22.4.12

VIENTO AGRIO (Fragmento), por Luis Thonis






Regresábamos cansados al puesto fronterizo y los caballos resoplaban como presintiendo el reposo. Sobre la llanura que caía sin que ninguna luz se cuajara entre las lejanías de orlas doradas, escuchábamos los cascos de los animales sobre la rojiza superficie.
Había hecho crónicas en la guerra contra el indio y, luego de mi ascenso, ésta era la primera partida que conducía. Habíamos tenido encuentros esporádicos.
Los indios eran muy rápidos y ágiles y parecían conocer cada uno de los movimientos que planeaba. Por tres veces sucesivamente fracasamos en la persecución trotando y al galope. No me atrevía a mandar el informe porque habría hecho el ridículo. No había podido entrar en batalla y a esta altura prefería una derrota concreta que a este fatigoso juego de escondidas.
Esperábamos el día en que podría darse un combate decisivo y para eso habría que ir hasta los toldos.
Con voces duras y cascadas, nos habían prometido novedosos juguetes de fuego pero aunque nuestras armas funcionaran bien era imposible acertarles. Al principio, cuando entre muchas correrías, alguno caía, lamentaba que no pudiésemos darle buen entierro, había que seguir la huida en la polvareda. Colocar una cruz sobre un cuerpo exánime, he ahí una avanzada de la civilización. La primera vez que vi un indio muerto estuve a punto de detenerme. Me advirtieron que podía ser una trampa, que a veces colocaban muertos como cebos. Tenía el hábito del eufemismo. Cuando caían sus cuerpos eran una ofrenda a los chacales y a las sabandijas. Matarlos en frío: esa imagen me resultaba odiosa y por suerte nunca me había tenido por autor. Es en la guerra donde uno más actúa por imitación. Yo mismo imité ese día el tipo de persecución que hacíamos a las montoneras. No era lo mismo. Ellos atacaban postas y ranchos y se los tragaba la tierra. La velocidad de sus movimientos me hizo pensar que nuestras guerras civiles tenían protagonistas perezosos. Era comandante y todavía no había capturado a uno. Supe de cosas aberrantes como el del oficial que permitió que algunos escaparan para tener un pretexto de hacer fuego sobre ellos.
Yo entré a una toldería vacía, luego de embarcarme en botes y siguiendo el curso del agua. Había muchos obstáculos y tuvimos que dejar las embarcaciones.
Hubo que cruzar el bañado con el agua a la cintura. Nunca olvido el momento en que en pleno desierto tuve que romper el hielo con la culata de mi arma. Nuestros gauchos, bajando sus tercerolas, autorizados por el comandante esa vez, se aproximaron a las indias que se habían quedado sin sus hombres. Algunos amagaron violarlas y los amenacé con clavarles mi cuchilla. No quise acercarme a ninguna. Ellas esperaban no sé qué, con mirada amarga, sin desesperación, tal vez porque estaban endurecidas por la helada, temblando de frío y de miedo.
Se aferraban a sus pequeños y pensé en mi mujer: pronto iba a ser padre yo también. Pensé también en mi padre, que era coronel, pasado a cuchillo por Urquiza en el feroz combate de India muerta. Decían que mi padre, mi chao en araucano, había sido un héroe y me sentí indigno de él. Algo que sumó vergüenza al ver combatir a mujeres indias con un tesón sin igual.
Aprendí pronto que para combatirlos necesitábamos hombres livianos y con poco equipaje. No bastaban la abnegación y el espíritu de sacrificio.
Nuestros caballos tenían que soportar el peso de la montura, las municiones, las ropas y las provisiones.
El caballo argentino tiene una resistencia sorprendente. Se hizo desconociendo el forraje, el maíz y la cebada, alimentándose de pastos raquíticos en invierno y padeciendo los tábanos en el verano. Sus crines estaban siempre alzadas como exigiendo que cada soldado debía tener su propio animal.
La buena voluntad de Alsina nos apabullaba con esas cacerolas de hierro, utilizadas como armaduras, que los favorecían en las escaramuzas. Alsina, un hombre de postillones coraceros. Hasta 1875 como lo dice en su mensaje al Congreso había condenado las expediciones contra los indios por considerarlas repugnantes para la civilización. Poco a poco fueron muriendo sus ilusiones de un tratado a medida que los Catriel lo iban engañando y dejándolo en ridículo ante una opinión pública cada vez más hostil ante los malones. El año 1887 echó por tierra todas sus teorías e ilusiones. Los horrores se multiplicaron y el resto lo hicieron la angustia y el pánico.
Cierta vez un sargento y varios soldados perecieron ahogados, ayudados por el peso de sus armas y correajes en un arroyo, por su ceguera en querer perseguirlos a toda costa.
Hay una imagen que recurre en mi memoria: la del viento agrio en mi rostro y un sol que incendia los campos, raja la piel mientras una profecía escuchada en un sueño golpea mis oídos mientras los indios sacan el mayor provecho de los corredores que hay entre fortín y fortín.
Cuando uno hacía una travesía de catorce leguas sin agua creía habitar un infierno de fuego como un toro adornado de cactus que inicia su marcha al matadero.
Ellos andaban casi desnudos y eran capaces de ayunar durante días. Sus caballos doblaban a los nuestros en pericia y agilidad.
Vivían más para el caballo que para ellos mismos y hasta le evitaban el peso de la lanza que acostumbraban llevar arrastrando como un rebenque. ¿Quién diría que la prole de las célebres siete vacas, las primeras, dicen, que trajo consigo Garay causarían semejantes disputas? Si se multiplicaron con abundancia fue porque los indios al principio prefirieron la carne de caballo: así se produjo el aumento del vacuno.
Los indios siempre resultaban mucho más numerosos de lo que uno calculaba.
En sus creencias, el Gualicho, invisible e indivisible estaba en todas partes obrando para el mal del prójimo. Le atribuían el fracaso de un malón, las enfermedades y la muerte. A veces para ahuyentarlo se armaban de lanzas, macanas, bolas y entre gritos de combate atacaban al enemigo invisible, tajeando el aire para que no se entrometa en los toldos. En el malón se diría que estaban bajo su dominio por sus acciones despiadadas. Y la mayoría de las veces nos quedábamos con las manos vacías al querer atraparlos como si nosotros también combatiésemos un enemigo fantasmal. En su novela, Mansilla se apiada de la vieja que dicen está engualichada: creen que entra por un agujero corporal que se cierra en las viejas y las viudas y las matan para conjurar el espíritu maligno. La muerte de un indio o de un caballo puede ser causa de acusación. En cada toldería tienen un adivino y lo llevan cuando se van de malón. Mediante ciertos ritos el adivino mediante cantos respondidos por todos convoca al gualicho y lo introduce en su cuerpo, se retuerce hasta pegar un grito de ultratumba y el gualicho les habla a través de su voz y luego le obsequian un huevo de avestruz, agua, tabaco y lo despiden entre gritos como si lo hubieran apaciguado. Sus formas de curar se parecen a las sangrías, cataplasmas y ventosas que nos aplicaron de chicos. El canto siempre acompaña a las curaciones: la médica chupa la parte herida y la escupe entre resonantes cascabeles hasta que luego de chuparla escupe la parte enferma. Por mucho tiempo la lucha fue desigual, en otoño o primavera ellos irrumpían contra unos pocos pobladores llevándose el yeguarizo. Atacaban las diligencias dejando cadáveres: para ellos los cristianos eran enemigos, no importara sin fuera un cura, una gringa o una niña. Mi poeta favorito, Ascasubi, los describe como verdaderos demonios, y no era dado a fantasías gratuitas. Ante ellos, no valían las reglas de la guerra clásica. Antes del comienzo de la era cristiana, César inventó la guerra de trincheras, acentuando la participación del soldado y explotando todas sus capacidades. Con la disposición de las piezas ya tenía ganada la mitad de la batalla.
Los indios no atacaban como rectas legiones galesas. Eran imprevisibles. Los soldados estaban preparados para el tipo de combate de nuestras guerras civiles y se desmoralizaban ante un enemigo que estaba en todas partes y en ninguna, desde los secos cañadones a los médanos.
El indio hacía a la tristeza del paisaje. Su presencia inminente ante la próxima posta llevaba a los pasajeros a rogar al mayoral que suprimiera los toques de clarín para no despertar a los duendes de la pampa. En los pensamientos, en la imaginación, en las ensoñaciones aparecía la imagen –hecha a la medida de cada uno, de su valor o temor– del indio bravío y feroz, ávido de sangre y de botín, que podía aparecerse en cada piedra del desierto, en cada árbol y en cada loma. Y esa premonición a menudo se realizaba: no había cristiano sobreviviente que hubiera ido por los caminos del Sur que no tuviera una anécdota que podía transitar del suspenso al horror y al milagro de haberse salvado.
Era irritante que no se manejaran con algún plan o táctica: al valor sumaban intuición y no sé qué locura desmedida poseía hasta el indio más calmo cuando salían de malón. Eso no los enceguecía, sus habilidades se agudizaban en contacto con el peligro. El camino del Norte era apodado el de los débiles. El del Sur, por ejemplo, el de Rosario a Mendoza, era transitado con hombres armados y las mujeres con un rosario en la mano. Hoy el ferrocarril que lo recorre ante un paisaje diáfano y tierras sembradas parece expulsar esa época de amenaza y cautividad a la irrealidad de cuentos de aparecidos.
Habría que estar en 1867 en el Congreso donde el 25 de agosto se dictó la Ley de la Conquista del desierto y la ocupación de Río Negro, luego de la exposición del senador Oroño que respondía al clamor de millares de víctimas: se refirió a la continua violación de los tratados y la destrucción de las poblaciones fronterizas y que ese era el único recurso para que desapareciera ese “espantoso estado de cosas”. Hay que recordar ese día y esa ley, que se implementó doce años después. No fue un capricho de Avellaneda, ni de su ministro Roca.
Oroño era un hombre íntegro y estuvo entre los primeros que pensó que las fronteras debían extenderse más allá de Rio Negro. No estuvo a favor de la guerra que se desarrollaba en esos momentos contra el Paraguay, que Alberdi consideró el un resultado del centralismo porteño y llamó guerra de la Triple Infamia. Oroño era oriundo de Coronda, Santa Fé, pero estuvo en la batalla de Caseros junto a las tropas entrerrianas de López Jordán. Cuando fue gobernador de Santa Fe sancionó la primera ley del matrimonio civil en el país y casi lo linchan por promover la ley del divorcio en su provincia. La guerra del Paraguay fue un capricho porteño, pero lo que planteaba Oroño a partir de Alsina iría adquiriendo un sentido popular y colectivo. Entonces el indio pampa no era el buen salvaje idealizado por los salones franceses sino autores materiales de robo, cautiverio, y crímenes organizados en una Confederación que tenía su diplomacia, sus embajadores. Hubo indios que practicaron el canibalismo, pero los araucanos, en sus parlamentos, desplegaban una retórica que entre la monotonía de sus reiteraciones iba desplegando un lujo de galas que nada tenían que envidiarle nuestros oradores.
La llamada “angustia del desierto” hizo que un famoso coronel encaneciera en tres meses ante esa guerra sin laureles, que a pocos seducía: las guerras civiles concentraron por mucho tiempo las pasiones y ellos se organizaron como una federación. Fueron necesarias muchas fechorías, que sembraran el terror pánico, para que la pólvora les devolviera cada golpe multiplicado por mil.
No pocas veces los gauchos torturados por la sed y ensangrentados por nubes de sabandija, estuvieron a punto de comerse los propios caballos. Mientras los indios hicieran de las suyas, el país no tendría el control de sus fronteras y el contrabando con Chile continuaría. Si la cosa seguía así perderíamos grandes extensiones de territorios y terminaríamos apretujados en Buenos Aires en cuyas afueras dominaban.

14.4.12

¿Te ríes, tío? Ay de la risa... –En honor a un humorista, por Perla Sneh




May Christ have mercy on your soul/for making such a joke
amid these hearts that burn like coal/and the flesh that rose like smoke.

Leonard Cohen



Conviene hacer un poco de historia: Hubo en el Ghetto de Varsovia un hombre llamado Abraham Rubinztajn [Pronúnciese: “Rubinshtein”]. Algo en él, cuenta N. Nudelman (Gelejter durj trern / “Risas entre lágrimas”, Bs. As., 1947), obligaba a reír a los atormentados judíos allí encerrados. Enormemente popular -quizás estaba loco, quizás no- Rubinztajn corporizaba el amargo humor del ghetto. Al ver pasar el carro con los muertos, gritaba: Recuerden, compañeros muertos, después de la calle Smotcha, el camino va cuesta abajo. ¡Sujétense fuerte!... Solía instalarse frente a algún negocio a gritar ¡Abajo Hitler! y no había modo de callarlo hasta que recibía algo de comer. Cierta vez, se corrió la voz de que había muerto, el ghetto entero derramó por él lágrimas ardientes. Reapareció a los pocos días y agradeció a todos, uno por uno, por haber asistido a su entierro. Los cronistas lo recuerdan correteando, con su extraña alegría a cuestas, acosando a los transeúntes, vociferando chistes y refranes. Pero, de pronto, se acercaba a alguno de los que reían y le murmuraba al oído: ¿Te ríes, tío? Ay de la risa....

Rubinztjan no fue una excepción: en todos los ghettos hubo lo que Rajel Auerbach (“Der Umkum Drame” [El drama de la aniquilación], Rev. Di Góldene Keit, Nº 4, 1949) llamó un marshelik fun umkum, un bufón de la matanza. Rojl Pupko (“Ein ior árbet in YIVO únter di daitchn” [Un año de trabajo en el IWO bajo los alemanes”], citado por N. Blumenthal, en Bleter far gueshijte – Ídisher Histórisher Institut [“Hojas de historia – Publicación del Instituto Histórico Judío”] Tomo I, Cuad. 3-4; Varsovia, Agosto-Diciembre 1948.) cuenta sobre un sastre en Vilna obligado a trabajar para los nazis quien, al medirles un traje nuevo, en vez de la expresión ídish usual en estos casos -ir zolt es trogn gezunterheit, o sea, “que lo use (trogn)- con salud”- decía: Gezunte zoln aij trogn, Herr Levtenant, “que los sanos se lo lleven (trogn), Sr. Teniente” (es decir, “que se lo lleve el demonio”). La diferencia, inaudible a oídos nazis, hacía, sin embargo, estremecer los hombros de los demás judíos presentes; Pupko no omite relatar sus esfuerzos por disimular la risa.

No pocas veces los judíos –que debían cantar al marchar al trabajo, ya que debían mostrarse alegres– coreaban versos derogatorios de los nazis en su misma presencia. Una de las canciones preferidas por los asesinos era una antigua copla sumamente popular: Lomir zij iberbeitn... (“Hagamos las paces...”). Espontáneamente –todas las crónicas coinciden en esto– los judíos cantaban, alterando apenas la letra: Lomir zei iberlebn... Sobrevivámoslos...

Hay registros de infinidad de expresiones de un humor insoportable, como el grito de ese judío de Bialystock al ser arrastrado al tren de la deportación: Mir hot ir genumen, nor Stalingrad, ¡a faig! / A mí me agarraron, pero Stalingrado, ¡minga!.., pero basten estas pocas líneas para asomarnos apenas a una risa que nos congela el alma. Y digamos, simplemente, que la risa –ingenua, franca, cavernosa, trágica, desesperante–, no faltó ni en lo más negro de la matanza.

Pero no fue la única risa en juego: Cuando los ciudadanos, soldados y SS realizaban sus actos inenarrables, las fotos muestran que sus rostros no estaban torcidos de horror, ni siquiera de sadismo común y corriente, sino más bien deformados de risa. (...), dice Anne Michaels (Piezas en fuga, Alfaguara, 1997), que propone un nombre para esto: la risa de los malditos.

¿Por qué, entonces, es la risa piedra de toque de tal polémica? Más aún, tal pelea, porque no se trata sólo de mejores o peores argumentos, sino de dónde nos ubicamos para sostenerlos. Digámoslo así: se trata de donde nos ubican nuestras risas.

Es muy probable que el autor –y quizás también quienes se alzaron “contra la censura y el acoso”– no entiendan qué paso. Pero no sé si el Sr. Salas deba “pedir perdón”. Quizás baste leer a Vladimir Jankélevitch para reconsiderar tamaña exigencia. Por mi parte, no me creo con derecho a desnudar conciencias ajenas. Asimismo, descreo de las vestiduras rasgadas en letras de molde, sobre todo ahora que el gesto se ha convertido en dudosa credencial de un desleído bienpensar. Sin embargo, entiendo que, aún si desconoce las razones, el Sr. Sala no puede desconocer lo que ha provocado, es decir, no puede desentenderse de las consecuencias de su acto. Bueno, tampoco exageremos: poder puede, (¿acaso no es lo que hace la lógica de ese espectáculo que rige tantos de nuestros debates cotidianos, es decir, desentenderse de sus propias palabras? ¿O debemos redundar diciendo de las propias risas?). Pero, vaya uno a saber por qué, abrigo la esperanza de que no lo haga.

Porque quizás Ud. no sepa, Sr. Salas, dónde lo ubican las risas que buscó despertar pero puede que se espante al advertirlo. Quizás se estremezca al percibir cuán agraviante resulta su malogrado intento, no para con “sensibilidades individuales” –¿cómo reducir esto a algún pequeño yo ofendido? –, sino para con una memoria que, lo entienda Ud. o no, le atañe; lo injurioso que resulta para con una historia siempre en peligro y que quizás Ud. no advierta –y se espante al darse cuenta– cuánto ha colaborado en acrecentar ese peligro. En fin, quizás no advierta lo irresponsable de su acto, incluso para con ese impensado colega que, como Ud., sostuvo a ultranza, hasta el último átomo de su cuerpo hecho cenizas, su derecho “al humor negro y la acidez”: dicen que Rubinztajn reía cuando subió al tren.

Quizás Ud. no sepa lo que ha hecho, Sr. Salas, pero ya no le asiste el derecho a desconocerlo.


Tomado de: LA TECLA Ñ, año XI, número 51- marzo/abril 2012.

6.4.12

El suizo iracundo, por Laura Salino




Pasado el tiempo para comprender el momento de concluir,
es el momento de concluir el tiempo para comprender.
Jacques Lacan



La furia del dios Marte que habla en boca de Fritz Zorn (Bajo el signo de Marte), en guerra permanente con el mundo que lo ha enmudecido bajo el eufemismo de la educación, «educado a muerte» tal como él mismo lo denuncia, es el centro del discurso, del desesperado testimonio de un moribundo que ha perdido su vida en la esterilidad de la cortesía obligada y vacua, espíritu de la burguesía fútil, hipócrita, perversa y recalcitrante de «la orilla derecha del lago de Zurich».

Su nombre «familiar» (para el caso, el adjetivo más justo) era no Zorn (ira o cólera en alemán, su lengua materna) sino Angst (angustia, en la misma lengua). Comienza, entonces, la historia con una metáfora: la cólera ha sustituido a la angustia, ha hablado por ella. Tal como Boltraffio y Botticelli sustituyeron a Signorelli en aquel legendario lapsus freudiano, tan bien narrado por el maestro vienés, tan de la mano llevados nosotros por los derroteros del inconsciente de quien, como un viejo abuelo sabio, nos advertía del otro lado que siempre va con nosotros por mucho que intentemos ignorarlo (ignorancia, otro nombre del rechazo): siempre que la luz se derrama en habitaciones desconocidas, tanto más sorprenden las sombras que proyectan.
Puede consultarse el relato de Freud acerca de ese viaje en tren (y a las entrañas de las leyes del inconsciente) en Psicopatología de la vida cotidiana.

El estado de guerra total es, también, de esa cólera contra la angustia, contra el miedo a vivir deseando (modo de vida absolutamente prohibido para esa burguesía de las «mejores familias de la Costa Dorada», de costumbres sólidamente edificadas sobre la obligación que funda la obediencia ciega, amén y jamás amen):
«La palabra “amor” no ha cesado de ser profanada y arrastrada por el fango por aquella secta funesta que aún hoy goza de la reputación de ser la principal religión de lo que llamamos el Occidente bien educado.»

Está claro que bajo esas coordenadas no existe el final feliz.

Hay, sin embargo, una elección, acto este que siempre dignifica al sujeto, pues abre el campo de las consecuencias en su circunstancia y es allí donde se responde por el sentido, por el valor de ese tiempo que sólo puede ser la vida. Difiero aquí con la opinión de Rafael Conte, quien en su comentario sobre la obra de Zorn sugiere que el autor, impotente ante el tratamiento físico, escoge el psicoanálisis; olvidando que hay allí una contradicción: jamás es impotente quien escoge. Menos aún para quien escoge decir donde otros callan.

Elige la voz de la ira para que hable de su angustia muda. Es el reconocimiento de la imposibilidad lo que desbarata la impotencia. Sólo así puede aparecer, modelada por las curvas del humor, una definición tan cabal de la calma burguesa: «para el burgués la calma no sólo es su primer deber sino también su primer derecho. Cada uno se embrutece dentro de la calma de sus cuatro paredes, y cuando es molestado en su embrutecimiento por un ruido extraño, se siente lesionado en su derecho a embrutecerse y llama a la policía», y otra tan poética de la burguesía: «Significa estar en contra de que el león se coma a la gacela, primero, porque el león es un extranjero y, segundo, porque la gacela no está empadronada y, tercero, porque ambos todavía son menores de edad».

(Otros habían ensayado antes, partiendo de una observación minuciosa y lúcida, definiciones en la misma línea. Tal es el caso de Paul Valéry en una conferencia de 1927: «Reconocerán fácilmente al burgués (...) ese hombre (o esa mujer) que puede ser muy instruido, lleno de gusto, que sabe admirar las obras que hay que admirar, no tiene, sin embargo, una necesidad esencial de poesía o de arte... Podría, si fuera necesario, pasar sin ello; puede vivir sin ello. Su vida está perfectamente organizada al margen de esa extraña necesidad.»)


Qué se escucha de esa angustia amordazada, amplificada por el megáfono de la ira: la traición al deseo se paga con la vida. Sobre este punto la pluma desesperada de Zorn insiste desde el inicio. La obediencia ciega perpetúa la injusticia de la razón: no he logrado hacer otra cosa que lo que han hecho de mí, repite en eco sartreano.

Entrenado para eludir el deseo o, peor aún, para evitar cualquier circunstancia que pudiese encenderlo, el mapa fóbico del mundo y la vida insiste en volver a un comienzo que nunca es principio de nada, donde un don nadie juega a ocupar el sitio que la cuenta bancaria (única fortuna paterna) le reserva. Azotado por la incapacidad de amar, sumido en la tristeza de una cobardía heredada ―y sostenida― el sujeto realiza su elección: espera morir de esa tristeza que ya no puede soltar, pues ha anclado en su cuerpo con el nombre de cáncer. Zorn, bien orientado, habla de su cáncer como una enfermedad moral: «debía ser correcto y mostrarme conforme y, sobre todo, normal. Sin embargo, la normalidad tal como yo la comprendía, residía en que no se debe decir la verdad, sino ser cortés».

Vuelve sobre el valor de los mitos: «no hay personaje que muestre la hermosa vida de familia como el de Cronos, que devora a sus propios hijos (...).

»Claro que hoy en día se es más civilizado y no se toman ya el tenedor y el cuchillo para devorar a los propios hijos (porque los modales en la mesa son muy complicados en el lugar del que yo provengo), sino que, simplemente y gracias a una educación apropiada, se logra que los niños desarrollen un cáncer después; de esta manera y según la costumbre de los antiguos, pueden ser devorados por sus padres.»

Sin embargo y pese a todo, el alarido de Zorn, directo e impúdico, lo es menos que la hipocresía que su testimonio denuncia. Ya al borde de la muerte y a la espera de noticias por parte del editor, quien debía responder por la posible publicación del libro, éste ―sordo, ciego e ignorante frente al valor del testimonio sobre el cual duda― luego de descartar la mentira piadosa o la deferencia ―signo inequívoco de su inconmovible estupidez― opta por la cortesía inútil y se niega a enviar un telegrama para que el moribundo, bien al tanto de su estado, no lo tome como una decisión apresurada. Devuelve a Zorn, como un cachetazo, esa misma cortesía estéril que el autor denuncia, germen del desencanto asesino frente al cual desespera. Cuando el editor llama a Zorn para darle la buena noticia, se entera de su muerte, acaecida esa misma mañana.

Al pasar se menciona en el prólogo, como palmada balsámica para el lector ingenuo, que en realidad el terapeuta había llegado a informarle de la publicación del libro; aunque dadas las circunstancias preferimos no engañarnos con la falacia del final forzadamente feliz.

Varias veces aparece en el libro una cita del trovador portugués Martim Codax (¿Ai, Deus, se sabe ora meu amigo,/ como eu senheira estou em Vigo? - ¿Ah, Dios, si solamente supiera mi amigo/ qué solo me siento en Vigo?) donde habla la pena. Justamente porque «ninguna matemática ―ni cualquier otra clase de cálculo― ayuda a combatir la tristeza», pueda conjurársela partiendo del siguiente poema de Juan José Saer, La pena en esa ciudad (El arte de narrar):

La pena en esa ciudad
eran unos inmensos
edificios
blancos y ciegos y adentro
de cada uno había un hombre
para el que en esa
ciudad la pena era
unos inmensos edificios
blancos y ciegos
con un hombre adentro
para el cual la pena
en esa ciudad
era un edificio blanco
con un hombre adentro
blanco y ciego.


Nada más tenebroso que un laberinto blanco y ciego.

1.4.12

Rodolfo Walsh: la voz que no se apaga, por Gustavo Calandra






La inclusión de los textos de Walsh en el canon de la literatura argentina es más que problemática. Vale aclarar de entrada su relación ambigua con la novela, la culpa ideológica por trabajar un género burgués y al mismo tiempo su anhelo. Por eso, su solución intermedia de la non-fiction, antes que esta categoría sea acuñada. Porque, por un lado, el canon selecciona, atribuye propiedades y modeliza. Por otro, clasifica, asigna un lugar, una posición, una clase y, a la vez, transforma en clásico. El canon estetiza y monumentaliza (aniquila el documento), desterritorializa y homogeiniza (saca al texto del sistema literario). Se pregunta Daniel Link: “¿A quién se parece Walsh, como modelo de escritor, en el sistema argentino que le es contemporáneo? ¿A cuáles otros textos se parecen los suyos? ¿De cuáles se diferencia?” Para contestar, más adelante, que las operaciones de Walsh en relación con la literatura consagrada desestabilizan el canon, y esa operación, típica de las vanguardias, se liga con un problema político y un imperativo estético.

“... la historia prisionera en la basura cortada por la falsa marea de metales muertos que brillan reflexivamente.” (Operación Masacre). Novelas de las lenguas del oprobio, su literatura se construye en el lugar del desperdicio, con restos del género policial, géneros populares y lenguas bajas.

Sin embargo, como el autor nos ha dejado una gran cantidad de cuentos de una riqueza variada, hemos de buscar diferentes marcas de filiación con nuestra literatura. Y es a partir de la configuración del espacio, el registro de voces y la cristalización de la atmósfera de un período determinado a través de los objetos, que se intentará ubicar los textos en la tradición de nuestras letras. Los esfuerzos de algunos letrados de levita por crear obras canónicas, dentro de los géneros consagrados, han chocado contra un pathos o savia: la materia se resiste y esa resistencia al modelo europeo, ese elemento salvaje y heterogéneo que ha producido la mezcla, nutre a la letra viva. Tironeo constante entre tradiciones respetables e importadas de grandes centros de la cultura y rugidos de la pampa y el llano, fieras voces de la orilla y el margen, cantos de frontera. Una ambigüedad que se cuela entre recónditos pliegues de escritura y la posibilidad de pivotear entre dos mundos.

Nos encontramos con cuentos que transcurren en un ámbito rural y otros, en un ámbito urbano. De algún modo, esta dicotomía remite a la vieja fórmula sarmientina de civilización y barbarie. Ya veremos aparecer tópicos como el desierto o el caudillo de estancia.

Centrándonos exclusivamente en los cuentos policiales, se podría decir que será el comisario Laurenzi el detective identificado con el espacio de la provincia, y la pareja Daniel Hernández – Comisario Jiménez, la responsable de los casos acaecidos en la capital. Aquí, siguiendo a Fredric Jameson, entra en consideración la honestidad del detective como órgano sensible que percibe la naturaleza del mundo que lo rodea. Porque si el detective es honesto, acusa la resistencia de las cosas, y permite una visión intelectual de lo que sucede en el nivel de la acción pero si es deshonesto, se limita su trabajo a un problema técnico de resolución del caso.

¿Por qué centrarse entonces desde un principio en los cuentos policiales? Porque el elemento decorativo, la atmósfera del cuento, cumple una función que no es esencialmente argumental, y puede escapársele al equipo detector de la gran literatura. En cambio, en el género policial, la percepción es diferente: la escena es escrutada con otra agudeza o perspicacia.

Dice Jameson: “... pareciera como si ciertos momentos llegaran a ser accesibles solo a costa de un fuera de foco intelectual (como los objetos situados en los bordes de mi campo visual, que desaparecen cuando me vuelvo para mirarlos de frente)”.

Desde un comienzo se percibe una distancia, puesto que varios de los cuentos de Laurenzi son narrados en primera persona. La caracterización lingüística será analizada como parte de la imagen de cada espacio: modismos, localismos pintorescos y su incidencia en la tipología de los personajes.

Habrá que considerar los objetos significativos que acentúan o reflejan épocas y costumbres, e intentar dilucidar qué espacio trasmite un color local y cómo favorece éste a la densidad literaria de los cuentos.



Emergencia del Otro y pluralidad discursiva


Dirá Walsh en un reportaje a Primera Plana (22-10-68): “La preocupación obsesiva de todo escritor es descubrir el idioma exacto de sus narraciones”. Cuenta que lee libros de memorias, tratados y monografías históricas para arrancarles la atmósfera de la época. Para esa época, gran parte de su literatura ya ha sido escrita -¿Quién mató a Rosendo? aparecerá en 1969 – y en sus novelas, cuentos, obras teatrales y notas periodísticas habrá desplegado una literatura que será una máquina de borrar fronteras genéricas y culturales, que permitirá la presencia del otro, como saber, como historia, como lengua y como cultura.

Quince años antes, prologando la antología Diez cuentos policiales argentinos, el autor fecha el comienzo de la narrativa policial en 1942 con Seis problemas para don Isidro Parodi. Adhiere a la vertiente de la novela con enigma. Destaca un auténtico triunfo de la inteligencia pura y un cambio en la actitud del público para admitir a Buenos Aires como escenario de una aventura policial. En 1953 aparece, también, Variaciones en Rojo. Entonces, novela policial de enigma. Policial como juego de ajedrez. Desinterés por la política pero...

“No me dejen solo, hijos de puta” (Operación masacre). La violencia –verbal– lo salpica. Filtra las hendiduras de su ventana con el mundo. Un conscripto muere en la calle. Trunca revolución popular y peronista. Fusilados en un basural. La boca quebrada de Livraga es un insulto. Está naciendo Operación Masacre. Es 1957. Es la hora de la voz suprimida, la palabra de la víctima. Otro registro. Otra coloquialidad. La palabra, inevitablemente mediada, del “otro cultural”, las otras lenguas, apropiadas por las clases hegemónicas, a través de la escritura. La partida de ajedrez se suspende. Operación ruptura. Irrumpe la cultura oral y popular y, con ella, historias de vida que amplían espectros de experiencia. Uso del grabador y fidelidad de voces. Antropología de la pobreza. Sociología de la pobreza. Personajes marginales. Lejos, se va oyendo la voz de los leprosos de “La isla de los resucitados”. Ahora ya no, no tan lejos.

“Para los diarios, para la policía, para los jueces, esta gente no tiene historia, tiene prontuario; no los conocen los escritores ni los poetas; la justicia y el honor que se les debe no cabe en estas líneas; algún día, sin embargo, resplandecerá la hermosura de sus hechos, y la de tantos otros, ignorados, perseguidos y rebeldes hasta el fin”. (¿Quién mató a Rosendo?) Porque en un primer momento, durante el peronismo, cuando “la casa ha sido tomada”, el otro como sujeto político y social participa solo en los profundos cambios de las estrategias de consumo, o de las estructuras productivas, o de los mecanismos de organización social. Dice Pablo Alabarces: “El peronismo no diseñó una política cultural cohesionada con el resto de sus prácticas: la ejercitó, inevitablemente, en un contexto donde la elevación del poder adquisitivo, la modernidad de la industria cultural, y la presencia de los nuevos consumidores lleva al surgimiento o consolidación de una enorme cantidad de productos culturales que tienen como actores y destinatarios a las clases populares. Clases que hablan en el consumo de esos productos, o a través de esos productos. No de la literatura.” (“Walsh: dialogismos y géneros populares”).

Porque en ese período (1945 – 1955), “la falta de libertad y de democracia en el plano de “la élite” intelectual puede así considerarse como factor decisivo en el desarrollo de la novela policial” (carta a D. Yates) y su consecuente evasión de la realidad. Con la caída de Perón, cae verticalmente la venta de novelas policiales. El lector hallará un material más interesante y vivo en las revistas y periódicos que describen la corrupción y negociados del peronismo.

Porque durante el peronismo tenemos un Walsh de Variaciones en rojo (donde ya algo se anticipa y entrevé) con un aleatorio porteñismo y “un repertorio relativamente corto de procedimientos” (Asesinos de papel), publicaciones en revistas opositoras y hasta un homenaje al capitán de corbeta Eduardo Estivariz (Leoplán, XXI, 516, 21/12/1955). Eduardo Romano en “Modelos, géneros y medios” hace una análisis de las revistas donde Rodolfo Walsh realiza sus primeras incursiones: Vea y Lea y Leoplán. La primera otorga excesiva importancia a la cultura y a la actualidad exterior rehuyendo de ese modo la perxsistente propaganda oficial del peronismo. También, dedica páginas a mostrar la vida social de las familias tradicionales argentinas, la oligarquía, cuestionada por el peronismo. Leoplán cuenta con secciones literarias, entretenimientos y notas de divulgación científica, es dirigida a sectores medios que buscan ascender socialmente incrementando su capital simbólico de conocimientos, que aspiran a un peldaño más alto de la escalera burguesa.

Cuando opere un cambio político- ideológico en esa persona que se anima a enfrentar a “la Libertadora”, su radio de acción dentro del campo cultural se ampliará. Y, entonces, llegará el comisario Laurenzi, arreando, por el campo literario, una tropilla de personajes del interior, desconocidos y marginales pero con un discurso –directo- para ser escuchado. Campo literario y literatura del campo. Inversamente a lo esperado, el cabecita, el descamisado, el actor político-social de la década peronista, tendrá voz, representada en la escritura de Walsh, justo cuando ha vuelto a pasar a un segundo plano político. La sombra del anonimato lo cubre y las clases media y alta recuperan protagonismo.

“El “poder hablar” es un mito sagrado para esta clase media. Le da una importancia tal a su palabra, que le resulta más grave que se atente contra ella que contra cualquier otro aspecto de su libertad. La clase media se idealiza a sí misma como portadora de las conquistas liberales; si “poder hablar” es (en teoría) más importante que “poder comer”, es porque la clase simula dar prioridad a las “necesidades espirituales”. Pero esa simulación no es eterna. Afligida por la crisis económica, la clase media se vuelve opositora aunque “se pueda hablar”.” (“Papeles personales”, Journal, mayo 10, 72, Ese Hombre.)

Imagina Julio Cortázar, en una nota periodística recuperada por Roberto Baschetti en "Rodolfo Walsh, vivo", una especie de epitafio literario del escritor: “Hay mejores ocupaciones que los homenajes y los discursos; cuando hablen de mí, en todo caso, háganlo como quien come asado o bebe un vaso de vino, para darle fuerza al cuerpo y a la voluntad. Vos que sos un escribidor, escribílo cuando te venga bien.” Y continua así: “Ahora, por ejemplo. Tan seguro de que él me habría dicho eso, de que nos lo está diciendo a todos. A los que nos toca seguir mientras él nos mira.”

Prosa magnífica de linaje híbrido, su apuesta política complementó su escritura dotándola así de un compromiso social y beneficiándola con un plus estético que le brinda densidad literaria. Ese compromiso con el otro y el ingreso de la cultura ágrafa lo vinculan con lo más original –vuelta al origen- de nuestras letras: la gauchesca.

Un poco más de Cortázar: “... dominaba la ficción con una maestría total; él, que sabía hasta que punto delegamos lo mejor de nosotros en algunos de nuestros personajes (...) multiplicando lo real en y por la ficción, metiendo la realidad en la literatura como hay que hacerlo, es decir metiendo la literatura en la realidad, cuerpo a cuerpo, in fighting implacable que levanta a todo un estadio en ese clamoreo que es como una catarsis, la prueba de que se ha llegado al límite de la tensión y la belleza.”

Cruce de culturas. El elemento culto de la civilización, regido por un parámetro de belleza que responde a exigencias foráneas, se encuentra con esa savia o pathos, elemento salvaje y heterogéneo que, desde un principio, no escapó al ojo estrábico de los románticos del salón literario. Podemos remitirnos a la “prueba narcisista” que menciona Barthes en S/Z: “la belleza no puede describirse sino por adiciones y tautologías, no tiene referente pero no carece de referencias (Venus, las vírgenes de Rafael) y esta abundancia de autoridades, esta herencia de escrituras, esta anterioridad de modelos, hace de la belleza un código seguro.” En el policial: la seguridad del detective de la novela de enigma frente al de la novela negra que sale al mundo, ve, capta, asimila su configuración y, a la vez, se configura él mismo.

El predominio de uno u otro en los cuentos policiales, va a estar condicionado según la época y la evolución ideológica de Rodolfo Walsh. Correrán paralelos sus logros en una y otra apuesta.

Por eso y por todo, su vigencia, su ejemplo, su obra y su vida.

Por eso, cierro con el título de la nota con la que comenzamos, por esto y por Rodolfo Walsh: La voz que no se apaga.