11.8.10

Die Kunst der Fuge, por Ariel Clerice




Cuadro 1: El sol de la clase media colonial en Birmania distrae los rigores mercantes de la ocupación imperial; los ritos familiares, laxos, mencionan la placidez orgánica de los primeros cuatro años. La madre llena la casa de canciones, el padre vela el sueño de todos y Gabrielle, siempre divina, recrea el tiempo perdido en una playa robada al paso irrevocable de las horas. Entonces Inglaterra, allí es capitán deportivo en Tanworth-in-Arden. Los espectros gomosos del verde parcelan el campo cuadriculado de casas iguales. Cambridge, los poetas del siglo XVII y XVIII (Swift, Pope, Blake), el folk y el ostracismo. Nadie supo demasiado de él. La infancia idílica de una educación acomodada, la quietud juvenil del ambiente académico y una exacerbada sensibilidad romántica agudizaron la delicada imaginación que resiente, cuando toma nota de las reglas que fijan la morosidad tácita del paisaje, su imaginería insondable.


Cuadro 2: Ahora Manchester. Varones enfurecidos, disturbios, huelgas, represión. El sucio salivazo de una cara desfigurada persigue la reparación de una estructura opresiva; la procacidad verbal excita, confiere cierto poder a los engendros de la impotencia. ¡Freaks! Las madres que disponen catres en el sótano para los hijos no queridos de la clase trabajadora envejecen escuchando Alice Cooper bajo el humo y el ruido de las fábricas, ratas hinchadas por la mugre, montañas de basura apiladas en calles baldías absorben la luminosidad perceptiva de seres que sobre el cuerpo crispado del muevo antihéroe, señalan el doloroso desamparo de los barrios obreros con gestualidad espasmódica. Pero en el instante en que un movimiento adopta su programa se introducen individuos que aseguran obedecer fines iguales y esto no significa que el arribista le importe ocupar un puesto en las filas, deseoso de protagonismo intentará apartarlo de su camino.


Hacia la década del setenta la pereza indiferente del confort británico enciende el desprecio insolente de la pequeña esfera vanguardista. Aunque llamar la atención, tal vez una crueldad inopinada, sonara lógico, en ocasiones, como sucede en la guerra o el exilio renunciar al mundo parece lo más sensato. Nick Drake y los Sex Pistols ejecutaron maniobras disuasivas que, subordinando los cómodos y banales sortilegios combinados del circuito, cuando el destino nos alcanza, por ataque directo o encantamiento lateral, bloqueaban la parálisis moral de una lógica mundana. Entonces, al frente, la decepción asumida por Rotten en California, su cara limpia, observando la nada refractada por el público al rebotar en el vacío, y detrás, el silencio hermético de Drake, encerrado, las horas de contemplación serena, inmóvil, sordas ante la nada blanca de una misteriosa pared lisa, recogen los amargos frutos de un desplazamiento subterráneo por los costosos pasillos de densas intervenciones existenciales. La mansa repetición distintiva de la monotonía hallada por Drake deposita una fatiga piadosa, suave, sin rencor, que mece, al repetirse con su frase hipnótica, la indefinida aspereza del entorno conservando intacto el ritmo del ensueño. Una torre, ejército más directo, enhiesto, el punk, estalla montado a la rudeza escatológica del escándalo y sacude brevemente los cimientos de la escena imperial. Los dos gastan la energía con la rapidez en piruetas de una fuga improbable, volver al pasado o prevalecer sobre las propias ruinas. El tránsito y la violencia, la pérdida del reino en Drake y la destrucción del mismo por los Pistols, inspiraron el programa de una actitud poco inclinada a los banquetes, inmune el flujo y reflujo de los caprichos del éxito. Aún menos frecuente, la figura del samurái dominaría en cambio una síntesis que, todavía, sin perjudicar el binarismo de los opuestos, reúne con su peregrinaje los extremos en insólito equilibrio. Es parte de otro tema.