1.4.10

El barrio y sus salidas: lectura rabiosa, por Gustavo Calandra






Si hay alguien que gastó mocasín en el empedrado, ése podría ser Roberto Arlt. Recorrido por recovecos casi infernales. Catálogo de lo patético: vecinos de Buenos Aires. El barrio, en El juguete rabioso (1926), no es el barrio cordial que crece a la luz del progreso modernizante.

Desde su infancia, Silvio va a conocer todo el egoísmo y la ambición de la clase media que se está gestando en Buenos Aires. A los catorce años, es iniciado en la literatura de folletín por un monstruoso zapatero andaluz “con amarguras de fracasado”, quien destaca a un parroquiano “porque lo favorecía con veinte centavos de propina” y le alquila por cinco los libros al pibe. En esa buhardilla apestosa, Astier será convidado al ejercicio de la ensoñación. Ensoñación de bandidos y aventureros, de lugares lejanos y exóticos. A partir de esta experiencia, el adolescente, reiteradas veces, saldrá de excursión a un mundo imaginario, alimentado de lecturas folletinescas. Es esta una elección: huir de un lugar que parece no prometer nada.

Cuando conoce a la familia Irzubeta, entran en escena jóvenes pícaros y holgazanes, viejas chismosas, deudas, mentiras y poca cordialidad entre vecinos: “no les fíe ni en broma”. La vida parece ser un combate por la existencia; “gallegos de mierda”, “el coraje de la gente plebeya”, la amistad de un policía. Por eso, para Astier, una salida posible a ese infierno es la ensoñación, posibilidad de exilio momentáneo. Con el dinero de los robos, los dos amigos disfrutarán, voluptuosos, las tardes de lluvia; paseando en auto, fumando y, “dejando atrás las gentes apuradas bajo la lluvia”, se imaginarán estar en París o en Londres.

Un espacio hostil es la ciudad. Astier debe humillarse en un trabajo haciendo sonar el cencerro en la puerta de la librería; ser criado de don Gaetano y acompañarle al mercado con una canasta ridícula que lo convertirá en objeto de desprecio para un dandy, en la burla de un niño, en el gesto irónico de un portero. Por su parte, el mercado será un espacio de insultos en cocoliche y regateadas, donde todos se empeñan “en robarse, en perjudicar al prójimo, aunque fuera en un solo centavo”.

Es un mundo que se rige por el dinero y el interés propio, del cual él solo puede evadirse a través de la lectura. “No me hable de dinero, mamá, por favor...”, le suplica a la madre mientras lee un libro sentado en la mesa. “Yo no detenía los ojos en nadie, tan humillado me sentía”. Astier lleva los bultos “mugrosos” de la mujer del librero, con cubiertos y platos tintineantes; la gente se detiene a verlos pasar “regocijada con el espectáculo”. Pues no solo son ambiciosos sino se deleitan con las desgracias ajenas. “Un sensación de asco empezó a encorajinar mi vida dentro de aquel antro, rodeado de esa gente que no vomita más que palabras de ganancia o ferocidad”. Como corredor peregrina por barrios “de gente de menos provecho y más taimada para mercar”, mujeres despeinadas, escuálidas o ventrudas. Caminará por chatas calles de arrabal, “miserables y sucias”, llenas de basura. Se encontrará con la brutalidad y el analfabetismo en las ferias. Solo puede recurrir al ensueño de un mar para sentir alegría: “mis ojos creían ver islotes”. Así la vida es linda, “imaginate los grandes campos... las grandes ciudades del otro lado del mar”, le dice al Rengo.

Un espacio que no le da una posibilidad de reinserción, donde Astier no encuentra su lugar y que no vacilará en abandonar cuando, luego de delatar al Rengo, le manifieste al arquitecto su idea de irse al sur. ¿Qué nostalgia puede despertar ese sórdido ring donde se libra el combate por un ascenso social sin horizontes? Barrio mezquino y mediocre que no conduce sino al tedio de una vida monótona, “como un gran desierto amarillo”. Con la imaginación o la infamia solo se puede salir. Esta denuncia determina una carencia de la realidad presente, la niega y busca trascender hasta sentir abrirse “curiosos horizontes espirituales”.