12.5.12

Bancos gastados, por Javier Fernández Paupy





Julio, 2011.
Prefiero el turno tarde. La pedagogía para oprimidos y perezosos. En la escuela de Olivos hay varios repetidores. Son tres pibas de 13 años, dos pibes de 14, tres de 15, una chica y un chico de 16. En la escuela de Munro Oeste, no hay casi repetidores, son diecisiete pibes de entre 12 y 13 años.

Miércoles.
Un pibe de 13 años.
–¿Qué le dice un elefante a un hombre desnudo?
–No lo sé– contesto.
–¿Con esa trompita respirás?
Nos reímos.

11 de julio.
En la escuela de Olivos un pibe duerme profundamente durante las dos horas que dura la clase. Otro dibuja y juega con su teléfono celular. Los dos tienen 15 años. El resto de los estudiantes hace de a poco sus cosas.

Miércoles.
Una chica de 13 años me pregunta, cuando dicto la quinta pregunta de una guía de lectura sobre un cuento de Roberto Arlt –¿Qué relación hay entre el título del cuento “La pista de los dientes de oro” y su contenido?–, ¿por qué las preguntas que se hacen en la escuela sobre los cuentos son todas iguales? Su pregunta devuelve algo cierto. Otras preguntas que propongo sobre el cuento, sobre todo las de producción escrita, creo, son más originales.

Lunes 8.
–Bueno, ahora vamos a leer. ¿Cómo hacemos para leer?
–Con los ojos y con la boca.

Agosto.
Un diario del aula que cuente las historias de vida de cada chico. Me acuerdo mi propio caso. Cuando iba a la escuela me aburría muy seguido. Sentía que no me tomaba la vida tan en serio como el resto de mis compañeros. Me gustaba enredarme en juegos de palabras y adivinanzas.

Jueves.
Actividades durante la clase, de todo tipo, para que las personas expresen sus emociones sin miedo al rechazo. Palabras para todos. Para combatir todas esas áreas en las que la agresividad se expresa por sí sola.

Septiembre.
Escuela de Munro. Un chico está negado y no quiere escribir. ¿Qué importancia puede tener eso en su vida? Me dice la directora que el pibe vive solo con su madre y en la casa no le prestan mucha atención. Otro casi no escribe. Me dice la directora que ese tiene un hermano preso, drogadicto. ¿Por qué tendrían que querer escribir? Y ese otro, bajito, no leyó nunca en voz alta. Pero se porta bien. Viene uno y me dice que trabaja en un taller de herrería, que sabe soldar y cosas de esas. Para practicar textos expositivos pido que escriban instrucciones inútiles: ¿Cómo perder el tiempo?, ¿cómo dar lástima?, ¿cómo morderse el codo?, ¿cómo comer fideos sin cubiertos? La actividad no va mal.

Escuela de Olivos. Muchos estudiantes se quedan libres. Es normativa provincial que los chicos que se quedan libres sigan yendo a clases. 16 años, ya repitió dos o tres veces, está en el curso al lado de una piba de 12 años, parece no molestarle.

14 de septiembre.
Merlina tiene dibujada una esvástica en la mano.
Agustín hace semanas que no quiere hacer nada. Me dice que está cansado, que para mí es fácil porque yo ya sé los temas que doy, pero que él se aburre. Hacemos un dictado y es el único que no escribe nada. Más tarde, le saco una hoja en la que leo escrito con su temblorosa letra de imprenta: serra la cola Javier.

29 de septiembre.
En la escuela de Munro lo primero que digo al entrar es que en una clase de Lengua deberían estudiarse trabalenguas. Me hubiera gustado decir también que en clase de Lengua habría que recitar, escribir y memorizar chistes, o ejercitar la palabra mediante la escritura de anagramas y palíndromas. Pero esto último no lo digo. Pregunto si alguien sabe de qué cosas puede morir uno a causa de su lengua. Varios saben que si uno se traga la lengua es posible morir. Entonces hablo de la epilepsia y de las formas en que se puede evitar la muerte de un epiléptico agarrándole la lengua para que no se la trague. Algunos ya lo sabían. Leandro, Gabriel y Agustín están muy contentos con una especie de juego que consiste en hacer girar un banco en 180 grados sobre uno de los ejes de sus patas. Hacen bailar al banco. En algún momento se oye el ruido de un metal rompiéndose y parece que uno de los niños rompió el banco. Salen a explicárselo a la preceptora. Dicto fragmentos de Lata peinada, de Zelarayán. Me da la sensación que a los chicos les gusta. Sobre todo la parte que dice: “Al papagayo aquel se le trababa la lengua de decir macanas, pero las últimas señas del finado no eran macanas, ni tampoco las del trompeado aquel con cuatro muelas sueltas y mil palabras flotándole en la boca sin poder salir.” Mañana hay paro en repudio a la agresión contra el director de una escuela de Pergamino, al que un estudiante y su madre lastimaron. Al parecer, la madre con un palo, y su hijo, con un cuchillo “tipo Tramontina”.

Octubre.
Si algo entiendo o aprendo de mi tarea como maldito maestro de escuela es que hay que ejercitar la tolerancia y la paciencia. Tengo que matar al autoritario que llevo adentro. Borrarme de la cabeza esa idea que sugiere que hay que enseñar a respetar a la autoridad. Tengo que transmitir un fervor, una inteligencia, un interés, una habilidad. El respeto se gana, no se impone. No tengo que ejercer ninguna autoridad.

19 de octubre.
Los chicos escriben descripciones para después, con esa información, redactar adivinanzas. Merlina cuenta una: Tiene alas pero no vuela, tiene ojos pero no ve. ¿Qué es? Un caballo muerto con un plumero en el culo. Catriel tiene otro: Tiene tres patas, no escucha y no ve. ¿Quién es? Tu abuelo. En una de mis tizas, en una de color rojo, Leandro talló: Leito de Munro. Las ventanas del aula de la escuela de Munro que dan a la calle tienen rejas y hacen que esto parezca una jaula.

20 de octubre.
Nunca voy a olvidar que esta es una profesión horrible. Ingrata. Desgastante. Una lucha perdida. Estar al frente de un aula es una responsabilidad canallesca. Imposible y moral. Es necesaria una ética imposible para no ser un ruin vil necio incapaz.

21 de octubre.
Toda identidad puede ser contada, como un relato. La escuela pública es un lugar en el que se pierde la identidad. Se pasa de la racionalidad al insulto. Es una institución en la que los discursos estigmatizantes y peyorativos circulan. Es imposible negar la cuota de violencia verbal que circula en un aula escolar. Discursos que circulan por ahí. Creo importante poder hablar de eso. El maestro tiene la larga tarea por delante de convertirse en un contador de cuentos. Es necesario memorizar argumentos. La literatura es pródiga en relatos. El objetivo más agazapado de la escuela es callar a sus estudiantes, silenciarlos, volverlos inertes y manipulables. Ese objetivo es repudiable.

26 de octubre.
Cansado de este trabajo que resulta tan desgastante para mis nervios. No quiero mandar ni decir qué está bien ni qué está mal. Hacer que los chicos y las chicas escriban. Es mi única ilusión dentro de esta desilusión tan grande que es dar clases. Robarme los textos que consigo que los estudiantes escriban. Un consuelo. Hacer un taller de escritura sin que se den cuenta, entrar por la ventana, hacerlos escribir.

29 de octubre.
Cuánto guarangaje se necesita soportar para seguir adelante en este noble y ultrajado oficio de maldito maestro de escuela. Profesor de Lengua y Literatura, condenado de 30 años, a los gritos y con los dedos secos de tiza.

Noviembre.
Escuela nº 17 de Munro. Hoy jueves los estudiantes están nerviosos y hartos de estar acá enjaulados. La directora los dejó sin recreo. Cuando entro a la sala de profesores, la psicopedagoga está haciendo una pesquisa caligráfica. Compara las letras de dos estudiantes con la de un cartel que dice: EL QUE LEE ES PUTO. Parece que le pegaron el cartel a un estudiante en la espalda y le pidieron al profesor de Biología que lo lea. La sanción, dejarlos sin recreo, corre también para el profesor que tiene que soportarlos enardecidos. En este caso, yo. Confieso ante la psicopedagoga y la directora que días atrás propuse una actividad de escritura en torno a un diccionario de insultos e improperios que se llama Puto el que lee. Me miran con desconfianza. ¿Qué clase de actividad de escritura puede salir de ahí?

No tengo que olvidarme que este trabajo es un asco y que tengo que renunciar antes de volverme una persona horrible.

Los chicos están inquietos, juegan a romperse las biromes entre ellos. Muchos no pueden soltar ni por un segundo su teléfono celular. Clases como las de hoy son las que me hacen ver que este trabajo es un asco.

Escuela de Olivos. Reparten las computadoras. A mí también me dan una, firmo un papel que dice COMODATO. Y en el aula ya casi todos están con sus computadoras, se filman a sí mismos cantando canciones de Leo Mateolli. Pero no a todos les dan la computadora, a los que repiten o se quedaron libres no se las dan.

A las pocas semanas veo a una chica que está jugando con su netbook regalada, la Conectar Igualdad, juega al Mario Bros. En eso su Mario es mordido por un honguito. La chica se revira y le pega al teclado una piña. No le digo nada. Es su computadora. Si no la quiere cuidar, no seré yo el que le diga lo que tiene que hacer.

Al salir de la escuela voy por un colectivo de la línea 152 y me encuentro con un pibe que había sido estudiante en un curso que di en el 2009. El pibe me caía muy bien, lo recuerdo perfectamente, era un poco inadaptado, en la clase –Escuela Media Nº 6 de Vicente López– sus compañeros lo trataban de raro. El pibe sabía alemán y siempre llevaba un diccionario en la mochila. Cuando terminaba el horario de clases se iba a charlar con los conductores de colectivos que pasaban por la avenida Maipú. Me decía que era amigo de muchos de ellos y que conocía casi todos los ramales que pasan por la avenida. Se subía a uno, conversaba con el chofer, iba hasta el final del recorrido y después volvía. Me decía que le gustaba ese mundo. Cuando salgo de la escuela de Olivos para tomarme el 152 lo encuentro, no recuerdo su nombre, con la campera de la línea 152, conversando con un compañero de trabajo, también uniformado de chofer. Y es una alegría verlo. ¡Eh!, le digo, ¿qué hacés?, finalmente entraste a trabajar con los colectivos, qué bueno. Y el pibe me reconoce y se le dibuja una sonrisa en el acto y me pregunta qué estoy haciendo y si sigo dando clases y yo le digo que sigo dando clases pero que cada vez me gusta menos como trabajo y que preferiría estar por ahí, solo en los bares, embarrando papeles. Nos reímos y me subo al 152 y de alguna manera verlo al pibe me alegra el resto de la tarde.

Abro el portafolio de mis días de maldito maestro de escuela y no olvido que no me gusta trabajar de sicario de la libertad o barómetro de nadie.

El último día de clases del 2011 en la escuela de Munro ya no hay ganas de hacer nada, cuando propongo un cadáver exquisito. No conocen el método. Lo explico y hacemos uno.

Se violan las reglas del juego
Si te enamorás dos veces el segundo amor es verdadero
Me costará olvidarlos
Mano de chorizo
Brazo de chorizo
Un día me encontré con vos
Chorizo
Finales sin fin


Me parece que los versos sobre el chorizo giran en torno a Mayra, una piba que tiene un problema de malformación en el brazo derecho y a falta de mano y dedos tiene un muñón. No digo nada. Pero no leo el cadáver exquisito en voz alta. Y con eso despido a la escuela nº 17 de Munro, sucia, indiferente escuela de mis días de maldito maestro.