1.5.12

VIENTO AGRIO (Fragmento 2), por Luis Thonis





El indio fue siempre un problema irresoluble para los cristianos desde los tiempos de la Colonia. Y la presencia del hombre blanco una maldición para los aborígenes. Estos dos mundos, al principio incompatibles, llegaron en ciertos períodos a coexistir. Leí sobre ellos en los cronistas de Indias y los Archivos de la Nación. Reaparece, cada vez más indómito, a través de las generaciones. Desde su llegada, el caballar se multiplicó vertiginosamente en la llanura de Buenos Aires.
Antes de iniciado el siglo dieciocho, el padre Falkner cuenta que él y los cuatro indios que lo acompañaban apenas pudieron salvarse de ser arrollados por miles de baguales que pasaron sin interrupción ante él durante tres horas. El sur de Mendoza y la región que media entre Santiago del Estero y los valles andinos fueron exploradas por primera vez por orden de Pedro de Valdivia, conquistador de Arauco, a mediados de mil quinientos.
Se quería fundar un puerto sobre la zona patagónica, pero fue imposible porque hubo ataques de los araucanos que se sentían invadidos. Se creía que el río Diamante se encontraba con el Negro y se buscaba el paso a través de canoas. Los expedicionarios desembocaron en plena pampa. Ahí la leyenda se mezcla con la historia. Se fundó un poblado que al parecer fue el que dio lugar a la Ciudad de los Césares cuyas ruinas perdidas luego serán objeto de una fantasía que irá creciendo con el tiempo. Se decía que tal era la riqueza que sus habitantes tenían en sus casas asientos de oro, sus templos estaban hechos de plata maciza y las ollas, cuchillos y rejas de arado de este mismo metal. Próximo a esta ciudad, se situaba la región misteriosa de Nahuel Huapí –voz araucana que significa Isla del Tigre– a la que llegó el padre Mascardi, célebre misionero cuyas obras de fe antes del siglo dieciocho llevó a los Puelches, enseñándoles a no emborracharse y a rezar.
Los intentos de evangelización fracasaron y algunos misioneros fueron recibidos, escuchados para ser luego muertos por chicha, una bebida preparada con veneno. Otros como los padres Manuel de Hoyo y José Elguea murieron a bola perdida y a flecha. Se buscaba el camino que pudiera pasar de una a otra falda de los Andes, camino que indios y misioneros llamaban de Bariloche.
El proceso colonizador, con la ocupación española en Chile, propició el cruce de araucanos y tehuelches de Neuquén a la Pampa hacia 1720. Eran cazadores de un tipo superior y fueron abandonando la del avestruz y del guanaco. En las nuevas tierras no podían practicar la agricultura y concibieron un sistema económico basado en el pillaje mediante arreos y rastrilladas. Caballos y vacas eran transportados a Chile a cambio de libras esterlinas, armas, alcohol y tabaco. Eso prosperó. En su última etapa eran una verdadera confederación con sus caciques. La Pampa india llegó a tener 20.000 almas que en su mayor parte conducían capitanejos que comandaba Cafulcurá desde su reducto de Salinas Grandes.
Antes de su ocaso, los pampas llevaban una vida parasitaria que dependía del robo a los estancieros bonaerenses. En las mejores épocas los malones tomaron hasta 300.000 cabezas de las estancias que luego trasladaban por el “Camino de los Chilenos” que atravesaba la Pampa central hasta el río Colorado hasta los pasos cordilleranos neuquinos. En la pampa tampoco estuvieron ausentes delirios como la de un francés lunático que hacia 1860 se hizo proclamar Aurelio I, rey de la Araucania, tal vez imitando a Maximiliano I que fue emperador de México. Los indios venían desde Tandil, Sierra de la Ventana, en noches de luna elegida para tomar el botín y realizar una primera etapa de amanse. El padre Falkner dice que sus correrías se extendían hacia los montes de Tuyú, con los tigres guarecidos en las proximidades del mar, en busca del pescado en lagunas de la zona. Los efectos crudos del malón me afectaban por las casas saqueadas o entregadas a las llamas y el luto que llevaban sus víctimas. Nunca olvidé el rostro del colono inglés que salió a ver sus ovejas durante la niebla de noviembre y fue cobardemente atacado. Ese incidente figura en el parte del nuevo comandante que apresó a Camuñil, el más amistoso de los jefes indios.
Cuando vino su enviado a buscar las raciones mensuales, arrestó a los indios y les cortó una oreja a los caballos: era el modo de convertirlos en caballos patrios.
Él sospechaba que eran los indios de ese cacique aliado quienes robaban ganado y caballos, vulnerando los tratados. Después de esos hechos, fue a sorprender al cacique a su guarida, donde reconoció los elementos robados y lo capturó con su familia.
Los indios no pudieron soportar ese trato con su jefe en sus narices y atacaron. Esta vez no estaban lejos y cayeron cuarenta, según el parte, bajo el fuego de los fusiles.
Algunos afirman que fueron más y que los soldados violaron a sus mujeres ante la indiferencia de su jefe. Casi todos decían que fue un grave error del gobierno canjear a Camuñil por cristianos cautivos. Era espantoso el destino que esperaba a los capturados. Los indios gustaban de las jóvenes mujeres blancas. Algunas preferían el martirio y la muerte a entregarse a alguien que les repugnaba. Las raptadas chiñoras bonitas, así las llamaban, eran codiciados objetos sexuales y a través de ellas adquirían ciertos hábitos de la civilización. Algunos jefes que las tomaron como esposas dormían en camas, despertando los celos de las indias que veces las asesinaban. Pero las cautivas no lograron suavizar sus costumbres guerreras. Los malones dejaban a los pueblos convertidos en pavesas, asesinando mujeres, niños y viejos como lo testimonian con abundancia los poetas gauchos.
La poesía de Hilario Ascasubi está hecha de esos incidentes, particularmente el Santos Vega, inmensa obra llena de tropiezos de métrica pero insustituible en su género. Me sabía de memoria estos versos de realismo más crudo: “Pero al invadir la indiada/ se siente, porque a la fija/ del campo la sabandija/ juye adelante asustada/ y envueltos en la manguiada / vienen perros cimarrones/ zorros, avestruces, liones/ gamas, liebres y venaos/ y cruzan atribulados/ por entre las poblaciones.
Había que estar atentos para rechazarlos, cuando tomaban la iniciativa eran implacables: “Pero, cuando vencedores /salen ellos de la empresa/ los pueblos hechos pavesa/ dejan entre otros horrores/ y no entienden de clamores/ porque ciegos atropellan/ y así forzan y degüellan/ niños, ancianos y mozos;/ pues como tigres rabiosos/ en ferocidá descuellan.
El placer de la lectura acompañó toda mi vida. Tuve la suerte de aprender por oficios de mi madre inglés y francés de niño. Seleccionaba mis autores de cabecera. Siempre frecuenté los versos de Ascasubi. Mi padre lo trató: también fue soldado del general Lamadrid y conoció al general Alvarez de Arenales. Lo consideraba un ser único, un criollo excéntrico. Fui coleccionando las anécdotas que me contó y la lectura de sus obras se mezclaron en mi admiración que con el tiempo se fue contaminado de objeciones políticas: no porque fuera partidario de Mitre en un país polarizado sino porque su fidelidad a veces me parecía ceguera. Tal vez cierto tacto, percepción o hábito político heredado de mi padre y moldeado por mi madre me hacían ver las cosas más allá de mi nariz: no siempre el porvenir era un cielo abierto, había muchos espejismos que no era posible allanar con eufemismos o incluso los mejores versos.
Lo que puedo llamar mis ideas las guardaba para mí porque advertí que eran un lance desagradable para mis amigos. No tenía tiempo ni recursos retóricos o demagógicos para exponerlas y cada vez que lo intenté me trataron de loco para no calificarme de desleal. A otros mis objeciones les sonaban a caprichos y melindres.
En Pavón, que consolidaría la hegemonía de Buenos Aires sobre las provincias reteniendo la Aduana, hice mi primer bautismo de fuego junto a tropas extranjeras reclutadas por el poeta gaucho. Ese combate me concernía como algo de personal: era la posibilidad de vengar a mi padre, anhelaba llegar a vérmelas mano a mano con Urquiza y degollarlo echándole la cabeza para atrás para descabezarlo sin dolor y limpiamente. Lo digo porque hay algunos degollaban con el cuchillo mellado, comenzaban y paraban, disfrutando en demasía del pellejo del prójimo. Mi padre me contó una vez que un rey inglés hizo traer un especialista de España, creo, para que decapitara su mujer sin que sufriera.
Yo hacía mis primeras armas y odiaba a Urquiza cuando en tiempos de Caseros los diarios porteños lo llamaban el Libertador, poniéndolo a la altura de San Martín: era algo personal. Después de la saboteada jura en San Nicolás comenzaron su trabajo de demolición donde fue considerado peor que el mismo Rosas. Lo amaban antes a pesar de que había asesinado a mi padre en India Muerta. Lo odiaban ahora porque la Aduana era nuestra, tenía que ser nuestra, por qué compartirla con la inculta confederación, no teníamos la culpa, decían algunos, que Dios nos haya bendecido con el puerto. Sentí una rara sensación, como si me hubieran despojado de algo que yo vivía clandestinamente cuando su estrella brillaba en el firmamento porteño. Nunca olvidé, como la amnésica Buenos Aires, que había sido uno de los hombres más fuertes y crueles de la tiranía depuesta, el vencedor de Pago Largo, Vences, Laguna Larga, además de India Muerta. Ahora esto se añadía a su hora más gloriosa. Rosas había huido como rata y el entrerriano aparecía con un dios. Me resultaba atroz que se vivara su nombre, de modo que el giro súbito de los hechos confirmó mi juicio pero con una inmensa decepción política.
Mi padre había sido enviado por Lavalle a una misión en Montevideo, que estuvo sitiado nueve años por las tropas de Rosas Se encontró con un ejército pobre y diezmado, mal vestido, sin armamento pero vio a los orientales decididos a vender cara su vida: a formar muchachos, que al que le toque macho este día se haga delgao y a lo hecho pecho: sacrificarse por la Patria, que la vida no es para negocio, los alentaba el general Fructuoso Rivera. Mi padre era un unitario fervoroso, creía en sus ideales sin vacilar. Mi madre lo presentaba como un hombre temerario, de excesivo arrojo y valor. La batalla de Arroyo Grande en 1842, había destrozado lo mejor del ejército colorado y lo obligó a retirarse a Montevideo.
Rivera decidió romper el sitio y mi padre se sumó para combatir a Oribe y Urquiza porque era hacerlo contra Rosas. Las tropas se pusieron en movimiento para combatir en el arroyo de India Muerta en marzo de 1845, cuando yo tenía dos años. Las condiciones materiales de las fuerzas de Rivera eran todavía peores que en la batalla anterior. Por más que el arrojo y el entusiasmo caracterizaran a los orientales fue imposible vencer las divisiones entrerrianas, la mayor fuerza existente en el país.
La derrota fue tan total que la batalla duró apenas más de una hora, dejando el saldo de más de mil muertos y unos quinientos heridos en el ejército colorado. Urquiza no sólo hizo degollar a los prisioneros –y hay que imaginar las escenas de hacerlo con cientos– sino que escribió en un papel la frase que hizo colgar en un mangrullo y que le ganó negra fama: "El que entierre uno de estos será degollado.
Maldito seas, guachito reyezuelo de gualeguaichito, violador de doncellas, me repetía. Lo imaginaba como un pelele al servicio de un amo supremo y disfrutando de su servidumbre en medio de una inmensa fortuna y multiplicando la paternidad irresponsable en América. Igualmente no podía considerarlo un monstruo. Un mundo donde todos son caníbales semeja una civilización.
Disfrutaba a rabiar de los panfletos de Ascasubi que, después de celebrarlo hasta la fatiga, lo ponía por el suelo desde sus diferencias con Mitre: luego del levantamiento del 11 de septiembre en Buenos Aires que desconoció el Acuerdo de San Nicolás –la constitución votada en 1853 por las provincias que nacionalizaba la Aduana y el comercio exterior– de Libertador pasó a ser el representante de la “República de Gualeguaicito” para Don Hilario que me enseñó a burlarme de mí, un Hamlet de las pampas, esperando el momento de degollar al degollador.
No dejaríamos que nos gobierne un chino, un japonés o un provinciano, era la consigna en boca de Carlos Tejedor que nunca salió de la ciudad portuaria. Buenos Aires, forzando la lectura del texto, incluso leyéndolo al revés, pensaba que en el Acuerdo de San Nicolás investía a Urquiza con las facultades extraordinarias que se había combatido en Rosas, algunas de las cuales Buenos Aires utilizó luego de Pavón para imponer la constitución de 1860, hecha a su medida.
Nuestra historia desde Mayo consiste en gran parte en el pasaje de dichas facultades de un caudillo a otro y que habían sido expresamente prohibidas por la constitución que al ser vulnerada en este aspecto es un papelito extraviado en una nube de arena.
Lejos de festejarse a viva voz la libertad, Buenos Aires, luego de Caseros sufrió una escalada de terror. No obstante la mediación que intentó Mansilla padre con ayuda de funcionarios extranjeros, Urquiza entró con sus tropas a la ciudad sin tomar precauciones, como si fuera su casa, olvidando que en él residía su protección. Buenos Aires en esos días se volvió una tierra de nadie donde los soldados del ejército aliado y los federales rosistas dispersos parecieron ponerse de acuerdo para saquear los negocios y casas de familia, tomado por botín todo lo que encontraban a mano, matando y violando mujeres entre risotadas.
Mi tío con sus ojos legañosos que se acentuaban cuando se refería a estos temas fue uno de los que se defendió a balazos. Eran hábitos que venían de la reciente época de violencia descarnada que parecía renovarse ahora sin ninguna contención. La prometida paz tras la caída del tirano se revelaba ilusoria. Cuando las tropas no satisfechas con la sed de saqueo quisieron pasar a mayores y apuntaban a las casas más suntuosas, Urquiza dijo basta y envió cuatro batallones que fusilaron a los vándalos que encontraban al paso. Fue un mal augurio. Buenos Aires nunca había pasado por un espectáculo tan terrorífico que la historia ha depositado en el olvido porque no honra a ninguno de los bandos en pugna.
Tampoco se vio nada semejante a la entrada triunfal del ejército aliado por la calle del Perú, hoy Florida, el 20 de febrero que iba desde Palermo hasta el Retiro. Apareció Urquiza ante azoteas y ventanas adornadas con banderas de diversas naciones. Se tomó como una ofensa gratuita que montara el estupendo caballo de Rosas, con poncho, sombrero de copa alta y distintivo punzó a la cabeza de la infantería y la artillería de las mejores legiones que había en el país. A menudo en la política el lobo se disfraza de oveja para que el pueblo se deje comer pero Urquiza apareció disfrazado de lobo cuando había decidido dejar de serlo.
Después del saqueo sufrido, la ciudad contemplaba atónita algo jamás visto: el desfile de las tropas aliadas, donde había legiones garibaldinas y banderas extranjeras. Los ingleses fueron a rendir sus armas en la plaza desde entonces llamada de la Victoria. Algunas víctimas de Vences le gritaban asesino y me sumé a ellas. Alguien resoplaba de satisfacción bajo su bigote pero por el rabillo del ojo miraba aquí y allá esperando una respuesta a preguntas que nunca me había hecho.
Era Miguel, de ilustre apellido, estudiante de derecho, poeta del montón y militante alsinista, que dejaba todo a medio camino siendo un niño mimado del Club del Progreso que con voz de barítono cantaba las arias que se representaban en el Colón, acompañado en piano por la más bonita de sus primas.
Era amado por las mujeres: estoy hecho para vivir intensamente noche y día, me decía al invitarme a fiestas. En esa intensidad vislumbré el spleen que luego reconocí en mi estadía en Francia, propio de los que se aburren de tenerlo todo. A la primera que fui conocí a la que seis meses después sería mi mujer, fue un flechazo inmediato: no naciste para dandy, se burlaba Miguelito. “Las amo a todas, cada una es un mundo”, aseguraba con brío. Convinimos que las mujeres, la poesía y la guerra tenían algo en común: piden todo, son despóticas cada una a su manera. Ahí terminaba su éxito social. Si las tropas de Urquiza se volvieran otra vez rosistas y lo mataran a machetazos, aparte de muchas lágrimas femeninas, el hecho pasaría tan desapercibido en Buenos Aires como el montonero, un pobre diablo que tuvo que fusilar años después luego del tratado de La Banderita donde trashumaban como paileros con trabucos desvencijados.
El Chacho depuso las armas pero su protegido Felipe Varela había hecho su proclama contra la guerra del Paraguay y alienando tropas contra el Gobierno Nacional, la cosa seguía como guerra de policía en los llanos riojanos. Le enviaron a este hombre al que debía fusilar por traidor a la patria y al que se acusaba de un crimen.
Trató de eludir el tema cuando el hombre dijo que riojanos y catamarqueños querían la paz con el Paraguay porque el autor de la constitución, el famoso poeta Olegario Andrade y entre otros su propio jefe, Alsina, se oponían sin reservas a esta guerra. Era más idiota que injusto fusilar a este paisano que ni sabía qué era el ferrocarril y del que no conocía el nombre. Mi amigo se maldijo por estar en ese lugar, luego de haber pasado dos años en el Paraguay, viendo montañas de muertos acumularse bajo los esteros. Le quedaba el supuesto crimen que había cometido. Para colmo, tenía noticias que el legendario Santos Guayama, el hombre que murió nueve veces, que pasó de ser un bandolero que robaba para los pobres a convertirse en uno de los lugartenientes del Chacho, viendo que toda resistencia era inútil había liberado a los presos porteños, esperando tranquilamente el final. Se alivió de que el hombre no supiera nada de derecho, ni entendiera los párrafos de la proclama de Varela en 1866 sobre la absorción de las rentas por la Aduana que contradecía la constitución: no deja de ser curioso que la última montonera se alzara en nombre del programa de Alberdi, algo que los historiadores de uno y otro bando pasan por alto. Sería su último grito. El hombre asintió cuando Miguel le contó pestes de la jactancia de los brasileros y sus tácticas absurdas a la que debíamos miles de muertos. Usted no sabe –Miguel lo miraba a los ojos– lo que fue Curupaytí, lo que es ver a hombres de medio cuerpo, impactados por los obuses, arrastrarse entre los abatíes y sin que uno no pueda hacer nada. Murieron casi todos los nuestros. Era el momento propicio para que Miguel le espetara la filípica que tenía preparada: que el país estaba en guerra y era un traidor a la patria a la que clavaba un puñal por la espalda. No dijo nada. Los dos hicieron un largo silencio, inmóviles y graves como si las víctimas pidieran una tregua para que el viento barriera las lágrimas propias, ajenas y de nadie. El gobernador de La Rioja ahora era porteño, había introducido retretes y faroles, pero reclutaba gente a boleadora limpia para cumplir la cuota de la leva que exigía el Gobierno Nacional para defender a la patria contra “el bárbaro tirano López que nos declaró la guerra”. Pelear entre nosotros está bien, es lo de siempre, pensaban los paisanos, que se resistían a ser enganchados para una guerra que no entendían. El pueblo estaba iluminado pero desierto, abandonado por los hombres que escapaban a los montes alimentándose de charqui y patay. Se convenció de su inocencia en cuanto al crimen que se le achacaba y se asombró que con tono infantil le preguntara si era cierto lo que se decía de esa mole de hierro trepidante que surcaba sendas de metal y que echaba humo y fuego. Es el progreso, empieza otro mundo, que no es el suyo ni el del Chacho, le dijo, pero tampoco el mío, el de Urquiza ni siquiera el de Mitre, los que vienen ahora sólo quieren enriquecerse. Tampoco sabía qué eran esos hilos de aceros que transmitían mensajes que ellos tardaban semanas y hasta meses en conocer. ¿Y eso será para bien del país, señor? –el condenado quería irse de sus pagos con una última esperanza aunque estuviera en manos del enemigo. Sí, le respondió mi amigo, esforzándose para resultarle contundente, para las próximas generaciones, y experimentó el sabor de la inutilidad del odio donde la sangre llamaba a la sangre. Y tuvo que ponerlo contra la greda, oyendo la descarga que apagaba un mundo viejo como un candil, sabiendo que no olvidaría esa mirada que lo atormentaría en sueños como un moscardón implacable a través de un hilo de agua que hilaba entre las toscas.
Estoy hasta el moño de esta guerra que no es guerra –me diría al terminar su relato, con la piel ampollada y los pómulos escocidos. Ya no escribía poesía, había perdido su encanto juvenil, una segunda piel había dejado atrás su noches de clubman y no me atreví a contarle la mía como si se tratara de una falta de tacto y fuera un intruso en mi propia historia, la de alguien que salvó apenas el pellejo en Cepeda y no supo cómo venció en Pavón, y en el desierto, cuando un limo pegajoso descendía de la opacidad láctea del invierno, parecía no haber peleado ninguna.