1.12.12

Otras tristezas del orfebre, por Roberto Escaleno






Anoche tuve unos sueños en paralelo que no tenían conexión aparente. En uno, caminaba perdido por la Quinta Avenida de Nueva York, en 1878, mapa en mano, en busca de no sé qué. En el otro, la esposa de alguien tenía cáncer y yo luchaba contra el cáncer con ella y en algún momento me miraba y me decía: Che, qué pálido estás, como si tuvieras cáncer, ¿no será que te contagiaste de mi cáncer? Me pregunté si el tiempo de los asesinos debiera excluir cortesía. Es un sueño que tuve la certeza de haberlo soñado ya otras veces y que de alguna manera, en este último tiempo, creo que el sueño va a terminar cumpliéndose. Es una pena inquirir al tiempo, pero es cierto lo que digo. Lucho con un cáncer desde hace meses. Yo también. Anoche tuve esa revelación y por suerte puedo escribirla, antes de que la olvide. Los sueños y las pesadillas van armando mi vida. En simultáneo y en paralelo. Cosas que soñamos se vuelven recortes con escenas de un largometraje murmurado a nuestras mentes. Siempre en continuado. Siempre viene de antes. Nosotros siempre detrás. Vemos esas diapositivas, esos destellos últimos fogonazos de vida, como si estuviéramos en un cuarto oscuro y de repente nos prendiera la luz un tercero, alguien desde ya impertinente –como un cáncer– para arruinarlo todo, haciéndonos olvidar lo que ya vimos.

Ahora, unas mujeres de más de treinta y cinco y menos de cuarenta y nueve mantienen una charla animada y entonada sobre el tema de los cambios del metabolismo. Las señoras comparten un lema muy triste: parir o abortar. Suficiente. Es demasiado. Tristeza, pasá a cobrar por ventanilla, le dice el orfebre, que como una especie de abuela barrial de las de antiguas escucha casi todo, en una lamentable vigilia perpetua. Oído no absoluto, pero bien atento. Ojos bien abiertos pero entrecerrados. Camina como quien camina mientras cambia el viento y piensa que los casi siempre, los todavía, los hasta cuándo hacen la diferencia.

Se empañan unos anteojos de vapor caliente. Los árboles se van pelando, se tiñen de amarillo las hojas como el pelaje de los perros de la calle. Las viejas barren y las hojas bailan con el viento. El viento lo hace a propósito. El viento sin bozal de la mañana gris las hace bailar alrededor de las escobas y las viejitas con sus pantuflas matutinas. Las viejas barren y barren, pobres viejitas. El humo que empuja el café no se lo limpia de los anteojos empañados. Anteojos empañados para ver peor. ¿Por qué la tercera persona? No tiene dignidad. La tercera persona no tiene la culpa. Nosotros tampoco. Uno escupe al hablar. Los otros ni cuentan. En dónde estábamos. Ah, sí… el orfebre. Las tristezas. El universo del orfebre, siempre tan acotado. Pero inabarcable a la vez. El humo del café. Los anteojos empañados. La resignación de no limpiarlos. Hay siglos de historia ahí. Y de una mesa le llega el ruido de una conversación en la que sólo se escucha una voz de hombre, nunca de mujer. El hombre habla, en vozarrón, ella escucha, una conversación entera llevándose a cabo: no porque se escuchen las argumentaciones de ella ni las refutaciones o los asentimientos en tono de respuestas de él, sino porque sólo se escucha la diatriba masculina. El orfebre de espaldas a la conversación cada tanto se da vuelta y espía para corroborar que no está imaginando todo. ¿Por qué la tercera persona? De verdad está pasando. No está alucinando con un tipo que habla solo. Una conversación inexistente con una mujer inexistente. Efectivamente al espiar y darse vuelta, anteojitos empañados, la presencia de una mujer que refuta discute argumenta elucubra asiente brinda responde. La tercera persona no tiene la culpa. Entonces todo tiene más sentido pero no deja de ser triste, porque piensa en la pobre voz de la mujer, un hilito de voz, una baba sucia de voz, invisible y que finalmente alcanza para sostener una conversación. Esas cacofonías en el aire. Nosotros no tenemos la culpa.

La escena: una pareja decide emprender el lento camino de la separación en un bar. Casi ni se miran. Ellos casi ni se palpan. ¿Entonces qué? ¿Qué nos queda? Eso: qué nos queda. Mirar. Sólo soy un imperceptible orfebre. Esto no es ninguna declamación. Acá importa quién habla. Es otra cosa. Acá el escenario y la maqueta no están del todo dichos. Importa quién habla. Porque es lo único que importa. Quién habla. Y qué habla a través de qué y de quién. Lo demás es basura, se diría, basura astral. El teatro está montado. Él tiene cara de perro, la cara de uno de esos perros del tedio. Insiste en ese gesto. Gesticula. Con su cara de haber agotado hasta los últimos recursos. De haberla peleado hasta el final. Ella tiene lágrimas de cocodrilos y ojos con dientes. En las pupilas casi dilatadas. ¿Por qué la gente será tan estúpida de creer que las separaciones que se consumen en los bares son más fáciles? Siempre andan buscando cómo amortiguar el dolor. Pobres los convalecientes. Si las palabras tienen que doler más y mejor entre el silencio. Quizás por eso elijan como escenario el bullicio de fondo de un bar, su música funcional de ruidos y platitos y cucharas tintineantes y rugidos de máquinas de café y risas y vociferaciones interrumpidas. Y en el medio de todo eso pretenden los muy imbéciles consumar una ruptura a ver si pasa mejor inadvertido eso que nunca pasa o nunca debería pasar inadvertido porque generalmente nada del telón de fondo es suficiente, nada puede hacer de soporte, ni soportar eso que pasa cuando no pasa nada. Y la maqueta se desmantela lento. Las no palabras. Los no silencios. La primera reflexión que me produjo la posibilidad de una tristeza artística. Siempre ando atento a estas cosas porque hurgo en la mitología. En la vida de un día está todo. Y eso tan vulgar de querer terminar con alguien en un bar es nada más que un mito urbano en el que no hay que hurgar. ¿Conocen algo más triste que eso? Ella elige no mirarlo nunca más a los ojos. Él espía la televisión muda que está arriba de la cabeza de ella, espía en un partido de tenis.

El orfebre se aburre con las películas de Tarcovsky, Bergman, Godard o Fassbinder. Con las conversaciones en los bares le pasa lo mismo. Le resultan soporíferas. Tedios filmados, como los intentos de ruptura en los bares. Los intentos de ruptura en los bares son bien cinematográficos. Y el orfebre pasaba a través de ese decorado de bajos presupuestos. Tristemente, rumbo a sus quehaceres.  Y eso que nadie sabe guardar un secreto, eso es bien sabido. Nadie es nadie. Una estupidez. Pero es así. Que se sepa que nadie sabe y que se sigan diciendo, conjurando, murmurando. Es triste pero esperanzador, ver cómo hay todavía gente que anda por ahí diciendo cosas como “prometeme que no se lo vas a decir a nadie” o “tengo algo que contarte, pero por favor...”. No hay que negociar con esos giles. Son muy bravos. Por lo general, el secreto se mendiga. El receptor potencial de un secreto, a la postre pide por favor ante un amague delante de la punta del secreto saliente. Se necesita un tercero que arbitre o administre y que cargue con el secreto. La ecuación del secreto sólo empieza a funcionar cuando hay un tercero. Sin el tercero el secreto queda invalidado. Un secreto no es un secreto si muere en uno, en ese caso es una anécdota perdida  y nada más. Es la nulidad del acontecimiento, es la no palabra que nunca se dijo. Generalmente los que son portadores de secretos, a su vez fueron receptores en algún momento. Recibieron secretos bajo juramento de “no decirlo jamás” pero algo los llevó a traicionar ese juramento. Eso algo debe tener algo que ver con los secretos que suelen ser turbios, o esconden algún aspecto malévolo o indeseable de alguien. En este preciso momento miles de personas se dicen al oído cosas, conspiran, susurran en la noche, en bares, en galerías o en oficinas, mirándose a los ojos, prometiéndose lo que es sabido que tendrá que ser traicionado por una fuerza  mayor que supera a todas las partes, a todos los intercesores involucrados. Es sabido también que en invierno tienden a romperse exponencialmente más secretos que en verano. En verano es más fácil guardarlos, llevarlos es más ligero. Pero en invierno hay que romper el hielo de la cotidianeidad con algo indiscreto. Muchos se reclutan en sus casas. Siempre hay un secretito a mano para levantar el tubo y contárselo a alguien que estará deseoso de traicionarnos la próxima temporada.

No hay que dejarse doblegar por los espejismos que se sirven en la bandeja de los ojos. Cuando los ojos engañen, los sonidos siempre estarán ahí para retumbar, junto con las palabras. Los poetas que escuchan con los ojos pisan la paranoia y escriben para ser leídos por sus amigos poetas, ponen el oído donde no hay, donde no lo tienen. Sin otro amuleto de la buena suerte que la mala memoria, que es como un baño sucio inhabilitado donde se arrumba lo que estorba. Un aburrimiento en los ojos de los ojos de los demás. Por eso, el orfebre no susurra los secretos, no murmura por lo bajo, no cuenta lo que no es suyo, no se apropia de los chismes ajenos. Trabaja desde la prehistoria con el martillo frío de la venganza, pero sin rencores. Fusiona el metal bruto de lo que no existe durante las noches de insomnio. Una vez tuvo un secreto. Y se lo contó a alguien. Y ese alguien le dio un beso con lengua en la boca como retribución, y al día siguiente lo traicionó. Desde ahí escarmentó. Lo suyo es otra cosa. Un horror por la gramática. ¿Qué rasgo? Zaguán no es hall. Lo aristocrático es hablar bien. Los vestíbulos son siempre lugares fantasmales. Desde ahí se ve el mejor ángulo para cazar fantasmas que van y vienen, caras que se pierden en el agujero negro del tiempo para siempre. Los botones son espías. Fisgones entrenados. Canutos. Informantes. Llevan y traen. Llevan y traen más que valijas. Mucho más. También comercian secretos y merca. Uno no espera casi nada de ellos. Y ellos esperan todo de uno. Porque son como presos que viven de los cuervos del afuera. Nosotros somos los cuervos del afuera. Los portavoces que venimos con graznidos nuevos como pasajeros efímeros pero siempre renovados. Con los oídos rapaces bien abiertos. Y los ojos taimados, achinados, chiquitos, arteros. La tristeza maquillada sin rimel. La tristeza maquillada de los botones que esquilaron sus sueños y ahí están: llevando y trayendo lo de otros. Carontes de hotel, putitas de valijas pasajeras. Hotel de pasajeros. Vestíbulos. Qué rasgo ni qué rasgo. Rasgar el tiempo. Perderlo. Días de enojo. Ellos acumulan el enojo de todos los días. Resentimientos. El orfebre ve esta escena desde la ventana de algún bar de por ahí. Ve la escena con orgullo y tristeza bipolar. Aprende a amar su cuartito de orfebre. Porque prefiere lo suyo al llevar y traer de los botones. Triste como el mar.

El orfebre encontraba motivos de inspiración en los victorianos. Los filósofos de última generación se equivocaban fiero en sus locas arqueologías cuando analizaban la sexualidad victoriana, escribiendo sus textos mientras iban para los prostíbulos de Marruecos. Había menos victorianos de los que sueñan las arqueologías, eran más sutiles en sus perversiones de lo que se creía, sabían que el sexo no tenía nada de natural y hacían de eso una estrategia del dominio del mundo. Al orfebre a propósito de un corto del que hizo el argumento se le reclamaba a gritos actos sexuales entre los yuyos, sin tener en cuenta varios motivos: que estaba en una etapa pregenital –no en todo se evoluciona–  y como tal investigaba en los victorianos que los reprimidos llevaban ventaja a los liberados del mismo modo que los masoquistas a los ingenuos sádicos. A su vez le reclamaban el final del final, como si existiera, de la historia de amor que se contaba. No tenían en cuenta que el corto lo dice todo por su nombre tanto para el sexo como para la historia. Quizás el orfebre los veía como a miserables pequeño burgueses que no tienen unos centavos para pagarse un telo y se escondían en los yuyos cerca del río. Serás onda o corpúsculo pero nunca sabrás donde estás, rezaba su oración cuántica, es decir, que no importaba demasiado la identidad, en este juego ni los victorianos tienen asegurada la victoria ni el tanguero que grita araca victoria se fue mi mujer. La época le tenía reservada al orfebre la espectacular demostración que la clase más estúpida de hereje es el típico hereje práctico.

El orfebre buscaba a alguien que dijera alguna frase de derecha porque todo el día se escuchaban proclamas izquierdistas y un país que odia a la gente que tiene dinero termina mendigando. Todas las revo pop terminan heideggerianizando el dólar. Algunos parecían retacear su atención y ponerla en el fútbol, homosexualidad encubierta, empantallando de televisores sus pupilas. Demasiados débiles que matan por nada. El autoritarismo de la fobia es lo peor. Le hablé de mi cáncer al orfebre pero pareció no escucharme.