27.10.10

Estilo directo y parafraseo de la ilusión, por Gustavo Calandra






A propósito de Cosas por el estilo, de Javier Fernández


Ya que sabemos que ser un tonto es normal y que la vida es un teatro de apariencias y poses, construiré un ojo redondo que narre esa representación, y mi cerebro será espectador.

El ojo está quieto y ve pasar el espectáculo bochornoso de las rutinarias páginas de la vida. Existe una fiebre-pero es efímera- que enamora, de manera sencilla, a las bestias, que quiebra el doloroso silencio en el cual desaparecen las cosas.

¿Y para qué queremos las cosas?, me pregunta un joven inquieto. Si todo ha sido reemplazado por su doble artificial, si la pureza disminuye y el amor es una puta que te acaricia y te vende falopa.

¿Cómo salir del supermercado mundial, si fantasmas autómatas ponen en funcionamiento el puestito de mañanas?

Queremos las cosas por el estilo. Una forma (guardemos la forma ante todo). Hacer cosas con palabras. Un barco de papel con un poema garrapateado nos aleja del puerto de la angustia. La nuestra, es la nave de los locos. Y como sabemos, su destino es el pliegue o la errancia, en fin, nuestra libertad creadora.

21.10.10

Una presentación, por Perla Sneh






ÉTICA Y POLÍTICA DEL TRADUCIR, de Henri Meschonnic

¿Qué es un poeta? (...) Alguien que escribe y no es escritor.
L. Lamborghini



Citar a Lamborghini para hablar de Meschonnic no es una casualidad. Tampoco es reclamo de originalidad ni intento de clasificación. Es apenas una cita rápida, cruzar dos nombres en el aire y que ese cruce sea un modo de ubicarnos para leer y que, entonces, la lectura nos diga dónde estamos parados. Con Meschonnic, estamos en el centro de un combate.

Combate por el poema, combate por la traducción, por el ritmo, por el texto mismo. Pero combate acá no quiere decir la lucha por el poder en el mercado de los saberes, sino hacer resonar voces repudiadas, darles lugar, incluir una escucha.

En ese combate, Meschonnic se sitúa. Responde, dicho sea esto con todo el acento de responsabilidad que el término conlleva. Y situarse no es disputar un territorio, no es defenderse del enigma; es dejarse tomar por la lectura, por el discurso, su fraseo, su materialidad, su ritmo.

Me gusta leer a Meschonnic, que no exige lealtades ni interpone contraseñas pero que no tolera indiferencias, que piensa también con los rechazos, que no se priva de decir que no. No se trata –y en esto es taxativo– de escribir –como le reclaman– para el gran público. Para Meschonnic la diferencia entre un texto destinado al público vulgar y uno destinado a los ilustrados es una ignominia ética y política. Y sobre todo, es una miseria poética. ¡El “gran público”! Eso no es otra cosa que el efecto social de todos los academicismos, la masa que comulga con el negocio editorial, la más banal de las religiones. Y lo religioso tampoco es aquí un término cualquiera. Es lo que nombra el repudio mismo de lo sagrado y lo divino. En nombre de ese repudio, lo religioso será inevitablemente dualista, porque anhela la gestión de una hermenéutica: debe haber una verdad que sea el contenido, inmutable, y un resto, variable, que será la forma.

Meschonnic denuncia esta viscosidad hermenéutica. Sus tonos son inapelables. No despiertan solidaridades. Hasta asustan un poco. Siempre hay algo de un furor, cierta ira, cierta revulsión. Uno se lo imagina con los dientes apretados. No se anda con medias tintas, lo que no significa que no haya sutileza en su pensamiento. Diría, más bien que opta por la urgencia; y dieciocho siglos de imponer sentidos seguramente establece alguna urgencia. Ésta será la de desordenar, la de poner en apuros las ideas preconcebidas. Pero no sólo hay cóleras y urgencias. También hay –y esto es fundamental– júbilo, alegría, felicidad, picardía, astucia, placer, incluso –y cito– placer inmenso: hay el júbilo de dar en francés la escucha escrupulosa del texto bíblico, sus acentos, sus ritmos, sus prosodias, sus violencias gramaticales; hay la picardía de sacarle la lengua al binarismo del signo que desune por heterogéneos sonido y sentido; hay la audacia de crear problemas; hay la alegría del pensamiento; hay el goce del recitativo ahí donde otros sólo encuentran relato; hay el placer de destruir ídolos; hay el placer inmenso de reconocer y hacer oír una fuerza enterrada, la de la panritmia bíblica que ignora toda métrica y da al traste –seguro que a Meschonnic le hubiera encantado la expresión– con toda una institución más preocupada por convertir que por transmitir.

Traducir el signo remite a la mitología de una lengua única, origen de todas las lenguas, paraíso de la cosa en fusión con la palabra, que puede tener una apariencia diversa en cada lengua, pero que se mantiene idéntica a sí misma. En síntesis, la religión de la identidad.

En cambio, con una piedad que no tiene nada de religiosa, en el horizonte de una identidad que sólo es tal en y por la alteridad, Meschonnic lee el Tanaj, la Biblia hebrea. No lee lo que Derrida dice del Tanaj (y donde dice “Derrida” pueden poner el nombre que quieran), lee el Tanaj. Por consiguiente, reintroduce una lengua repudiada: el hebreo. Y no estamos diciendo que el hebreo como tal resguarde de leer religiosamente, ni que los judíos entiendan –entendamos– mejor de qué se trata. Para nada. Se puede, dice Meschonnic, ser tan sordo en hebreo como en cualquier otra lengua. Bien lo demuestra la versión francesa de la Biblia, realizada por el Rabinato francés, que transmite mucho menos el texto bíblico que el estado del judaísmo francés de su tiempo (1899): francés en la calle, judío en el hogar; ciudadano francés de confesión mosaica.

La apuesta de Meschonnic será, en cambio, leer ateológicamente. Desteologizar el texto bíblico, desacademizarlo, des-semiotizarlo, desideologozarlo. Re-hebraizarlo. Se trata, entonces, de leer el texto –no el sentido de las palabras– leer el texto, digo, con sus jerarquías de múltiples acentos (melódico, pausal y semántico), esa rítmica que organiza el texto bíblico y que ha sido objeto de un rechazo filológico-teológico. Ese ritmo está hecho de acentos llamados te’amim, sabores, que están en la palabra y en la voz que las dice, en su resonancia, en su encadenamiento, acentos que no designan sólo una forma gráfica sino una gestualidad y una oralidad. Se trata de hacer lugar a esos teamim, a esos sabores que son inseparables de la mikrá, que es el término hebreo para designar la Biblia. La palabra significa lectura, pero también convocatoria y asamblea religiosa. El verbo likró transmite la idea de nombrar, convocar, gritar y leer. Es decir, el término cifra la relación entre la lectura, la voz y la comunidad.

Y Meschonic lee la Biblia haciendo lugar a esa relación, la lee sin extremar la velocidad en la lectura, sin ceder al mero ingenio en los comentarios, lee con la demora y la humildad –palabra extraña entre nosotros– que impone el texto hebreo. Lee su vitalidad, sus excesos, su lengua desatada, por siglos abandonada al martilleo adormecedor del positivismo de arqueólogos e historiadores y a la corrección gramatical que borra, a golpes de banalidades lingüísticas, lo que es reiteración rítmica, plegaria en recitativo, invención de una historicidad, configuración de un discurso, fuerza que no se opone al sentido sino que lo soporta y transporta. De ahí que el ritmo, decisivo a la hora de leer, ya no se reduzca a la alternancia de dos términos –fuerte, débil–, sino que se despliega como la organización del movimiento de la palabra en el lenguaje.

Hay en esto una ética del traducir: se trata de escuchar el continuo del poema, es la escucha no de lo que dice sino de lo que un poema hace, que no se limita al contenido de lo que dice. Si no, es sólo hermenéutica. Así de pobre. Porque traducir el poema a un enunciado es convertir el infinito en totalidad, lo que equivale a hacer desaparecer el poema. Cuando se traduce según el signo, la única expectativa es la expectativa del sentido, porque el signo no conoce otra cosa. Esencialmente, el signo desconoce –en el sentido del repudio– el continuo, el ritmo, la prosodia, todo lo que es enunciación y significancia. Hacer lugar a eso repudiado no es una cuestión de corrección o de preferencias lingüísticas, es una cuestión de ética. Lo que lo convierte, inmediatamente, en una cuestión política. Tan política como pensar, es decir, transformar el pensamiento, es decir, actuar sobre la sociedad.

Dije más arriba –y no voy a hacerme la tonta– “nosotros”. Inquietante pronombre. ¿Nosotros, quiénes? ¿Los psicoanalistas? ¿Los que escribimos y no somos escritores? ¿Los que somos escritores y no escribimos? ¿Los giles que leemos la Biblia? ¿Los judíos que hablamos –o no– hebreo? Difícil decirlo y, para el caso, no importa. Otra vez, de lo que se trata es de situarse.

No puedo menos, entonces, que volverme a nuestro psicoanálisis traducido: si se trata de lo que una obra le hace a una lengua –es la Biblia la que hace al hebreo y no al revés, es lo que Shakespeare le hace al inglés y no al revés–, si un texto no está en una lengua como un contenido en un continente y lo que se traduce no es el signo sino el ritmo –es decir un sujeto que, en su historicidad, es transformador del discurso–, ¿cómo pensar entonces todo un psicoanálisis que gira en torno a una especie de “empuje a la precisión de las palabras”? ¿Cómo se traduce –se escribe, se lee, se hace resonar, se frasea–, en castellano, lo que la obra de Freud le hace al alemán, lo que la sintaxis de Lacan le hace al francés?

Traducir, dice Meschonnic, muestra la diferencia que media entre San Jerónimo –patrón de los traductores– y Caronte, el barquero que transporta las almas de los muertos por la laguna Estigia. Por eso no alcanza con decir que el traductor es un pasador –y los psicoanalistas escuchamos en este último término el nombre de un grave problema de la praxis– porque Caronte también es un pasador. La diferencia está en lo que llega a la otra orilla.

Ni el literalismo ni el palabrismo; se trata de llevar la propia poética hasta los medios poéticos de otra lengua, porque la unidad en juego no es la palabra sino el modo en que las palabras se encadenan entre ellas. En términos de discurso, la “fuente” es lo que el texto por traducir hace, es su modo de actividad, que él inventa. Y hay una sola meta: hacer lo que él hace. Por eso un texto es lo que un cuerpo le hace al lenguaje, a su lengua y que nunca antes se había hecho.

El de Meschonnic es un hablar embiblado, un hablar que se recuesta en la mikrá, en una Biblia que es parábola y profecía. Parábola porque, siendo un ejemplo particular, vale para todas las lenguas, todos los textos y todos los tiempos. Profecía, por que postula un impensado, toda una revolución cultural. Profecía que casi coincide con utopía: combina ausencia y rechazo a ideas preconcebidas con la intimación imperiosa a pensar lo que no es pensado.

Y como el pensamiento se hace de discurso, les leo una frase del libro que me encantó: Pensamos como un salame cortado en fetas, en caso de que el salame pensara. De hecho, casi no valemos mucho más (p. 19).

No dudo que la frase es de Meschonnic pero también me atrevo a decir que es de Hugo Savino. Y me atrevo a decirlo porque he leído a Meschonnic a través de la lectura de Hugo, incluyendo su versión del poemario Puesto que soy esa zarza, pero, sobre todo, porque leí Viento del noroeste, esa polifonía de voces y resonancia que aún seguiré leyendo. Y puesto que también soy esa zarza –sneh– no puedo menos que alegrarme que me haya transmitido la voz de Meschonnic. Si estoy aquí esta noche es porque se lo agradezco.

Y si empecé citando a un poeta, concluiré citando un poema. Éste, de Meschonnic:
no hablo / mis palabras yo /las camino




Buenos Aires, 3/12/2009

16.10.10

LAS TRES HERMANAS




En Inglaterra hay una ciudad que se llama Lester

en esa ciudad hay una calle,

en esa calle trabajan tres hermanas.

Una vende flores;

la otra, cordones para zapatos,

la tercera a sí misma.

Las hermanas no odian a la que vende su cuerpo,

sino que las tres odian el mundo, el país, la ciudad y la calle. 


Canción del folclore judío inglés

7.10.10

Philippe Sollers - Un inocente en un mundo de imágenes

Todo es bueno para sacarse de encima a un escritor que se impone: mitologías, fotos, cine, novela familiar. Con Fitzgerald, se juega una y otra vez el mismo film hecho de clisés: héroes desencantados, Musset de la autodestrucción, ebriedad de la perdición, perseguidor de Zelda, perseguido por él mismo. Costa Azul y crisis de 1929, imprevisión, gastos y alcohol. Ahora bien, hay que leer a un escritor según lo que dice, según lo que expresan sus frases, y no según lo que se dice de él. Según creo, hay que aislar las frases de Fitzgerald y ver cómo funcionan: es particularmente flagrante en sus Cuadernos. Cuando leemos las palabras unas después de las otras, y no las limitamos a la simple dimensión de los mecanismos de una narración, de una story, se alcanza el momento en el que ellas derrapan para decir otra cosa. De esta manera, uno puede encontrar puntos comunes insospechados, paradojales, entre Fitzgerald y Kafka. “Un hombre en la habitación vecina había encendido un fuego. El fuego había consumido el colchón. Tal vez habría sido mejor que el fuego lo hubiera consumido a él también, pero para eso se hubieran necesitado unos pocos centímetros más. El colchón fue llevado con mucha ceremonia.” ¿Es de Kafka? No. De Fitzgerald. Fréderic Berthet fue el primero que estableció, en su Diario, un paralelo entre estos dos autores. Eso da una profundidad que, en general, no es de buen tono en los comentarios sobre Fitzgerald, y lo pone en una dimensión “a la manera de Kafka”. Por otra parte, eso permite encarar la desenvoltura y la gran libertad de Kafka, que muy pocas veces es señalada. Este paralelo tiene la ventaja de aclarar a uno por el otro. En los dos hombres se encuentra un trasfondo de culpabilidad, que acerca a Fitzgerald al universo de Alfred Hitchcock, especialmente a films como Con la muerte en los talones. En sus conversaciones con François Truffaut, Hitchcock dijo una frase que se volvió famosa – frase que no encontró ninguna reacción de la parte de Truffaut. Truffaut le pregunta si su educación con los jesuitas explica la atmósfera de culpabilidad de Mi secreto me condena. “¡Cómo puede decirme eso, responde Hitchcock, puesto que todos mis films describen a un inocente en un mundo culpable!” Esta respuesta hay que entenderla en términos metafísicos. Fitzgerald, al que se le negó un entierro religioso, era también de origen y de sensibilidad católica; en su trabajo encontramos a este inocente en un mundo culpable, figura que lo acerca al trasfondo bíblico de Kafka.

Fitzgerald es víctima de un film que se proyecta ininterrumpidamente; y sin embargo, fue el primero que percibió la lucha –violenta– que iba a desencadenarse y a intensificarse entre el espectáculo y lo escrito. Lo expresa con mucha claridad en El Crack-up, en 1934: “Entendí que la novela […] empezaba a subordinarse a un arte mecánico y comunitario incapaz de reflejar algo distinto, no importa en qué manos esté, en las de los negociantes de Hollywood o de los idealistas rusos, al pensamiento más banal, a la emoción más evidente. Era un arte en el cual las palabras estaban sometidas a las imágenes, en el cual la personalidad era erosionada para llegar al bajo perfil que la colaboración impone inevitablemente.” Y más aún: “Había una indignidad repugnante, que se me volvió casi una obsesión, en la subordinación de la palabra escrita a otro poder, a un poder más deslumbrante, más grosero…”. La sumisión de la palabra a la imagen…

Como a Faulkner, a Fitzgerald lo dejaron agotado en Hollywood; vio cómo llegaba ese ascenso de la dictadura de la imagen, con una rarefacción del lenguaje, ¡en la que ahora estamos en un 2000 %! ¡Hay que insistir en esto! La gente, en los días que corren, abre un libro para ir a ver una película. La crítica literaria misma no sabe hacer otra cosa que rumiar una ideología cinematográfica. Por esta razón hay que aislar las frases – que a veces suenan en Fitzgerald como aforismos – en lugar de entrar en la mera historia, en la narración. “Ella le sonrió de costado, con la mitad del rostro como un pequeño acantilado blanco”. ¿De quién es? Picasso, contrariamente a la doxa de su tiempo, a los cánones estéticos de los surrealistas o de los comunistas, valoraba mucho a Fitzgerald, lo que para mí no es neutral: tienen en común la dimensión “infilmable”, no pueden ser reducidos a una imagen cinematográfica.

Las palabras, si prestamos atención a lo que llevan, invitan a ver, llevan colores, movimientos, sonidos; es sobre este punto preciso que hay que interrogar y leer a los escritores…

“Sus ojos estaban llenos de amarillo y lavanda, amarillo por el sol a través de las persianas amarillas y lavanda por la cola del pelo hinchada como una nube que flotaba indolentemente sobre la cama. De repente ella se acordó de su cita y, sacando los brazos de la colcha, se puso un negligé violeta, echó su pelo hacia atrás con un movimiento circular de la cabeza y se fundió en el color de la pieza.”

Fitzgerald, como se nota claramente aquí, intenta convocar la mayor cantidad de percepción y de sentido a la vez. Ahora bien, a través de este borramiento de las palabras bajo las imágenes, vivimos una expropiación de las sensaciones y de las palabras para decir los diferentes sentidos. Al ser captado por la óptica, nuestro oído desaparece, como el tacto, el olfato, el sabor, etc. La historia fue evacuada de la sociedad en la que estamos hoy; comienza ayer o antes de ayer. No tenemos más que imagen, imagen, imagen… ¿Y lo escrito?

El concepto de sociedad de espectáculo de Guy Debord se profundiza cada vez más: los protagonistas, los extras de nuestra época son hijos de este espectáculo. Vivimos una actualización inmediata de todo esto durante la campaña presidencial, en la que los dos candidatos mezclaron todo: Blum, el papa, Estados Unidos, Jaurès… Todo muy típico de las nuevas “generaciones espectaculares”, educadas en el espectáculo. Desparecen las fechas, se evacúa la Historia, y las percepciones del cuerpo se reducen a una pura y simple imaginería artística. Por consiguiente, es importante saber leer a un autor como Fitzgerald, cuyo genio de escritor no se toma muy en serio, es una leyenda entre otras, y se relata su imaginería con los buenos sentimientos de rigor. A través de una visión de la literatura, se difunde una especie de propaganda subyacente, en general, romántico-nihilista, que se convierte en un bien-pensar sugerido. Algo que por supuesto tiene un alcance difícil. Hemingway tenía razón cuando decía que en las épocas difíciles la literatura está siempre en la línea de fuego, es la primera en ser apuntada: creo que estamos en esa situación.




Por Philippe Sollers


Traducción: Hugo Savino