8.3.13

Judío, palabra argentina, por Perla Sneh





Estas palabras nacen de un lugar extraño: el de quien, sin pretender representatividad alguna, se siente conminado a  responder. Porque hay en nuestro presente una herida urgente. Ese nuestro  debe leerse con entonación rusa, la que lleva a Marina Tsvetáieva a decir: los míos son aquellos –y yo soy de esos– que no son ni vuestros ni nuestros. La herida es el estruendo de AMIA. Hoy resuena en muchas bocas; no siempre por las mejores razones.

La escena es inquietante, de una densidad oscura: está el acuerdo con Irán, sus riesgos evidentes, su pequeña luz de esperanza, apenas un resquicio. El peligro está a la vista: la posible manipulación, la anulación de las alertas rojas que penden sobre los imputados, el eventual callejón sin salida. Sin embargo, una cosa es cierta: se ha roto el hielo. Y lo ha quebrado el único gobierno que, desde el 18 de julio de 1994, ha prestado verdadera atención a la causa. Las denuncias año a año en las Naciones Unidas lo validan. Ahora este acto quizás deba leerse como apuesta: el riesgo es innegable, corresponde reconocérselo a un gobierno que se enfrenta a un futuro político complicado. Entiendo que se abre una oportunidad –aún si lejana e improbable– de relanzar la investigación y avanzar en el descubrimiento de culpables y encubridores. Quizás, en su precariedad, no sea poco ante la alternativa: naturalizar la parálisis y rendirse a la impunidad. No parece caber otra respuesta que acompañar el gesto con angustiada expectativa, como quien contiene la respiración ante una cantidad de condicionales: si se realizan las indagatorias, si se respeta el código procesal argentino, si los imputados se avienen a declarar, si

Con todo, la cuestión excede los fáciles titulares con que nos obsequian a diario. No se trata de disputas entre bandos enfrentados –donde resuenan voces absolutamente atendibles junto a otras, rastreras, oportunistas–, sino de un debate profundo, tan necesario como relegado. En su mismo centro está la palabra judío, cifra de su condición trágica. Apenas un detalle que no es un mero detalle: la palabra ni siquiera aparece en la denominación oficial de la mutual judía volada por los aires, que optó por llamarse a sí misma Asociación Mutual Israelita Argentina. Hay mejores y peores razones para ello; cualquiera puede consultar la bibliografía, pero la trama en juego no es mera etimología. Para nada.

Judío es la palabra que un senador nacional opone hoy a argentino. Y me apresuro a agregar: entiendo las razones que dio el aludido en su descargo: no fue un ánimo discriminatorio el que lo llevó a diferenciar entre “argentinos de religión judía” y argentinos argentinos”. Fue –él mismo lo dice y le creo– tan sólo el calor del debate. Precisamente allí está el problema: al calor del debate la que gobierna, irrestricta, es la lengua; y la que establece esa inquietante diferencia es, precisamente, la lengua que hablamos, esa diferencia es su síntoma, el nuestro.

¿De qué otra cosa que de judío se trata cuando, para avanzar en tan grave causa, es preciso establecer negociaciones con un gobierno, declaradamente antijudío? Su vociferante odio –malamente barnizado de antisionismo– llegó a incomodar ya no a los integrantes de “la entidad sionista”, sino a la propia Autoridad Palestina (cuya causa ese gobierno manipula para sus propios fines): fue el propio Mahmud Abbas quien, hace muy poco –en ocasión de su visita a Egipto en coincidencia con la de Ajmadinejad– lo encaró públicamente para que simplemente abogue por la creación de un estado palestino y no por la aniquilación del estado de Israel. Que la prensa argentina –hegemónica o no– haya declinado prestar a esto la morbosa dedicación que brinda a ciertos actos del gobierno israelí no deja de ser parte de nuestro debate.

Se trata de judío cuando hace falta negociar con un gobierno cuya única hipótesis alternativa a lo sostenido por la justicia argentina es la obscena proposición de un “autoatentado”. Un gobierno que proclama, contra la historia, un inaceptable negacionismo de la Shoah; inaceptable, repito; lo que quiere decir que no hay discusión posible al respecto. Quizás, como sostuvo un sutil periodista, cuyas meditaciones suelo leer con interés –sobre todo por su tono–, esto no sea relevante en el ámbito de las relaciones internacionales. Sin embargo, el recurso del negacionismo como modo de deslegitimación de la existencia de un estado soberano –Israel– si lo es.

Por otra parte, ¿acaso hace falta ir a Irán para investigar las conexiones del estado argentino con el atentado y su encubrimiento? Nuevamente, ¿no es judío una piedra en el zapato que se abstiene de transitar ese camino? 

Se trata de judío cuando se habla de un tercer atentado. ¿O acaso alguien lo supone en, digamos, el Centro Montañés o en la cancha de Boca? ¿Qué son los pilotes que pueblan las ciudades argentinas sino una representación urbana –de las peores– de la palabra judío? La posibilidad de un tercer atentado obedece meramente al razonamiento de la impunidad: nada impide que un crimen impune vuelva a cometerse. Sin embargo, convertirlo –por judío– en argumento ofrendado a una oposición oportunista es, por decir lo menos, irresponsable.  Y, a su vez, reclamarle a quien lo hace que “revele sus fuentes” no está a la altura de quien está decidido a jugarse su prestigio apostando a destrabar la investigación.

Se trata de judío cuando quienes nunca se interesaron en lo más mínimo por la causa AMIA se rasgan públicamente las vestiduras en la acera del Museo del Holocausto junto a un señor que como rabino representará, seguramente, a su congregación, pero que se pretende autorizado para acercarse en nombre de “los judíos” a quien cobija en su entorno a implicados directos en el encubrimiento y en el acoso a los familiares de las víctimas, el mismo que se quiere “alcalde” de una ciudad que produjo su propio pogróm. 

Se trata de judío cuando la misma institución atacada invita al mencionado “alcalde” como orador de su más reciente cena anual y le da la oportunidad de celebrar la “despolitización” del acto de homenaje que se realiza todos los años en la calle Pasteur. “Despolitizar” quiere decir, en este caso, la concreta exclusión de las asociaciones de familiares de las víctimas del podio. Permítaseme señalar, desde mi modesto conocimiento de la tradición judía, que el culto fascinado, obsecuente o interesado del poder no deja de ser un modo de uno de los peores pecados que existen para el judaísmo: la idolatría.  Y si digo  pecado no es por afán teológico, sino por lo que tiene de reclamo ético.

Se trata de judío en una escena en la que muchos de los que así se denominan se apresuran a disculparse diciéndose “no religiosos” cuando quieren decir “no retrógrados”. Y sin embargo, ¿qué significa judío para quienes la expresión “judaísmo laico” algo dice, aunque no necesariamente porque “judaísmo religioso” no requiriera debate?  Otra vez, la lengua nos guía: no hay en hebreo una palabra que signifique “religión” en el sentido occidental y cristiano del término, que es el que comanda su uso. Lo que suele traducirse por tal cosa es dat, palabra llegada del persa que significa ley. Lejos de transmitir el religare latino que rige la comunión de los creyentes, dat nombra la ley judía que, mediante concretos preceptos, rige la vida del pueblo. En este sentido, dat se desentiende de la creencia en un Juez Supremo, pero nos carga con un oscuro saber: nuestros actos inciden en nuestro destino, lo que hacemos “cuenta” de una manera profunda, insondable. Y eso es algo que ningún judío –creyente o agnóstico, piadoso o escéptico– puede desatender.

Se trata de judío cuando hay quien cree necesario disculparse por su condición de portador de ese nombre, invocando una ristra de próceres de la humanidad que –de Spinoza a Freud, pasando por Heine y Mendelssohn (¿Félix o Moisés?)– mitigarían, como gloriosas excepciones exculpatorias, la implícita  condena que porta la palabra, a la que otorga una carga teológico-genética (sic) –la ley de la transmisión materna– como criterio de exclusión destinado a declarar una supuesta supremacía. No es el ánimo de estas líneas el de desilusionar a nadie, pero esta ley no se remonta a los inubicables tiempos oscuros que supone el contrito escriba, sino que surge en una situación histórica precisa: las Cruzadas. La transmisión materna surgió de la necesidad de incluir en la grey a los nacidos de las violaciones perpetradas por tanto guerrero piadoso que marchaba a Jerusalén a liberarla de manos infieles.

Se trata de judío cuando intervenciones reveladoras de políticos lúcidos se ven matizadas con acusaciones de deicidio y de acumulación de riquezas; cuando la palabra atraviesa, inquietante, el tejido de metáforas políticas: los adjetivos pueden variar –“espiritual” o “traidor”–, el nombre es el mismo. Lo es incluso cuando todavía hay quien supone zanjar la cuestión con la displicente erudición sobre la vieja cuestión. Lo es cuando tanto profesor insiste –con pasión digna de mejor causa– en profesar ignorancias deplorando las religiones en general y la que le estaba destinada en especial. Como dijo alguien que nunca se quiso profesor, la religión empieza cuando no se leen los textos.

Se trata de la palabra judío cuando tantos que la portan se ven obligados –como pasaporte para su aceptación en ciertos ámbitos– a tildar de “nazi” al gobierno israelí, un gobierno indudablemente de derecha. Sin embargo, sólo en el caso de Israel es esta circunstancia argumento para deslegitimizar la existencia misma del estado. (Subrayo: el estado, no su gobierno). No lo fue ni siquiera durante la dictadura argentina. En ese momento, el estado –exterminador confeso–  era considerado malversado, usurpado por mano vil, pero nunca le fue cuestionada su legitimidad al punto de convertir en expresa propuesta política su lisa y llana abolición.

Se trata de judío cuando hay quien define a la DAIA como “sede argentina del lobby sionista” y sus “planes siniestros”. ¿Nuevamente habrá que decir lo mismo? ¿Que el movimiento sionista surgió al calor de los despertares nacionales en el siglo XIX; que es un movimiento de autodeterminación nacional, que alberga un arco político muy variado, que su fin era lograr un estado donde los judíos pudieran gobernarse a sí mismos como lo aspira cualquier nación? Pero entonces, también hay que decir lo obvio, el objetivo expreso –no el “oscuro designio”– del sionismo es la creación de un Estado de Israel. Y éste ya existe. Y es cierto que la relación de los judíos del mundo –sionistas o no– con el Estado de Israel es innegable. El atentado contra la AMIA (que siguió, no lo olvidemos, al perpetrado contra la Embajada de Israel, donde fueron alcanzados ciudadanos israelíes junto a los argentinos) es un modo criminal de ponerlo en evidencia. Siglos de una cultura, su memoria y sus herencias de todo tenor son, en cambio, modos legítimos de una trama entrañable y compleja que excede las lógicas binarias y en pantalla dividida de los opinólogos de turno.

Hay quien aún escucha el estallido. Mi recuerdo, en cambio, se despliega en un silencio profundo, como de pecera: una  extraña película muda de calles borroneadas tras una cortina de polvo. Fue el día más largo de mi vida. En algún momento pensé: es imposible decir nada. Es con ese silencio a cuestas y desde esa imposibilidad que digo estas palabras.