7.10.13

El oso del milenio, por Luis Thonis







Lo sorprendió el descaro de esa mujer, Griselda, que parecía brotar del perfume de los dos lunares rojos de su vestido
–Para usted, ¿qué nos depara el cielo del nuevo milenio? –inquirió ella colocándole la mano sobre el hombro.
–No sé: más cañitas voladoras en el cielo y más petardos y buscapiés en las esquinas. Los argentinos ni en otros mil años aprenderán a divertirse. Y mire que tuvimos payasos… buenos artistas de los que no aprendimos mucho.
Estaban en un café próximo a su casa, decidió mostrarle los dibujos ahí dado el desorden a que estaba habituado. Sus antejos estaban tallados en armazón de cuerno. Estaba interesada por una serie de dibujos suyos a propósito del centenario. Había algo empalagoso en su cortesía, escudriñaba con ojos miopes y sugestivos párpados violetas. Uno solo le arrancó epítetos de elogio a su boca hinchada de lápiz labial: su caracterización del oso carolina, el único que no pensaba vender.
Había que llevar al extremo, le contó a Griselda, esa abnegación carnavalesca de principios de siglo, donde el hombre de piel de oso se mezclaba con comparsas que pirueteaban en torno a un payaso envuelto en sedas con lentejuelas de plata y rosetones de óleo.
En su dibujo, el hombre era paseado como un perro con la piel de un oso, acusaba una expresión de martirio en la punta del hocico, como si en ese palo que le atravesaba el pescuezo se concentraran todos los sufrimientos  de los seres más ridículos, vejados por su misma debilidad. De chico, en un corso porteño, entre trenzas de serpentina, había visto uno y eso lo inquietó. Su tío lo tomó de la mano y dijo palabras que nunca pudo olvidar: “No tengas miedo, el oso apenas puede caminar. Antes, cuando sacaba la cabeza, todos se reían de él y yo pensaba que adentro había un tipo que se deshidrataba por el calor. Eso, sí: nunca hubo sobre la tierra un papanatas semejante”.
A veces había peleas entre murgas, el oso participaba y cierta vez alguien le prendió fuego. En los corsos desfilaban carruajes disfrazados de cortesanos donde el oso carolina realizaba piruetas para la Princesa elegida. Hubo una competencia entre los diarios para ver cuál era la mejor máscara y venció el oso carolina.
A Griselda la había conocido por Iris que era mucho más reservada que ella. Iris era muy femenina, pero su imaginación tenía mucho de masculina: atrapaba. No era el caso de Griselda. Quiso comprar el dibujo del oso, él dijo que todavía no porque iba a ilustrar una serie de textos de un amigo. No le dio a conocer el verdadero motivo de su negativa.
En ese dibujo había una solapada huella autobiográfica, quería exaltar el recuerdo del oso, el afecto del tío por el patán del corso, que se alojaba en su memoria con una laya tutelar, una imagen que superaba a los mismos próceres.
Ahora trabajaba en una serie de zeppelines que no interesaron a Griselda. No sabía de ellos. Los zeppelines eran para él los osos carolina del cielo: en la guerra fueron desastrosos para bombardear y fáciles blancos de las armas antiaéreas pero se deslizaban con inimitable gracia a principios del siglo XX. Una semana después lo invitó a una fiesta que se daba en una mansión cedida por el propietario a un grupo de amigos, que, aseguraba ahora con la cara llena de hoyuelos, eran la gente más divertida y rara de la tierra.

Se venía el dos mil.
Irrumpían en distintas casas para celebrar el tiempo venidero. Y no había casa que a Iris le viniera bien.
Griselda le causaba rechazo, no porque se dedicara a la confección de lujosos y extravagantes zapatos sino por las ínfulas con las que hablaba, propias a quien está habituado a la adulación por cada cosa que dice y hace: murmuraba muy seguido la palabra “maravilloso”. Estaba interesado hasta la intriga por Iris que al parecer se la presentó para desentenderse de él. Gente rara y maravillosa para ella debía ser gente frívola, pensó desanimado. Algo en ella le llamaba la atención: su interés por ese dibujo.
En la fiesta lo aturdieron un retintín de sortijas, una luz que era una cascada de gajos azules desgranados y arrumacos de ella y alguien con chambergo. La miró como mujer y se dio cuenta de que era atractiva. De cuando en cuando lo miraba y le sacaba esa lengua carcamana. Era una fiesta informal de disfraces, con un aire pagano y ritos improvisados. Toda gente de dinero, especialmente nuevos ricos, llegaban en autos último modelo, eran capaces de pisarlo a uno para evidenciarles que habían accedido al cuerno de la fortuna. Como réplica se imaginó como un sátiro, guantes de cuero, frac y botines, violando a todo lo que se opusiera a su paso.
Su estancia era desdorosa, un ajeno entre extraños que se amartelaban aun si nada tuvieran que ver entre sí. Griselda seguía con sus guiños y muecas, bailoteaba con su compañero.
Parecía alguien difícil de decepcionar.
Iris era su socia en la industria del calzado, y se quejaba que ella eligiera las drogas más peligrosas. Hacía tiempo que Iris quería que se conocieran. Fue ella quien se la presentó y, como regenteando relaciones, aseguraba que Griselda no era una chiruza cualquiera, que era una mujer de gusto, ahora le sobraba dinero, y hasta podía ser la mujer de su vida porque había pocas como ella. Él era demasiado serio, quería una mujer risueña y andarina pero inteligente que evitara que sus palabras se volvieran ripios y sus dibujos escrachos.
Él sonreía: hace tiempo que pensaba que las historias de amor suponían un trabajo arduo que desconcentra. Estaba de vacaciones y se llevaba bien con su soledad. Las mujeres convencionales lo aburrían, tenían que ser salvadas de algo o estar un poco chifladas para que le interesaran de veras. Iris tenía mucho de eso, pero adoptaba con él una irritante actitud maternal: se empeñó desde el primer momento en arreglarle la vida cuando él trataba de arreglarse con ella. Quién se creía que era. Siempre suponía que le faltaba algo. No le daba mucho crédito a su melancolía sin raíces porque era indiferente a sus dibujos pese a que no dejaba de teorizar sobre estética.
El nombre de Griselda surgía a menudo en su voz cristalina. Quería enderezar su vida como si hubiera tomado un camino equivocado: él era un buen partido, sugería, morosa y con una seguridad aplastante, como si él le hubiera rogado que lo ubicara como una acomodadora de cine en el rincón de los abrazos.
Las piernas de Griselda despertaban una atracción próxima al hechizo. Era lectora de una literatura donde la mujer era el problema central. Cada vez entendía menos de mujeres. Ellas lo buscaban, enloquecían por él un mes, seis meses, a lo sumo un año y luego lo despedían con vehemencia o indiferencia como si nunca lo hubieran conocido, aferrándose a cualquier detalle. Las locuras que podía hacer una mujer cuando estaba enamorada eran inverosímiles, se convertían en cajas de resonancia de las que salían ocurrencias extraordinarias, historias con sus acertijos y nudos de cordel. Griselda es otra cosa, decía Iris. Ella había captado algo de él a través del oso carolina donde coexistían la feroz inocencia de la infancia con el presente actual, “civilizado y selvático”.
El en el dibujo del oso había puesto lo mejor de él. No era dogmático, no abrazaba una teoría estética, pero cierta vez leyó un ensayo sobre la haecceitas de Duns Escoto en el cual ponía el acento en la forma individual. A través de ella, Gerard Manley Hopkins, el poeta jesuita había formulado su teoría del inscape que invitaba a encontrar la máxima singularidad, el tono de cada cosa y le había hecho concluir que en oso brillaba la gloria de Dios. Era agnóstico pero eso daba cuenta de lo mejor que había hecho. Leyó un poema de Hopkins donde se refería a la púrpura del trueno.
El apostaba a que cada obra fuera la púrpura misma.

Una semana después, Griselda lo invitó a su casa, haciéndole probar distintos tipos de bebidas y sales orientales que lo embotaron,  junto a sus comentarios sobre la quiromancia. Fue a su pieza y apareció semidesnuda, como invitándolo a que completara lo iniciado. Tuvo ante sí la perfección de sus piernas. Ella lo advirtió y antes que pudiera fantasear con ellas, le informó que iba tantas y cuantas horas al gimnasio. La arrojó a la cama y se subió a caballo sobre ella que estalló en risas y como si fuera una potra lo hizo volar por el aire.
Él se sintió inerme sobre esta musculosa atleta que evitaba toda solemnidad y ante su pubis se separó para ver quién era, aunque no sabía si se trataba de él o de ella. “O sos demasiado perceptivo o sos un flor de neurótico”, sentenció Griselda.
Las dos cosas eran ciertas, para perderse en otro había que olvidarse de uno y si era posible del mundo.
Hubiera un año antes dado cualquier cosa para tener una mujer así; ahora, le temblaban las piernas y no lograba dar con la nota que despertara su deseo. Pensó que Iris tenía razón cuando decía que si bien él no tomaba en serio al arte seguía puntualmente la mitología de tipo de artista para el cual nada podía ir demasiado bien y se pone a patalear ante la inminencia de la felicidad. Forcejearon y se dio cuenta que ella era más fuerte, no se dejaba acomodar como él quería, resistía en cada posición, era indomable esta Griselda.

Un año antes hubiera sido distinto: estaba robusto y fuerte, pero su entrega al dibujo lo había debilitado, como si el oso carolina lo hubiera aspirado sus energías. Griselda de un golpe podía descabezarlo como a un fósforo. Ahí fue cuando comenzó a desearla. Ni bien ocurrió esto, ella abdicó de toda resistencia, se dispuso a dejarse dominar: hacé lo que quieras conmigo. Quiero sexo duro, añadió con palabras mordidas. Oír la palabra sexo lo desexualizaba. Hizo cuanto pudo, el oso carolina le fue devolviendo las fuerzas y la presencia lujuriosa de Griselda la transformaba en sexo, sexo y más sexo. La avidez de ella no tenía límites. Se transformó en una máquina erótica que funcionaba a todo vapor y la hizo acabar varias veces hasta dejarla exhausta. La miró como un alumno ante su experimentada profesora y ella le dijo: “Estoy bien cogida. Sos uno de los pocos hombres que no es puto. Y no me refiero a lo homosexual…”
–Alegre mascarita que me miras al pasar –diría el oso carolina– contestó, aliviado y riéndose por primera vez.
El único interés de Griselda parecía ser que él fuese efectivo en la cama. Actuaba como si lo conociera desde siempre. Por momentos se explayaba sobre el tema de la mujer como si hiciera una tesis, citaba a Safo, Ibsen y Bachofen, entre los nombres que retuvo en una larga tirada.
Su cultura era de segunda mano, estas frases ya se las había escuchado a Iris, que era docta en culturas antiguas. Griselda sabía de licores exóticos que favorecían el contacto de los cuerpos.
Griselda, como las mujeres anteriores, podía reemplazarlo por otro en cualquier momento.
Cualquier cuerpo era sustituible por otro según ella. ¿Se debería a la pérdida de la haecceitas?
Tal vez él no la había extraviado: recordaba hasta el olor del cuerpo de cada mujer, cada forma del tacto, la aventura de cada historia era lo que lo apasionaba más. Con Griselda todo parecía una especie de contrato. Nunca se le hubiera ocurrido pronunciar la palabra amor. Lo único que le quedaba en la memoria eran sus altos pómulos, sus cejas bien marcadas, pasados los actos reiterados, todo le resultaba quisquilloso, y en cierto modo, tan olvidable como compartir un rato como una profesional. Naufragaba como el barco del poeta pero sin escenas dramáticas o reproches, sin que le hablara de su infancia.
Griselda tenía la extraña cualidad de hacerlo sentir culpable cuando desprendía su corpiño y lo apretaba con la pierna contra la pared.
Tuvieron un sexo más feroz que duro, cuando mejor se daba, menos importancia le concedía ella que de pronto dijo que en adelante serían solo amigos porque se había dado cuenta de que estaba enamorado de otra. De quién, preguntó, asombrado. No dio respuesta, y en silencio dijo: “lo sé, lo sé”.
La amistad entre ellos coincidió con los timbrazos de unos seres que estudiaban las vigas de la casa como para grabar sus nombres en ellas. Venían con Griselda a visitarlo y festejar el nuevo milenio. Iris llegaba después y todos la rodeaban como si fuera una reina. A este grupo lo que menos le faltaba eran propiedades, compraban incluso algunas en el exterior, las vendían y volvían a adquirirlas, dejaban de ser locos cuando se trataba de especulación y negocios.

Iris aseguró sin pedirle opinión que habían dado con el lugar adecuado, su casa, para celebrar el milenio, elogiando su aura de artista. Las casas ordenadas y lujosas eran como osarios, aquí, en cambio, el azar era el principal invitado. ¿Qué azar, se preguntaba? Estaba siempre acompañada de esos tipos zafios, díscolos, extravagantes, y no se cansaba de repetirle que iba con ellos a todas partes: salvo a la cama, estaba siempre con su tribu. ¿Es tu modo de hacer el duelo conmigo?, le preguntó a Griselda aunque hubiera querido reprocharle algo a Iris.
Había conocido tipos raros, pero éstos no hablaban nunca cara a cara, bailaban y se pegoteaban entre ellos, ninguno tenía una pareja fija. Tenían los mismos gustos, decían las mismas frases y hasta eran idénticos sus ronquidos asmáticos.
La soledad que antes era para él algo delicioso, casi idéntica a la libertad, comenzó a molestarlo. Iris, cada vez más entrada en carnes, estaba siempre drogada y lo impresionaron más sus ojos tísicos que encontrarla en su cama con Griselda. El trató más de una vez participar en la supuesta diversión que practicaban, pero no tardó en sentirse ridículo, como si fuera parte de un rito supersticioso en el que ninguno de sus practicantes cree.
Habían elegido su casa, un chalecito a medio levantar, como centro de sus fiestas semanales. Llevaban y traían sus bártulos y uno dejó una batería que tocaba sin cesar ni bien entraban.
El pequeño jardín de entrada estaba falto de polen, tal vez porque esta gente espantaba a los insectos. Dejaban todo hecho un chiquero: sus dibujos tirados en el piso, el encalado de la pared con inscripciones proféticas. Con energía le preguntó a Griselda qué era toda esta fanfarria del nuevo milenio.
Será- dijo con tono solemne- el siglo de las mujeres, el poder en el futuro será nuestro, vamos hacia un matriarcado planetario, no sé cómo no te das cuenta. No, no me doy cuenta, dijo. La mejor prueba es que no te gusta que vengamos a festejar y no te oponés.
–Vos decías –casi la acorraló– que yo no era puto, ¿qué pasa con tus amigos? Ellos van a ser la nueva especie de hombres –respondió–, los ninfos, lo único que tendrán que hacer es servirnos, vos sos irrecuperable. Lo que no significa que no haya que disfrutarte.
Ella lo dejó mudo. Se daba cuenta que cuando dijo que no era puto no había sido un elogio a su masculinidad sino más bien una crítica al paria de una especie destinada a desaparecer.
Tropezó con algo: su dibujo del oso carolina estaba en el piso y alguien le había cortado la cabeza. Habrá sido un ninfo hijo de puta –se dijo.
La serie de zeppelines que estaba dibujando quedó intacta. Habían seleccionado a su oso como blanco selectivo. No se atrevió a decírselo a Griselda o a Iris por el impacto que le causó. Tenía ganas de matarlos a todos: cuando esto sucede que es que uno se encuentra en una impotencia total. Ahora entendía mejor su historia o ausencia de historia con Griselda: ella había querido tener algo con él para irse despidiendo de una vieja especie, pero no era una decisión suya, el interés por él o por el oso, lo mismo daba, había sido incentivada por Iris. ¿No quedaban entonces más hombres? ¿Cómo saberlo y por otra parte todo esto qué importancia tenía? A él nunca le interesó el matrimonio, ni atacar o defender a la familia.
No le encontraba gracia a esta especie de militantes del milenio futuro. Para incorporarse a un grupo uno necesita una suerte de rito de pasaje. ¿Sería el descabezamiento del oso? Lo peor es que ya no tenía ganas de dibujar. Tampoco de leer. Estaba famélico de inspiración y las tentativas de volver a dibujar a su oso de infancia fallaban. Todo se había vuelto chato, había perdido el inscape. Ahora se habían apropiado de su casa y no tenía intenciones de echarlos porque temía sentirse solo.

Al entrar tuvo la impresión que todos estaban a la expectativa de su menor gesto. Hasta podría decirse que se burlaban. Vio a Iris entre reflejos platinados. Nunca la había visto tan bella y dominante. No reconoció a esa mujer que lo abrumaba con sus cuidados, preocupada por protegerlo y que trababa de expulsar de su cabeza con un dejo de indiferencia.
Era otra Iris, desparramaba vida y atraía a los ninfos como mariposas insistentes. En medio de los aduladores que giraban en torno a sus altos tacones, Iris parecía una reina enigmática, enajenada en una comba del cielo, cuya sola visión desgarraba el pecho con latidos y efluvios. Uno se  olvidaba del olor a tirantería podrida y de la comida vieja echada a perder en los rincones. Quiso empezar una charla para aparearse con ella, pero era imposible hablar a solas. Griselda lo pellizcaba y le ofrecía compartir un cigarrillo de marihuana.
Iris le mostró una mirada de odio que nunca le había conocido. Griselda lo registró y se apartó de ellos como si hubiera sido tomada en falta. Vio cuerpos semidesnudos que se palpaban unos a otros, pero el desliz de cada mano resultaba premeditado, afín a un eros limosneado. Descubrió que Iris era la líder o la pitonisa de esta secta del milenio.
Esta orgía carecía de erotismo o revelación y lo único que podía apechugar era ese polvillo que flotaba sobre una Iris convertida en maestra de ceremonias, que vivía esa fiesta a espaldas de otras conmemoraciones, haciéndolo dudar de la fecha y el lugar, como si ante el nuevo milenio se encontrara en un confín del mundo.
A esos intrusos debía hablarles como una divinidad que emergía de los tiempos del neolítico que evocaba a menudo y que reaparecería en una época donde los hombres ya no querían ser hombres, sólo amamantarse en una fiesta interminable, aturdidos por su diosa. Era algo tranquilizante y seductor pero decidió no rendirse y seducirla a ella. Los intrusos más filósofos hablaban del eterno retorno y del olvido, bien, él les haría recordar que algo inesperado retornaba bajo la forma de un oso.
Somos el futuro, decían alelados los intrusos, mostrándose como patéticos artículos vivientes. Iris no era una sacerdotisa de un laberinto donde se cuadra la bestia, o alguien que dispusiera de hidromiel en un flanco de montaña, la diosa cazadora de la triple forma.
El único ritual que había en ella era la predisposición a esperar que el tiempo transcurriera porque tenía un as de espada, oculto como un falo en su negro vestido, esperar la llegada de nuevos invitados con una contenida ansiedad que podía extenderse a todas las criaturas del universo, transformados en actores de cine. Y todas las escenas que había presenciado en los intrusos eran parte de películas, eran dobles de dobles que entonaban la sinfonía para el matriarcado que prevalecería en el nuevo milenio. Para Iris no había pobres ni ricos, no contaban las guerras que había en el mundo, sólo se ocupaba de los modelos de criaturas para una nueva época de la humanidad donde las mujeres como ella o Griselda ocupaban un lugar de vanguardia. La vanguardia es lo único que queda luego de cada catástrofe, aseguraba un ninfo filósofo con una voz blanducha a quien le hubiera gustado llenarle la cara de moretones.
Iris era convencional en medio de sus raptos y cuando blasfemaba contra su padre –contra todos los padres– la sangre se le encendía como si fuera una sacerdotisa en trance. Eso la hacía desearla, tanto más cuando  estaba vedada.
Estos nuevos paganos hubieran avergonzado a Dionisos con sus drogas suaves que iban de la mano con las argumentaciones de la superioridad de los genes femeninos, del clítoris como una prominencia sutil y que se escandalizaban de que en mundo todavía hubiera guerra. Exaltaban como a una heroína, absuelta por demencia momentánea, que le cortó el pene a su cónyuge. Una de las mujeres explicaba que lo erótico es cuestión de relajación y pregonaba modos de volver a tocarse, como vías para descubrir una sexualidad viva. Al parecer, ganaba mucho dinero con esas boberas tamizadas con un argot orientalista. Cuando esta mujer habló, la fiesta perdió la poca alegría que tenía. Había que saber tocarse, insistía, llamado a derrotar la represión. El, para ponerla a prueba, le rozó el trasero y se lo apretó y la mujer explotó toda su alcurnia barrial. Si te hacés el vivo conmigo, te denuncio a la policía por abusador, ahí tengo amigos –dijo– como si la alfombra oriental donde volaba se hubiera desvanecido en un segundo tras ese contacto, caído con su tul negro y quedara en el piso para ser pisoteada.
Ante esas bacanales prefería emborracharse como Dios manda. La sola mención del nombre de Iris le trepaba por la columna vertebral. Pensar en ella como una luz sobre un paisaje resbaladizo y decir que estaba enamorado era lo mismo
Mientras las fiestas se repetían en su casa, se había detenido en los diarios que todos los días contaban la noticia de mujeres asesinadas, siguiendo el mismo guión con algunas variaciones: la mujer dejaba o rompía con el hombre, comenzaba su relación con otro y éste de pronto, contradiciendo su vida anterior, se las arreglaba para asesinarla.
Fue juntando los recortes de los diarios y se los dio a Iris que vio en esto una confirmación de sus argumentos: “Son putos, dijo, estos machistas muestran que ya no hay más hombres, son sub hombres, están derrotados sexualmente y el crimen es el modo demente que tienen de recuperar alguna autoestima. Mis amigos lo saben y abandonaron toda resistencia.”
–Yo nunca asesinaría a una mujer que me deja, más, me llevo bien con mis ex novias– dijo como defendiéndose y lamentando que algunas se hicieran amigas entre ellas, estableciendo un sistema indirecto de control que fulminaba a cada nueva candidata.
–Vos pertenecés a una minoría en extinción. Tenés el arte. Si no estuviera metida en esto me enamoraría de vos. “Esto” aludía a esta especie de secta que lideraba. Tal vez por eso repetía la necesidad de sacrificar a alguien, como si las formas volátiles pudieran tomar cuerpo y descender a tierra, para que dejaran de cavar sus tumbas en el aire.
Iris silabeaba como una pitonisa: En nuestro tiempo lo frágil, lo volátil, lo aéreo, se han mostrado más resistentes que lo sólido. El sacrificio es necesario para lograr una estabilidad, necesitamos que sea algo muy antiguo y ultramoderno.
Desde que los intrusos ocuparon la casa, Iris había entrado en carnes, pero a él le bastaba contemplar su larga y anochecida cabellera para estilizarla en la forma más etérea que pudo concebir.
Esa noche los invitados siguieron llegando, cada vez eran más, la fiesta seguía en las puertas de su casa, en la vereda, ocasionando protestas de los vecinos acostumbrados al silencio en ese barrio próximo a la gran avenida.
Los invitados cambiaban frecuentemente sus nombres de pila entre confesiones amoscadas o rabiosas, propias de una confraternidad festiva que a fuerza de gesticulaciones quiere instituir una alianza.
El era un tema recurrente en sus diálogos, tal vez porque era el único diferente. Iris no tenía mucho que ver con sus devotos. Con candor le dijo que había llegado el tiempo del sacrificio y que la mejor manera de vengarse de su padre no era odiar a los hombres sino matar a una mujer.
Eso significaba –explicó– una transfiguración semejante a la que experimenta el ágata que da un color diferente si se confronta con  un metal o el cobalto.
La púrpura del trueno –pensó en el poema de Hopkins– aunque no se trataba del mismo dios de Iris.
Quiso terminar con tanta bulla. Quiso expulsarlos uno a uno. Pero era difícil. No se atrevía a dirigirse a ese señor bien trajeado, nuevo visitante extranjero, aparentemente  suizo, que le sacaba humo a una tagarnina con un gesto avezado convertía su carácter aséptico en ostentación. Cruzó unas palabras con él y a poco le dijo: Fui amante de una grande cocotte que no podía vivir sin hashish.
–Pero que historia interesante- se entremetió una mujer cuyo cabello oscuro le tapaba el rostro.
Pidieron datos, mezcló retazos de historias, le preguntaron si existía el amor.
–El amor no existe –trató de resultar solemne. Lo que existen son las cartas de amor, se las escribe para que el que recibe las queme y así demuestre su inexistencia.
–Oh, se sorprendieron la mujer y el fumador.
Varias veces ensayó poner fin a esa comedia con un golpe de karate en la nunca de un charlatán de política o, aunque más no fuera, con una zancadilla. Pero no, él también estaba actuando sobre esa arena que no quemaba ni crujía, atiborrando de olor a cera nauseabunda y terminaba yéndose al bar de billares, junto a un plato de insolentes maníes y aceitunas negras, mirando, ensayando solecismos antes los taxis que pasaban la avenida, pensando si las jugadas de billar que reflejaban en fragmentos los espejos podían dibujarse como una partida de ajedrez.
Se había alejado de sus amigos y no sabía contarles lo ocurrido. Se hubieran burlado hasta el cuadril. No tenía a nadie con quien planear una estrategia o que le sirviera de medio o trampolín para que se fueran para siempre. Lo desalentaba su modo de ser cobardes.
Lo miraban a menudo de manera altiva, hiriente, les encantaba humillar al prójimo aunque todo el tiempo hablaban de solidaridad, eran todos adinerados pero decían pestes de los ricos y su amor a los pobres, pero se burlaron de la mujer que venía a hacer la limpieza todas las semanas. Ni bien se los enfrentaba se tornaban larvas y eso causaba repugnancia. Intentó hablar con un orangután calvo que hacía vaticinios políticos. Ni un martillazo de herrero podía abrir esas cabezas que confundían los ritos orgiásticos con atiborrar de puchos en piletón.
Buscó a Griselda, hacía tres días que no venía, siempre esperó que entre ellos volvieran a surgir esas risas saltarinas de los primeros encuentros. Sin el floreo sostenido de sus nalgas que por un giro acrobático exponía la cualidad de todo su cuerpo, la danza perdía todo encanto.
Esa noche, Iris, cuando se fueron los últimos invasores, le pidió quedar a dormirse. Le cedió su cama y él durmió en un colchón en el comedor.
Iris despertó a la mañana y se sintió libre de la pétrea mirada de su padre, mil veces hecha trizas y renacida, el rabillo del ojo alerta. Él tomó unos mates y se fastidió al ver que no quedaban ni galletitas y quiso irse para evitar un encuentro.
Iris lo alcanzó y lo tomó del brazo: Griselda  ya no va a molestarte más –dijo, con sus párpados a media asta– y los intrusos no van a volver. Tuve que matarla, son muchos los motivos. No quería apartarse de mí, día y noche me hostigaba, quería quedarse con la cabeza del oso. Ahora está hecha pedazos, se congela en la heladera.
–Vos fuiste la que le cortó la cabeza al oso…
–Vi que ahí estaba una fuente de tu poder, quería convertirte en ninfo, te envié a Griselda que ensayó todo su arte sexual para feminizarte. Fue inútil.  Me fui enamorando de vos, no quise que alguien como vos se extinguiera antes de haberlo amado.
–Sos una criminal…
Iris soltó una sonrisa: como si fuera el primer crimen que cometo. Los labios de Iris mostraban una saliva espesa. Todo esto es un cuento macabro, dijo él. No –respondió Iris: leí mucho sobre los sueños. Siempre en medio del sueño hay una pesadilla, bueno, esto es un sueño en medio de una pesadilla. Algo que concierne a vos y a mí solamente y nadie puede entender.
Asesina –gritó, pensando no sólo en Griselda y en el oso–, la tomó por el cuello y comenzó a asfixiarla. Miró sus ojos, estaban entrecerrados, no se turbaban, ella no ponía resistencia alguna. Vio que le faltaba el aire, tenía sólo que darle el apretón final, pero no pudo, se fue desprendiendo de ella con un súbito temor.
–Te dije que no eras puto– sonrió Iris.
Se fue dando un portazo y decidido a no volver nunca más a su casa. Quería  que la tierra lo tragase, comenzó a arrastrar su tirria en la bebida, cuando le sobraba algo de lo que mendigaba durante el día, durmiendo en parques, plazas, donde fuera lejos de Iris y de esa casa.

Meses después, unas manos lo tocaron cuando dormía casi en andrajos en la escalera de un portal. Era Iris: lo trataba con dulzura, detrás de ella unas palmeras se meneaban contra el cielo como anunciando un trueno púrpura. Lo llevo a su casa sin que opusiera resistencia: el chiquero había desaparecido, todo relucía, limpio y lujoso. Cada cosa estaba en su lugar, desde el peine en el baño, los jarrones de bordes dorados, los prismáticos que nunca usaba y hasta las ciruelas negras de la cocina.
Ni la mejor ama de casa habría alcanzado tanta eficiencia.
Iris declaró haberse encargado de todo, tarareaba un aria familiar. Sus dibujos estaban apilados, encabezados por el oso sin cabeza.
–Hay gente que se volvió loca por culpa de este retrato- dijo Iris con cierto dramatismo. Espero que no te hayas creído que maté a Griselda. Cuando le dije que no iba a seguir con la secta se ofendió y se fue de viaje a Brasil. No creo que vuelva, está en busca de una nueva secta.  Esta cabeza –señaló al oso– sirvió para que estemos juntos. Fue necesario pasar por eso –murmuraba Iris, apretándolo con fervor contra su cuerpo.
–Yo soy tu oso, querías escuchar eso, se oyó decir con cierto alivio –tratando de capitular los sucesos, claros y oscuros, estilizados por un viento pagano que soplaba incesante, ajeno a quienes hablaban contra las convenciones pero ponían el grito en el cielo si uno les tocaba el culo y celebrarían como un acto poético el ser cortados en pedacitos.
Le demostraría a Iris, apartando esos tirabuzones de su cabellera en haz sobre sus orejas perfectas y descorchando una botella, que las luchas de esa mujer sin tiempo por un tiempo venidero no tenían sentido ante un oso suburbano de principios de siglo. La tenía ya en sus brazos que parecían haber sido hechos para ella.

Tuvieron unas semanas de dicha impar y ella elogió la habilidad de sus manos para encenderle los pechos al ritmo de los primeros fuegos. Soy tu oso y vos la Princesa, bromeaba, como si ahora viviera en una fiesta interminable, cuando creyó tocar el cielo.
Se dijo: esto no puede durar. Y así fue.

Fue difícil para él creer que fueran acusados de homicidio. Lo único que se le ocurrió fue decir que el oso tarambana era el mejor testigo de su inocencia.
Griselda no aparecía y atribuyeron el crimen a los negocios que Iris tenía con Griselda. Los padres de la supuesta occisa querían que ella pagara todos los platos rotos de una empresa en quiebra. No saben ni siquiera acusar –se burló Iris– cualquiera se da cuenta que Griselda les importa menos que el dinero. La acusación era ridícula: Iris era millonaria y había puesto el capital para la empresa de su amiga, tenía muchas tierras heredadas en el Sur, sus padres estaban asociados a una multinacional, eso le no le había permitido vivir sino transformar la propia vida en un experimento. El caso era simple: bastaba pagar lo que pedían los padres para que el caso se cerraba. Los únicos testigos eran los invasores y todos decían lo mismo, estaban preocupados no por la desaparición de Griselda sino porque Iris los hubiera abandonado. “Yo quiero más a Griselda que a su propia familia pese a haberla matado”, le susurró al oído con malicia.

Las volutas de sus cejas eran formidables
El caso estaba por cerrarse pero él pidió la palabra en condición de acusado. Aprovechó la circunstancia del milenio y de la publicidad de la causa para pedir se repare una injusticia y postular al oso carolina como símbolo nacional. Vivíamos un país de símbolos vacíos, de personajes idolatrados por lo que nunca fueron y este oso sudaba de veras. No lo presentó como el mayor papanata que pisó la tierra sino como una temporada necesaria para la existencia y sobrevivencia de los tipos que se creen los más vivos del mundo y terminan idiotizados. Estuvo a punto de decir que a través del oso uno reencuentra la haecceitas, la forma individual para hacer púrpura del trueno, pero no lo dijo para no pasar por pedante, optó por decir que nos reencontraba con el sentido de la fiesta: alegre mascarita que me miras al pasar.
A cada momento lo visitaba una línea de angustia: si Iris había asesinado a Griselda o sólo era una broma. No iba a vivir con esa duda. Era el momento de alejarse de Iris, la serie de los zepellines y el desafío de dibujar las astas lo esperaba.
Cambiaría el fuego de la artillería por la púrpura del trueno.
En sus palabras no hubo huella de la timidez educada de su tío, ni la traición a la propia estupidez que conduce a la soberbia, sino el tono malicioso de un marqués dieciochesco, que sería un intruso, un invitado a lo sumo al siglo venidero que confirma que quienes atiborran la sala han cambiado su anterior desenfreno por una escrupulosa, insulsa rigidez espartana.