18.2.12

Con las armas, por Juan Leotta





A Sheree



Yo estaba en serios problemas ese día de febrero del año pasado.
–Te lo mando… –me dijo Julio–. Es un pibe. No puedo ir yo. Pero quedáte tranquilo, que él sabe…
Sin estar muy convencido, acepté la propuesta y volví a casa. Me quedé un rato fumando en silencio, de espaldas a la máquina monstruosa. Una de mis hermanas, que limpiaba la casa, se acercó y me preguntó qué me pasaba.
–Cosa de hombres –le dije yo, serio.
Esa respuesta –lo sabía bien– bastaba para hacerla enojar. No volvería a hablarme por un par de horas. Era lo mínimo que yo necesitaba en esas circunstancias.
Como todos, alguna vez yo había escuchado historias de gente que pierde un poema, un cuento, incluso una novela. Aunque suelen ser bastante tristes, esas historias no dejan de tener la perspectiva de volverse cómicas o épicas con el paso del tiempo. Mi caso, por el contrario, era muy distinto. Pero no tiene sentido entrar en detalles: suficiente decir que ésta vez no se trataba simplemente de literatura, y que los datos en cuestión estaban archivados bajo un nombre simbólico, un nombre que eventualmente iba a actuar –imaginaba yo– como un conjuro:
"Imborrable".
Sí. Parecía un chiste. Ése era el nombre-conjuro que falló. Ahora estaba a merced de una mano maestra para arreglar la situación.
– Eee… me manda Julio– fue lo primero que dijo el pibe por el portero.
Ni un hola, ni un buen día. No. Lo primero que escuché de él fue esa suerte de explicación, de disculpa por haberse hecho presente. Un momento después, cuando abrí la puerta, entendí todo. Le pesaba ser tan chico y cobrar tanto por lo que hacía. Y hay que decir que era chico en todo sentido del término. Debía tener unos diecisiete años, a lo sumo. Y era muy bajito y muy flaco. Eso sí, se tenía todo la confianza del mundo en su oficio.
–Me contó un poco Julio –dijo, sentándose a la máquina–. Todo OK. Esto es una pavada para mí.
– ¿Voy a recuperar todo?
–No sé. Digo, va a ser fácil recomponer la máquina. Lo que se perdió, veremos…
La verdad es que yo no podría reponer ni siquiera mínimamente los pasos que él siguió. Nunca entendí mucho de computadoras. Surgieron ventanas, aparecieron relojitos de arena, corrieron aquí y allá números y siglas. Aunque ignorante en esas cuestiones, yo no dejaba de imaginar allí cierta lógica en curso. Si de lo que se trataba era del Orden en vías de reestablecimiento, entonces debía estarse dando, de manera inversa, el proceso que había instalado el Caos. ¡Y eso yo también lo había visto! Había sido increíble…. Tras abrir la puerta equivocada, pum, la catara fulminante… Detrás de uno de los íconos de la impresora, se había agazapado un paquete de cuatrocientos virus.
–Acá… –dijo él, al rato–. "Imborrable". ¿Éste era el que te interesaba, no? Quedó sano.
Respiré como si hubiera llegado a otro planeta. Encendí un cigarrillo y le di una palmadita en la espalda al pibe. Llamé a mi hermana para le sirviera un vaso de Coca. Es más: era como si de pronto, aliviado, pudiera verlo por primera vez con la ropa del personaje que él elegía llevar: la del hacker, claro. Así lo había definido Julio, el técnico del negocio de computación, antes de mandarlo para mi casa.
– ¿Y tenés muchos amigos en esto? –le pregunté yo, ahora intrigado.
– Los suficientes –dijo él, sin sacar la vista del monitor. Todavía le faltaba parte del laburo–. Al que sí conozco es al mejor de todos. Al menos acá en Buenos Aires. Es más chico que yo. Pero es un Maradona. Posta. Un talento que está más allá… Va a hacer mucha plata ese pibe… –De pronto me miró–. ¿Contra atacamos?
Largué una bocanada de humo, sorprendido:
– ¿¡A quién!?
– Al que te mandó los virus…
Hasta entonces, yo había pensado que el Caos era efecto de un piedrazo lanzado por una mano ciega, que tiraba por tirar, sin mirar al blanco. O, incluso, que todo se trataba de una falla inherente al sistema, desencadenada y reproducida sin la mediación de una voluntad individual.
–No sé quién pudo ser… –dudé yo.
– ¿No tenés enemigos? –me preguntó él.
¡Qué extraña esa pregunta! Había sonado absolutamente natural, como si se tratara de algo común y corriente para él. No pude responder nada de entrada. La pregunta, por una extraña reverberación, me había alejado de la cuestión de los virus y me había hundido en el pasado. Fue como si recorriera varios años, de un simple vistazo, movido por ese particular criterio: detectar quién podía haberme odiado hasta convertirse en mi enemigo. Por alguna razón incierta, mis enemigos, si es que existían, debían pertenecer al ámbito del pasado.
Tres posibilidades.
Uno. Recordé a Benesdri, un compañero mío del secundario a quien –sin ninguna mala intención de mi parte– yo le había roto una pierna jugando al fútbol. "Ya vas a ver", me gritó desde el suelo. Tuvo en mente desde siempre la sospecha sobre mi mala intención. Y jamás sirvió que incluso el arquero de su equipo, testigo privilegiado de la jugada, dijera que yo había ido limpio a la pelota. Benesdri me miraría cruzado hasta el final de la secundaria.
Dos. Recordé al padre de una novia mía de la adolescencia. Cuando yo la conocí, ella ya encarnaba el rol de la oveja negra de la buena familia. Que a mí esa situación me provocara un goce particular no tenía ninguna relevancia… asunto mío y punto. Más allá de ello, una cosa es la droga y otra la anorexia. Con lo de la anorexia yo no tuve nada que ver. Es más: me cansé de decirle –con plena sinceridad– que ella ya era demasiado flaca.
Tres. Recordé a otro escritor. Un tal J.K. que me había acusado seriamente de ser fascista. La pica era en realidad mutua y espontánea, de piel casi, pero se había escamoteado tras una sutileza literaria. Aunque mis cuentos casi no tenían circulación, él sí los había leído. Por entonces yo solía narrar desde una primera persona, siempre con personajes que, ligados al universo de la cultura pop, se revelaban gradualmente como fascistas. A veces funcionaba, otras no. Así son las series. Quizás la tesis global –es decir: la cultura pop es fascista– fuera demasiado simplista… Pero bueno, eso no tenía importancia ahora. Este J.K. era un tarado que no entendía nada y que me encasillaba con su lectura primaria. Tan grueso era el error que yo ni me molestaba en aclararlo, en hacer algo al respecto.
Tres enemigos. Creo que ninguno más. En cierto modo, un buen balance de mi vida.
En vistas al tema de los virus, eso sí, eran tres posibilidades altamente improbables. Una más improbable que la otra. Cualquier hipótesis hubiera bordeado el ridículo, para ser francos. Ninguno de ellos iba a mandarme un paquete con cuatrocientos virus.
– ¿Contra atacamos? –volvió a preguntarme el pibe, al verme vacilante–. Si vos me decís directamente, la cosa es mucho más fácil. Pero si no, yo puedo rastrear de donde vino todo esto. Es más laburo, pero te puedo hacer precio…

Pequeño detalle que yo había pasado por alto: aunque para él no dejaba de ser un juego, a mí me iba a costar otra buena cifra. Apagué el cigarrillo. Le dije que no, que por ahora no, que llegado el caso le avisaría. Él pareció desilusionado. Quizás no tanto por la plata, sino porque acaso esperara "otra cosa" de mí.
Mientras bajábamos en el ascensor, no mucho después, casi no hablamos. Yo había empezado a sentir un raro asomo de paranoia. Era como si fuera a despedir a un desconocido que se llevaba la llave de mi casa. Imaginé que en adelante él podría hacerse un festín con mi computadora. Que tuviera diecisiete años sólo empeoraba las cosas. Incluso podría hacer el daño no por interés, sino por inconsciencia. Julio me había dicho que era de confianza, pero eso no quería decir nada. Julio también estaba bastante loco.
Fue justo entonces cuando el pibe, tal vez incómodo por el silencio, me hizo la pregunta perfecta.
– ¿Y vos? ¿A qué te dedicás?
Gracias. Ahí yo apelé a una respuesta que, dicha en broma en el pasado, había desconcertado (e incomodado) a mucha gente. Incluso a J.K., el escritor.
– ¿A qué me dedico? Soy instructor de tiro.
El ascensor se detuvo. Abrí la puerta con firmeza y le hice un gesto para que saliera. Él obedeció.
– ¿Instructor de tiro? –caminaba delante de mío por el pasillo–. La verdad que no lo hubiera dicho, porque… ¿Cuántos años tenés?
– Veintitrés –le respondí, detenidos ya frente a la puerta de calle–. Veintitrés, sí. Pero eso no tiene nada que ver. O sea, yo a tu edad ya era Maradona en lo mío. Crecí con las armas. A ellas les debo todo en la vida. ¿Entendés de qué te hablo?