4.7.10

La carta de Truffaut, por Pablo Moreno




En una playa Mersault asesinó a un árabe. Y en una playa Foucault expidió el certificado de defunción del hombre. Los alcances de estas acciones son distintos. El extranjero resiste el paso de los años, no se erosiona, y su lectura se va modificando con el tiempo (matar un árabe hoy presenta connotaciones diferentes). Las palabras y las cosas posee la marca histórica de su producción y el peso (molesto) de su sentencia. No vamos a discutir la abrumadora competencia de Foucault en edificar arqueologías (quién no se asombró ante esas construcciones). Ni teorizar sobre el estilo. El estilo es la cocina de los escritores. La pasión y la sangre conforman sus ingredientes. La cocina es el espacio donde la crítica no accede. A nosotros, los lectores, nos queda sucumbir ante el impacto del estilo.

La intelectualidad europea de la segunda mitad del siglo XX constituyó, desde el estilo, el rigor de la sentencia. Se formuló, desde el estilo, sentencias graves, insolentes y amargas. Camus lo sufrió en carne propia (la justicia intelectual casi lo lleva a arrepentirse de El hombre rebelde). No se le permite reflexionar al hombre de acción, es decir, al narrador. Ni la muerte lo exculpó de ese pecado. Sartre muchos años después de su muerte hablará de Camus definiéndolo como “un granujilla de Argel” que sólo escribió un par de buenos libros.

Barthes también sentenció. Mató al autor. ¿Alguien recuerda afirmación tan absolutista? ¿Alguien recuerda ese texto más allá de lo antropológico? ¿Alguien lee obras a través de sus discursos? Supongo que no. Los años hicieron que Barthes abandonara esa omnipotencia. El tiempo nos hace realistas o modernos (o ser realista es un modo de ser moderno, realmente no lo sé). Por suerte el “telquelismo” no arruinó al escritor y la relación de Barthes con la literatura terminó siendo amorosa.

Hardt y Negri sentenciaron el fin de los grandes relatos. Hay ideas que se apoliyan, tarde o temprano. Imperio terminará en el rincón de los saldos. Viéndolo a la distancia, no se entiende el porqué del revuelo. El marxismo y el psicoanálisis agonizaron en la insensatez de sus trincheras. Lacan es ilegible (quién lo mandó a meterse con la literatura tampoco lo sé, quizás tenía un buen sponsor).

“En Lol V. Stein ya no pienso. Nadie puede conocer L.V.S., ni usted ni yo. Y hasta lo que Lacan dijo al respecto, nunca lo comprendí por completo. Lacan me dejó estupefacta. Y su frase: No debe saber que ha escrito lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe. Para mí, esa frase se convirtió en una especie de identidad esencial, de “un derecho a decir” absolutamente ignorado por las mujeres.” Marguerite Duras. Escribir.

Y la revolución nunca se llevó bien con la teoría, la abandonó en un baño público. Y Negri… Negri seguramente necesitó terminar su flirteo con la Brigada Roja. La guerrilla es una mina que a la larga trae problemas. Además, los intelectuales no se llevan bien con las armas (excepto los rusos, pero esos no son europeos). La acción fue para Debord (alguien por fuera de las instituciones) y los situacionistas, a pesar de que sabían que la lucha estaba perdida de antemano. Lo supieron desde el principio: la lucha es la vida. Pero vuelvo a Negri. A veces creo que necesito globalizar al enemigo para excusar un despropósito llamado Berlusconi. ¿Nadie le dijo quién era el enemigo? Bellocchio estaba enterado. Nanni Moretti también identificó al enemigo. El diablo en el cuerpo (1986) y Buenas días, noche (2003), dos films rabiosos sobre las Brigadas Rojas, lo testifican.

Eso sí, la sentencia escrita a cuatro manos (tan Deleuze y Guattari) fue formulada con estilo. Y me pregunto por esa manía tan europea de declarar el fin (de la modernidad, de los acontecimientos, de lo que sea). Pregonar el fin antes que decir “estoy en crisis”, “no puedo producir en este callejón sin salida” o “mi mujer me dejó”. El fin es la gran sentencia abominable de muestra época, la peste intelectual.

Algún personaje de Godard dijo: “estoy perdido si no aparento estar perdido” (creo que fue Michel Subor en El soldadito). Entonces digo, desde la incertidumbre surge la provocación, la obra. Esos films eran vitales, desesperados. Luego Godard se juntó con los maoístas del Cahiers du cinema (uno olvida que los muy cretinos fueron maoístas) y mataron a la teoría del cine de autor. Para qué negarlo, asesinan con estilo y el Libro Rojo en la mano. Inventan el grupo Dziga-Vertov (otra estupidez bien francesa). No engañaban a nadie. El montaje de esos films era el trazo de Godard. La peste los alcanzó y la izquierda aburrió, apestó. Ni Cohn Bendit los soportó y se fugó para hacerse verde. En el camino quedaron los compañeros de ruta de Godard, aquellos que profesaron amor eterno al cine. Godard, el muy pajero, olvidó que el mayo francés se inició cuando rajaron a Langlois de la cinemateca. La revuelta empezó por no se podía ver cine. Tanta ceguera y esa extraña capacidad de ser vanguardista sin sufrir heridas (un Shiva occidental, todo Godard parece decir el cine comienza y termina en mí) sólo puede granjear enemigos.

En 1980 Godard le escribe a Truffaut para hacer un debate público con Chabrol y Rivette: “me interesaría oírnos decir en qué se ha convertido nuestro cine” y más adelante agrega: “podríamos hacer un libro, para Gallimard o para donde sea” (esto no merece comentarios). La respuesta de Truffaut fue la siguiente:

Tu invitación a Suiza es extraordinariamente halagadora, cuando uno sabe lo precioso que es tu tiempo…Tu carta es sorprendente, y tu pastiche de estilo “político” convence. El finale de tu carta permanecerá como uno de mis más felices hallazgos: “Con la amistad de siempre”. De este modo demuestras que no puedes seguir soportando la animosidad hacia nosotros, a quienes llamaste malhechores y estafadores a los que había que evitar como la peste. Por lo que a mí respecta, estoy de acuerdo en acudir a tu localización; qué bonita expresión… cuando pienso en todos los hipócritas que se limitarían en decir: mi casa. Pero ése es un privilegio que deseo compartir con otros, digamos cuatro o cinco personas que podrían anotar lo que dijeras y difundirlo por doquier. Así pues, te pido que invites al mismo tiempo que a mí a Jean-Paul Belmondo. Dijiste que te tiene miedo y es tiempo de tranquilizarlo. También me gustaría mucho ver a Véra Chytilová, denunciado por ti como “revisionista” en su propio país bajo ocupación soviética. Su presencia en tu conferencia me parece necesaria, porque estoy seguro de que la ayudarás a tener su visado de salida. ¿Y por qué olvidarse de Loleh Bellon, a quién llamaste auténtico perro en Télerama? Por último, no te olvides de Boumbom, nuestro viejo amigo Braunberger, que me escribió al día siguiente de tu llamada telefónica : “El único insulto que no puedo soportar es sucio judío”. Espero tu respuesta sin excesiva impaciencia porque si te conviertes en uno de los del grupito de Coppola, andarás escaso de tiempo y yo no quiero echar a perder la preparación de tu próxima película autobiográfica, cuyo título creo saber: “Una mierda es una mierda”. (Colin MacCabe. Godard.)

Cuatro años después Truffaut fallece. Su último obra Vivement dimanche! (1983) es un policial ligero, lozano. No había nada de crepuscular en esa vida filmada. Cincuenta años pasaron del inicio de la nouvelle vague. El padre de estos cineastas murió (Bazin) sin poder ver la obra de sus hijos. Godard, el más talentoso, se convirtió en el enterrador de este arte, la idea de muerte se apoderó de su obra. Esta muestra de religiosidad sólo engendra fundamentalismo. Sabemos que los cementerios huelen mal cuando lleve.

Me pregunto que hubiera ocurrido si Foucault no hubiera rastreado las huellas del hombre en una playa. Hubiese sido preferible dejarse estar con el sonido de las olas rompiendo, embriagándose con le fuerte aroma del mar. Ahora bien, puede ser que la playa estuviera contaminada.

Y a nosotros, que estamos en la periferia de la peste europea, nos queda soportar estos asesinatos tan lejanos como irreales.

1.7.10

Chaplin - prelude

preludio




ANTES QUE se inaugurara el puente de Westminster, la calle Kennington no era más que un camino tan estrecho que sólo lo podían transitar caballos pero no carros. Después de 1750, se construyó un camino directo que unía al puente con Brighton. En consecuencia, la calle Kennington, donde transcurrió la mayor parte de mi infancia, ostentaba hermosas casas de valor arquitectónico, con balcones de hierro forjado, desde donde sus habitantes, alguna vez, vieron pasar a Jorge IV rumbo a Brighton.

Hacia mediados del siglo XIX, la mayor parte de las casas se deterioraron y se conviertieron en pensiones y habitaciones de alquiler. Sin embargo, todavía quedaban algunas intactas en las que vivían médicos, prósperos comerciantes y estrellas del teatro de variedades. Todos los domingos por la mañana, frente a alguna casa de la calle Kennington, había un coche tirado por elegantes caballos, preparado para llevar a un actor de vodevil a quince kilómetros de distancia, hasta Norwood o Merton. Después, en el camino de vuelta, se detenía en la puerta de distintas tabernas de la calle Kennington: The White Horse, The Horns y The Tankard.

Como un chico de doce años, yo solía pararme en frente de The Tankard y mirar a esos ilustres señores que bajaban de sus carruajes y entraban a la sala del bar, en donde la élite del vodevil se encontraba, como era la costumbre de los domingos, a tomar un último trago antes de volver a sus casas para almorzar. Qué glamurosos eran, vestidos con sus trajes a cuadros y bombines grises, brillando sus anillos de diamantes y los alfileres de sus corbatas. Los domingos, a las dos de la tarde, la cantina cerraba sus puertas y sus ocupantes se reunían afuera para perder el tiempo un rato más antes de decirse entre ellos adiós; yo los miraba larga y fijamente fascinado y divertido, porque algunos caminaban con un aire arrogante y ridículo.

Cuando el último si iba por su camino, era como si el sol se escondiera detrás de una nube. Y yo volvía a la hilera de casas abandonadas y en ruinas que aparecía a ambos lados de la calle Kennington, hasta llegar al número 3 de la calle Pownall Terrace, y subía las desvencijadas escaleras que llevaban a nuestra pequeña buhardilla. La casa era deprimente y el aire estaba contaminado con restos rancios de agua sucia y ropas viejas. Ese domingo en particular, mamá estaba sentada mirando fijamente a través de la ventana. Se dio vuelta para mirarme y me sonrió débilmente. La habitación era asfixiante, apenas un poco más de trece metros cuadrados, pero parecía más chica y el techo inclinado parecía más bajo. La mesa apoyada sobre una de las paredes, estaba llena de platos sucios y tazas de té; y en el rincón, ceñido contra la pared más baja, había una vieja cama de hierro que mamá había pintado de blanco. Entre la cama y la ventana había un pequeño hogar y a los pies de la cama, un viejo sillón que se abría y se convertía en cama, donde dormía mi hermano Sydney. Pero ahora Sydney se había ido a navegar.

La habitación estaba más deprimente ese domingo porque mamá, por alguna razón, había descuidado arreglarla. Ella usualmente la mantenía limpia, era una mujer inteligente, alegre y aún joven, todavía no había cumplido treinta y siete años, y era capaz de hacer que esa miserable buhardilla resplandeciera de radiante comodidad. Sobre todo, en una mañana de domingo invernal, cuando ella me hubiera podido llevar el desayuno a la cama y yo hubiera despertado en una pequeña y prolija habitación, iluminada por un fuego débil y mirar la tetera humeante sobre la hornalla y un bacalao o un arenque ahumado cerca de la rejilla de la chimenea, puesto ahí para que se mantuviera caliente, mientras ella preparaba las tostadas. La presencia alegre de mamá, lo acogedor de la habitación, el suave repiqueteo del agua hirviendo dentro de nuestra tetera de barro mientras yo leía mi historieta semanal, eran los placeres de una serena mañana de domingo.

Pero ese domingo ella se sentó desganadamente, a mirar por la ventana. En los últimos tres días ella ha estado sentada en la ventana, extrañamente inmóvil y preocupada. Yo sabía que estaba preocupada. Sydney estaba en el mar y hacía dos meses que no sabíamos nada de él, y la máquina de coser alquilada con la que ella luchaba para mantenernos, se la habían llevado porque no había cumplido el plazo para pagar las cuotas (un procedimiento que no era inusual). Y mi propia contribución de cinco chelines semanales, que ganaba dando clases de baile, había terminado repentinamente.

Era apenas consciente de la crisis, porque vivíamos en una continua crisis; y, siendo sólo un chico, rechazaba todas las preocupaciones con una gentil tendencia al olvido. Como siempre, volvía corriendo a casa, con mamá, después de la escuela, para hacer los mandados, vaciaba los desperdicios de la calle y llevaba un balde con agua fresca, después, iba apurado hacia lo de los Mc Carthy, en donde pasaba la tarde – cualquier cosa para escapar de nuestra deprimente buhardilla.

Los Mc Carthy eran antiguos amigos de mamá que había conocido en sus días de vodevil. Ellos vivían en un confortable departamento en la mejor parte de la calle Kennington, y en comparación con nosotros, llevaban una vida muy holgada. Los Mc Carthy tenían un hijo, Wally, con quien yo jugaba hasta el anochecer, y siempre estaba invitado a tomar el té. Por prolongar esto tuve muchas comidas ahí. De vez en cuando, la señora Mc Carthy me preguntaba por mamá, que por qué no la veía desde hacía tanto tiempo. Y yo inventaba alguna excusa, porque desde que mamá encontró la adversidad rara vez veía a alguno de sus amigos del teatro.

Por supuesto, había veces en las que me quedaba en casa, y mamá hacía té y pan frito empapado en un jugo de carne que yo saboreaba, y por una hora ella me leía, porque era una excelente lectora, y yo descubría el placer de la compañía de mamá y me daba cuenta que disfrutaba más quedándome en casa que yendo a lo de los Mc Carthy.

Y ahora, cuando entré a la habitación, ella se dio vuelta y me miró con un aire de reproche. Quedé estupefacto por su apariencia; estaba flaca y demacrada y sus ojos parecían los de alguien atormentado. Una inefable tristeza me sobrevino, estaba en un dilema entre la urgencia de quedarme en casa y hacerle compañía y el deseo de escapar de toda esa miseria. Ella me miró apáticamente:
– ¿Por qué no vas a la casa de los Mc Carthy?– me dijo.
Yo estaba al borde de las lágrimas.
– Porque quiero quedarme con vos.
Se dio vuelta y fijó su mirada perdida en la ventana.
– Andá a la casa de los Mc Carthy y quedate a cenar ahí. Acá no hay nada para vos.
Sentí el reproche en su tono de voz, pero no le di importancia.
– Voy a ir, si eso es lo que querés– dije débilmente.
Ella sonrió consternada y me acarició la cabeza.
– Sí, sí, andá.

Y aunque le supliqué que me dejara quedar, ella insistió en que me fuera. Entonces me fui con una sensación de culpa, dejándola sentada, sola, en esa miserable buhardilla, sin saber que en los próximos días un terrible destino la esperaba.




Charles Chaplin. My Autobiography, (1964)


Traducción: Mirta Nicolás