6.4.12

El suizo iracundo, por Laura Salino




Pasado el tiempo para comprender el momento de concluir,
es el momento de concluir el tiempo para comprender.
Jacques Lacan



La furia del dios Marte que habla en boca de Fritz Zorn (Bajo el signo de Marte), en guerra permanente con el mundo que lo ha enmudecido bajo el eufemismo de la educación, «educado a muerte» tal como él mismo lo denuncia, es el centro del discurso, del desesperado testimonio de un moribundo que ha perdido su vida en la esterilidad de la cortesía obligada y vacua, espíritu de la burguesía fútil, hipócrita, perversa y recalcitrante de «la orilla derecha del lago de Zurich».

Su nombre «familiar» (para el caso, el adjetivo más justo) era no Zorn (ira o cólera en alemán, su lengua materna) sino Angst (angustia, en la misma lengua). Comienza, entonces, la historia con una metáfora: la cólera ha sustituido a la angustia, ha hablado por ella. Tal como Boltraffio y Botticelli sustituyeron a Signorelli en aquel legendario lapsus freudiano, tan bien narrado por el maestro vienés, tan de la mano llevados nosotros por los derroteros del inconsciente de quien, como un viejo abuelo sabio, nos advertía del otro lado que siempre va con nosotros por mucho que intentemos ignorarlo (ignorancia, otro nombre del rechazo): siempre que la luz se derrama en habitaciones desconocidas, tanto más sorprenden las sombras que proyectan.
Puede consultarse el relato de Freud acerca de ese viaje en tren (y a las entrañas de las leyes del inconsciente) en Psicopatología de la vida cotidiana.

El estado de guerra total es, también, de esa cólera contra la angustia, contra el miedo a vivir deseando (modo de vida absolutamente prohibido para esa burguesía de las «mejores familias de la Costa Dorada», de costumbres sólidamente edificadas sobre la obligación que funda la obediencia ciega, amén y jamás amen):
«La palabra “amor” no ha cesado de ser profanada y arrastrada por el fango por aquella secta funesta que aún hoy goza de la reputación de ser la principal religión de lo que llamamos el Occidente bien educado.»

Está claro que bajo esas coordenadas no existe el final feliz.

Hay, sin embargo, una elección, acto este que siempre dignifica al sujeto, pues abre el campo de las consecuencias en su circunstancia y es allí donde se responde por el sentido, por el valor de ese tiempo que sólo puede ser la vida. Difiero aquí con la opinión de Rafael Conte, quien en su comentario sobre la obra de Zorn sugiere que el autor, impotente ante el tratamiento físico, escoge el psicoanálisis; olvidando que hay allí una contradicción: jamás es impotente quien escoge. Menos aún para quien escoge decir donde otros callan.

Elige la voz de la ira para que hable de su angustia muda. Es el reconocimiento de la imposibilidad lo que desbarata la impotencia. Sólo así puede aparecer, modelada por las curvas del humor, una definición tan cabal de la calma burguesa: «para el burgués la calma no sólo es su primer deber sino también su primer derecho. Cada uno se embrutece dentro de la calma de sus cuatro paredes, y cuando es molestado en su embrutecimiento por un ruido extraño, se siente lesionado en su derecho a embrutecerse y llama a la policía», y otra tan poética de la burguesía: «Significa estar en contra de que el león se coma a la gacela, primero, porque el león es un extranjero y, segundo, porque la gacela no está empadronada y, tercero, porque ambos todavía son menores de edad».

(Otros habían ensayado antes, partiendo de una observación minuciosa y lúcida, definiciones en la misma línea. Tal es el caso de Paul Valéry en una conferencia de 1927: «Reconocerán fácilmente al burgués (...) ese hombre (o esa mujer) que puede ser muy instruido, lleno de gusto, que sabe admirar las obras que hay que admirar, no tiene, sin embargo, una necesidad esencial de poesía o de arte... Podría, si fuera necesario, pasar sin ello; puede vivir sin ello. Su vida está perfectamente organizada al margen de esa extraña necesidad.»)


Qué se escucha de esa angustia amordazada, amplificada por el megáfono de la ira: la traición al deseo se paga con la vida. Sobre este punto la pluma desesperada de Zorn insiste desde el inicio. La obediencia ciega perpetúa la injusticia de la razón: no he logrado hacer otra cosa que lo que han hecho de mí, repite en eco sartreano.

Entrenado para eludir el deseo o, peor aún, para evitar cualquier circunstancia que pudiese encenderlo, el mapa fóbico del mundo y la vida insiste en volver a un comienzo que nunca es principio de nada, donde un don nadie juega a ocupar el sitio que la cuenta bancaria (única fortuna paterna) le reserva. Azotado por la incapacidad de amar, sumido en la tristeza de una cobardía heredada ―y sostenida― el sujeto realiza su elección: espera morir de esa tristeza que ya no puede soltar, pues ha anclado en su cuerpo con el nombre de cáncer. Zorn, bien orientado, habla de su cáncer como una enfermedad moral: «debía ser correcto y mostrarme conforme y, sobre todo, normal. Sin embargo, la normalidad tal como yo la comprendía, residía en que no se debe decir la verdad, sino ser cortés».

Vuelve sobre el valor de los mitos: «no hay personaje que muestre la hermosa vida de familia como el de Cronos, que devora a sus propios hijos (...).

»Claro que hoy en día se es más civilizado y no se toman ya el tenedor y el cuchillo para devorar a los propios hijos (porque los modales en la mesa son muy complicados en el lugar del que yo provengo), sino que, simplemente y gracias a una educación apropiada, se logra que los niños desarrollen un cáncer después; de esta manera y según la costumbre de los antiguos, pueden ser devorados por sus padres.»

Sin embargo y pese a todo, el alarido de Zorn, directo e impúdico, lo es menos que la hipocresía que su testimonio denuncia. Ya al borde de la muerte y a la espera de noticias por parte del editor, quien debía responder por la posible publicación del libro, éste ―sordo, ciego e ignorante frente al valor del testimonio sobre el cual duda― luego de descartar la mentira piadosa o la deferencia ―signo inequívoco de su inconmovible estupidez― opta por la cortesía inútil y se niega a enviar un telegrama para que el moribundo, bien al tanto de su estado, no lo tome como una decisión apresurada. Devuelve a Zorn, como un cachetazo, esa misma cortesía estéril que el autor denuncia, germen del desencanto asesino frente al cual desespera. Cuando el editor llama a Zorn para darle la buena noticia, se entera de su muerte, acaecida esa misma mañana.

Al pasar se menciona en el prólogo, como palmada balsámica para el lector ingenuo, que en realidad el terapeuta había llegado a informarle de la publicación del libro; aunque dadas las circunstancias preferimos no engañarnos con la falacia del final forzadamente feliz.

Varias veces aparece en el libro una cita del trovador portugués Martim Codax (¿Ai, Deus, se sabe ora meu amigo,/ como eu senheira estou em Vigo? - ¿Ah, Dios, si solamente supiera mi amigo/ qué solo me siento en Vigo?) donde habla la pena. Justamente porque «ninguna matemática ―ni cualquier otra clase de cálculo― ayuda a combatir la tristeza», pueda conjurársela partiendo del siguiente poema de Juan José Saer, La pena en esa ciudad (El arte de narrar):

La pena en esa ciudad
eran unos inmensos
edificios
blancos y ciegos y adentro
de cada uno había un hombre
para el que en esa
ciudad la pena era
unos inmensos edificios
blancos y ciegos
con un hombre adentro
para el cual la pena
en esa ciudad
era un edificio blanco
con un hombre adentro
blanco y ciego.


Nada más tenebroso que un laberinto blanco y ciego.