber pasado esa frontera entre los peligros que acechan.
Hay que “aprender a morir”, o entrar a esa zona donde los viejos se refugian en el sopor de una rutina  inmóvil .“Transformarse  en nada”, en el universo de quien asiste a la muerte y es conmocionado por esa destrucción , que es un movimiento hacia una eclosión que lo sobrepasa, como la mirada de un niño.
La naturaleza del horror, ante ese encierro en el dolor, está cerca de la condición de la locura, un padecer que parece inevitable.
“Usted tiene terror a dejar de ser” le dice Riccardo a Sánchez, y esta constatación abrumadora hace  que el camino de Néstor ante el quiebre de esa alternativa lo sumerja en la escritura, que es una posibilidad cierta.
El fracaso en la vida concreta lleva a escribir, entonces esto es una acechanza, que ciertas circunstancias vitales precipitan, el proceso se vuelve persistente, y el drama se va desencadenando como si fuera inexorable.
“Se dice que la muerte no es la pesadilla, en todo caso es el hecho de la conciencia de morir”( le dice Carlos Riccardo) y ante esa constancia la única respuesta de Sánchez es la idea obsesiva del  suicidio que proviene de esa conciencia  desgarrada, casi sin salida. Encuentra una  estafa, una contradicción, entre estar vivo y mejorar (pasa a un plano de iniciación perfectible).
Sánchez plantea que hay una especie de conocimiento ontológico que lo coloca en el discernimiento moral, en la asunción de diversas índoles y que ese estado le llega con una relación  permanente y que el no hacer, la absoluta inmovilidad, puede ser un camino fértil, que da la clave para crecer.
Se protagoniza un drama irresoluble, en el momento en que la conciencia de uno mismo, de la identidad, se enfrenta con su propia condición efímera, la presencia/ausencia de la muerte golpea, y hay un instante inesperado donde se cae, en el darse cuenta, de lo ilusorio de la vida, de su carácter de sueño, que en Sánchez se vincula, con el tema de la salvación y el destierro, de su disolución. Lo único que queda ya en los dieciocho años es la literatua, que una etapa posterior clausurará el sentido.
El descubrimiento del mar, de la lluvia, nos une con el universo y nos deslumbra, como si naciéramos a una vida material, a una presencia imposible, que va desanudándose en nosotros y nos acerca a la idea de la creación, nos reparte entre las cosas del mundo. Es cuando  lo incomprensible se adueña de las intuiciones  primordiales.  
Se pregunta cuál es el drama y ve en la hipersensibilidad ante la muerte, el sendero hacia una conciencia de la enfermedad que está en germen, y que trae, otra vez, la imagen del desierto. Pero todo conduce al padecimiento y la escritura aparece como la aseveración de la vida.
El signo astral  de acuario, símbolo de la abundancia, le confiere cierto don, que desata en él, un sentido de desesperación que lo consume. La escritura la entiende como una especie, un modo, que no es enteramente ni satisfacción perversa, ni refugio, y en ella encuentra el humor necesario ante la muerte, que es su salvación provisoria.
La vida fue festejada, dice, como un milagro, sin pensar que era una maldición, como cree entender  en Freud, simplemente porque la virtualidad biológica de vivir, como una posibilidad, y el simple azoramiento, deja una constatación: “la inexplicabiñidad del drama humano”, “el drama sin atenuantes” debido a la brevedad de la vida, este  escándalo  lo llena  de miedo, y lo aísla cada vez más.
Surge entonces  la unidad de quebranto, el silencio quejoso de la escritura, que  poco a poco se vuelve para él un  asunto inmoral, cuando avanza en sus investigaciones y desiste de escribir, y por consejo del instructor la retoma, continúa con su novela El amhor, los orsinis, y la muerte.
El sentido del despertar (“que está presente en diversas tradiciones”) a Sánchez se le manifiesta como duda y pregunta, porque ese estado y la conciencia de ello, lo relaciona con la muerte, a aquello que no se puede comprender, a una condición efímera, que la negación postergaba.
El dolor, el padecimiento, ya forman parte de su ser, ese sufrimiento le era inherente, y aunque no lo quisiera, tenía que ver con la existencia.
Darse cuenta, estar cerca de la cotidianeidad, y cuando él le habla al iniciado, y este le responde que su preocupación es culterana, sin siquiera decirlo, le está contestando con la eternidad que  tienen por delante, como una señal que atrae algo así, como una esperanza que está por venir.
El hombre baja la montaña sin saber porqué. (Carlos dice: “hay una pendiente que se va bajando”, y este descenso hace que lo haga, con las suposiciones e ilusiones, hasta llegar al gran valle. “La búsqueda de sentido proviene de la desolación”, y esta interperie, ese ir hacia la nada, es una suerte de transición, sin perduración posible.
Carlos le dice que es una desilusión lúcida ese despertar, y que constituye una verdadera paradoja, el descenso (muy bello como imagen trae esperanzas, en Don Juan, en Gurdieff, que contradice la muerte, la tragedia que Sánchez instala como “pregunta, que no se puede responder, porque hay que  evitar”, vivir sin pensar siempre en la muerte “limar las asperezas, limpiar el camino”.
Amarse a sí mismo, agregar al cielo esa convicción, esa belleza amorosa, lo poco que queda después  de sentirse devastado.
La escritura significa una pérdida, va vaciando en la búsqueda y el lector es escaso, a veces se accede a la verdad, como imagen, comprobación de la Literatura, que es la desaparición de aquello que se sólo se vislumbra.
Se da cuenta que plegarse sobre sí mismo no alcanza, no sirve de consuelo, y anestesia, es sentir ese vacío expresivo, que las palabras no pueden completar.   
La búsqueda del dolor, también es un convencimiento, agarrarse para seguir, para continuar en el tiempo, y para vivir, obliga a encontrar otros, que ayuden ser uno mismo.
La interperie ante la muerte desgarra, y nos deja inermes, podrá anunciar la inmovilidad, de no ser una carga.
Cuando uno encuentra su desierto, ya nada es posible, y la vejez en su cotidianeidad invade todo el mundo hasta extenuarlo.
Los suicidios, define Carlos, son formas de desaparecer, una anulación que se convierte en constancia. La muerte cuando entra en la conciencia, es inexorable, y la nada es una condición y una propiedad.
El drama consistiría en el no hallar explicación ante lo efímero, lo volátil de la muerte, el hilo que se corta y nos deja en la más absoluta indefensión, donde ya todo no sería verdadero, sino simplemente ilusorio, un mundo de silencio e inmovilidad, un mundo hecho nadas más, que para ser un desierto inhóspito.
Todo llevaría a ese centro de la auténtica inacción, a esa posibilidad cierta de pérdida, que la escritura solamente atisba.
El golpe no se puede atenuar, es decir disminuir, ni siquiera en su intensidad, sin la mano de Dios, mantiene al hombre en la lucha por el dolor, hasta que este le sea insoportable y tenaz.
Es aquello de lo cual, al conversar, inmiscuye una conmoción, que existe como enfermedad, sin salida necesaria, que es precedida por el aletargamiento de los sentidos, hasta extenuar una lucidez imaginaria.
La vida como sueño, en la que la vigilia, es un descanso  provisorio,  que lleva a la transición ambulatoria, a no poder detenerse.
El valle del padecimiento: “la vida pasa y uno tiene más años de edad, pero no hay consuelo, consolación real en esa disyuntiva de orfandad que cae sobre la vida” N.S.
La indigencia es extrema, no tiene atenuantes, transcurrió rápidamente, podría haberlo hecho de otro modo, y Sánchez no sabía, ¿qué estaba buscando, acaso el hombre como testigo sagrado, destinatario de todo ese derrumbe?
El que se declara inocente, enfrenta la verdad, su carga, la encrucijada no es la ingenuidad probable, hay que quedarse dormido, negar el despertar religioso, sino dormir, e ignorar siempre el consuelo posible.
Quedan “los caminos del corazón” , aunque la feroz lucha por la vida, tiene mucho de ficción, de paciencia inmotivada.  
Lo único real, el enfrentamiento  con la nada, tal vez es lo que existe, Carlos le inquiere acerca de la fusión, la embriaguez, que quizás son formas del suicidio, y la mente en blanco le formula la paradoja de que no hay consolación.
En ese sentido “Toda religión es una neurosis, la enfermedad late, el pesimismo freudiano más absoluto campea, la incredulidad  hace  aparecer el drama de vivir, con toda su contundencia.”
Hay personas que como los árboles, cumplen un ciclo, y no se preguntan nada, simplemente pasan, están resignados a no interrogarse, a que todo ocurra primitivamente.
No hay nada que explicar, no obstante hay una imposibilidad dramática, la de no hallar el camino hacia esa constatación, que nos haría distintos.
La escritura para Sánchez “fue un estado de gracia, que implica el conocimiento más hondo de uno mismo” y entonces es posible pensar sin sentido, con la propia muerte, siempre acechando.
Sánchez, en el momento de esta conversación, ya percibe se estado como probable, y ve algún nuevo libro suyo, signado por algo que le impide escribir, la negrura  ya se ha adueñado de  su ser, y permanecerá  en el silencio.
Escribió la épica del desasosiego, del desajuste existencial, (no conviene verlo como un sujeto trashumante) su errancia lo lleva a un tremendo dilema, que de por sí es una extrema visión. Por eso interrumpe  abruptamente estos encuentros con Carlos Riccardo, porque todo le duele, lo conduce a la manía ambulatoria, que lo deja perplejo, sin aliento. Ha quedado  solo, ya ni siquiera puede hablar. No hay nada que decir, está azorado, su destino está cumplido.