25.5.11

Desencuentro en el desierto, por Emiliano Scaricaciottoli






Sobre Zabriskie Point (1970) de Michelángelo Antonioni


Cuando considero el final de un día, de cualquier día,
tengo la impresión de que es el final de toda una época

Paul Bowles, The Sheltering Sky - 1949

…pero la vida
Se debate
Peor que el pez
De Nanouk
Se nos escapa
de entre los dedos
como los recuerdos
de Mónica Vitti
en el desierto rojo
de los alrededores
de Milán
todo se eclipsa

Jean-Luc Godard “Los signos entre nosotros” (Historia(s) del cine -1998)


La radiografía del desierto de Poe se halla en “El silencio”: “…y me volví y miré otra vez a la roca, y a los caracteres; –y los caracteres eran DESOLACIÓN”. Las mayúsculas en la fábula del demonio sitúa el parnaso del romanticismo en Libia, y una travesía inesperada y desagradable. Daria y Mark son índices de un tajo en un cuadro concreto de Lucio Fontana. Dice Hélio Oiticica en Aspiro ao Grande Laberinto (1961): “La fragmentación del espacio pictórico del cuadro es evidente en pintores como Wols (el mismo término “informal” lo indica), Dubuffet (…) o Pollock (el cuadro virtualmente “explota” se transforma en el campo de acción del movimiento gráfico). En la tendencia opuesta ocurre lo mismo, más lentamente pero más objetivamente: desde el anuncio de Mondrian sobre el fin del cuadro hasta las experiencias de Lygia Clark, con la integración de la moldura en el cuadro, partiendo ahí todas las consecuencias de ese desarrollo del cuadro en el espacio. En un sentido intermediario está Fontana y sus cuadros cortados o surcos, surcos de espacio en los cuales veo afinidad con los surcos de mis maquetas y no-objetos suspendidos”. El subproducto del tajo (neobarroso, según Perlongher) es la corpografía: un mapa corporal que se atraviesa. No es estático, no prolifera sobre un mismo eje, sino que se mueve. Las corpografías se diseñan en el movimiento. El Ícaro y la bestia motorizada de Daria se encuentran por la debilidad de la máquina en el desolado desierto del Death Valley. La técnica de Antonioni para arribar a lo no figurativo es la saturación de “recorridos insignificantes que lindan con lo no figurativo” (Deleuze, 2008). No sólo el color lleva el espacio hacia el vacío; el rostro, los personajes, la acción decae, se esfuma, mientras en crescendo la instancia afectiva del espacio es llevada al vacío. La naturaleza de la road movie aquí no funciona. No se rueda, se estanca, el cuerpo se mimetiza con el paisaje y la escena primitiva cumple dos secuencias: regresión vital y rito purificador. Es decir, el desierto se nos presenta ahora como un espacio para insertarse, no para circular. El happening seco en el pozo de polvo tiene un claro efecto multiplicador, de contagio. Los nuevos dispositivos de individuación, naturalmente, no tardaron en llegar, y lo hicieron a través de nuevos vehículos de “contagio” o “contrato”, como las bandas, jaurías, manadas, pandillas; no colectivos, sino grupos de interés, sentimentales o de consumo. El pop en Zabriskie point es una serie repetitiva de despojos y fusiones: lancinados cuerpos encontrándose en el árido valle. En El Eclipse (1962) el rito es binario (Delon-Vitti) en ausencia de trabajo. El despojo es urbano dentro de lo urbano. El encuentro toma la forma de una pérdida progresiva en el suburbio agreste hasta los teléfonos sonando insistentemente sobre el final del film. En concomitancia, Mónica sobrevolando Roma representa un cuadro de la desconexión con lo natural. La cámara se ancla en las nubes, en el exterior, sin dar cuenta del fondo. Solo se ve el Coliseo, el tatuaje del circo moderno en la bolsa. En Desierto Rojo (1964) la angustia de Giuliana en medio de un paisaje industrial –la chimenea fálica furiosa en planos congelados o las nubes artificiales que se funden con el cielo de la huelga– deriva en una utopía peninsular. En la utopía que ella narra, siempre se es niño, libre y pleno. La fábrica funcionaría, entonces, como el centro del inconexo comunicativo que desnaturaliza el mensaje –y de allí el antinaturalismo que Antonioni plantea– y en aire de tragedia, Vittorio Gelmetti, funda las bases del futuro “metal o rock industrial” alemán de los 80’s. La música de la modernización es la de las máquinas: zumbidos tenebrosos acompañan el comportamiento errante y siniestro de Giuliana. En este film, la fábrica se piensa en términos transnacionales. La Patagonia Argentina, cuna del derrotero siderúrgico y metalúrgico del desarrollismo frondizista recibe con los brazos abiertos –los brazos del desierto fueguino de balas y olvidos entre 1919 y la década infame– al capitalista italiano.

Dune (1984) de David Lynch (basada en la novela homónima de Frank Herbert) juega intertextualmente con las propuestas de rituales que el desierto ofrece, cobija, en los films de Antonioni. En Dune, como en Desierto Rojo, el desierto –“nuestro más pingüe patrimonio” confesaba Echeverría en 1837– es el símbolo del dominio económico, enfrentado a la ciudad burocrática, destinada a las tareas reproductivas de la raza. La especia, vegetación nacida de las entrañas de los gusanos de las dunas, es la droga que guía en trance a los navegantes del Gremio de Comercio, y al mismo tiempo el mito/ritual de los Fremen, los “hippies” del desierto de este planeta. El factor religioso de los Fremen es altamente psicodélico, aunque reglado y sagrado. Nada funciona por azar, de manera imprevisible, en el interior de la tribu. Filmada en el Tlaxcala Desert, Dune transforma la imposible supervivencia humana en el planeta de la especia en un acaudalado final utópico, como el deseado por Mónica en El Eclipse. El mito del salvador de la raza Fremen –nativos, agricultores y cooperativistas– viene con la promesa de productividad: del desierto se espera su fin. Con la victoria de la dinastía Atreides sobre el gobierno de Arrakis (o Dune) la masa cruda de arena que se lleva la vida de los trabajadores que extraen la especia se convertirá en orillas y turismo.

Volviendo a Zabriskie Point, el móvil del escape, en el caso de Mark se presenta polémicamente. Sobre el estereotipo cultural del armamentismo en la sociedad norteamericana, la célula foquista de los estudiantes universitarios burla groseramente el propio sistema. El vendedor aconseja a los clandestinos guerrilleros que lo embaucan para adquirir sin licencia las armas: “si les dispara en el jardín, tírelos adentro”. El mito de la inseguridad y las respuestas pueblerinas cargan con una tradición de autodefensa de las partes por el todo: defender tu jardín de ladrones y maleantes es defender tu Patria. Por la Patria todo vale, entonces lo ilegal (vender armas sin licencia) es justificable.

El debate político de fondo, desarrollado sobre la placa escéptica de Mark en el modelo asambleario de la izquierda revolucionaria ortodoxa, es uno de los ejes que motivan el exilio. El temor estatal de que la universidad se pueda “convertir en una universidad de tipo sudamericana” (Lester, 1970) aceleraba, en el plano consciente, la lucha de clases, aunque inauguraba una paradoja: la clase más avanzada subjetivamente era la pequeñoburguesa. Ese estudiante que Lester califica de lumpen, vagabundo, y que no tiene que preocuparse en cubrir sus necesidades básicas, era el que se armaba. En un marco de absoluto repudio al hippismo, entendido como la corriente más inmovilizada para organizar y direccionar la lucha estudiantil, las Panteras Negras agraden públicamente al SNCC llamándolos “hippies negros” (sic). La pelea por des-hippizarse (nada parecido a Capusotto travestido de shuta) es una de las tareas para ganar el combate. Que Mark regrese del idílico tour que Daria le propone, abandonando Sunnydunes y con ello su condición de clase, es un síntoma que en principio hace tambalear la teoría del doble disidente. No por ello deja de ser claro y contundente el vacío en el conjunto y el vacío en el desierto, que nuevamente se encona como respiro para continuar, un break pequeñoburgués en medio de la guerra civil.

Las referencias al espontaneísmo de Mark serían sin duda objetos discursivos de un trabajo más amplio que excede los límites del tipo “monografía”; no obstante la referencia a Gabriel Cohn-Bendit, representante del “Movimiento 22 de marzo” que agrupaba a dos sectores básicos del “espíritu del 68” (el vasto componente espontaneísta-anarquista en el que entraban numerosos grupos o afinidades desde los situacionistas hasta los socialbárbaros pasando por los surrealistas) y actual eurodiputado (sic), anticomunista (sic), declaraba en su libro La rebelión estudiantil (1970) que no denunciaba la agresión yanqui a Vietnam ni tenía derecho a hablar de la invasión a Checoslovaquia (en agosto de 1968) puesto que son sus “víctimas” las que debían dar “testimonio”. Supongo que se refería a los muertos (los que debían dar “testimonio”). Lo de Berkeley y Columbia tampoco es gratuito, en efecto, fue en EUA donde se desarrollan a partir de 1964, los movimientos más masivos y más significativos de este período. En la Universidad de Berkeley, en California, el conflicto estudiantil tomó un carácter masivo. La primera reivindicación que movilizó a los estudiantes fue la "libertad de palabra" en favor de la libertad de expresión política (en particular, contra la guerra de Vietnam –de la cual Bendit prefiere, hasta el día de hoy, no hablar- y contra la segregación racial). El movimiento va a desarrollarse en masa y a radicalizarse en los años siguientes en torno a la protesta contra la segregación racial, por la defensa de los derechos de las mujeres y sobre todo contra la guerra de Vietnam. Del 23 al 30 de abril de 1968, la Universidad de Columbia, en Nueva York, es ocupada, en protesta contra la contribución de sus departamentos a las actividades del Pentágono y en solidaridad con los habitantes del gueto negro vecino de Harlem. La crónica completa se encuentra en “Mayo del 68: El movimiento de estudiantes en Francia y en el mundo”, Revolución Mundial nº 104, Mayo-Junio 2008.

La ciudad que atraviesa el desierto está personificada en Daria, bajo la émula curiosa de James Patterson, un gurú que traslada chicos desamparados de L. A. al pelotero árido. Los niños del desierto, como los gusanos de Dune, nos reenvían al estado más natural, agresivo y confrontativo. La escena de acoso que sufre Daria con los niños de Patterson nos da una idea de hasta dónde la naturaleza humana puede violar la razón pública (la idea de sociedad occidental como la entendemos hoy en día) y devolverse –como un recuerdo ancestral– al reino de los instintos. Escéptica y hedonista, confronta con la caracterización fisonómica del paisaje: mientras Mark sostiene que “está muerto”, ella afirma: “es tranquilo”. O sea, lo que para Daria es catártico para Mark se muestra como un “ir donde sea”, oxigenante, curativo pero incierto. Fornicar en el desierto es vitalizarlo: el happening seco deviene en húmedo, y se opone a la tesis antivitalista del turista que con cámara fotográfica cubre panorámicamente su rollo de fotos y se aleja–“el viaje empieza cuando lo contás”, decía Hugo Arana, sabiamente, en una bosta de 90 minutos hace ya varios años.

Death Valley histórico, mágico, ancestral, orgiástico, anárquico, experimentable.

La ciudad controladora, parapolicial, sitiada, intoxicada, academizada, apagada.

Y pese a esto, Mark se vuelve a travestir de “Carl Marx” (escribe el polizonte delatando su ignorancia) en esa distribución fonemática que lo vacía y lo hace todas las identidades al mismo tiempo.