16.3.10

Bukowski - legs, hips and behind

piernas, caderas y culo




nos gustaba el sacerdote porque una vez lo vimos comprar
un cono de helado de crema
teníamos 9 años entonces y cuando iba a
la casa de mi mejor amigo su madre usualmente estaba
tomando con su padre
dejaban la mosquitera abierta y escuchaban
música en la radio
su madre a veces tenía el vestido levantado
y sus piernas me excitaban
me ponían nervioso y asustado pero excitado
de algún modo
con esos zapatos negros lustrados y esos nailons–
aunque incluso ella tenía los dientes torcidos y una
cara muy fea.

cuando teníamos diez su padre se disparó y
se mató con una bala a través de
su cabeza
pero mi mejor amigo y su madre siguieron
viviendo en esa casa
y yo miraba a su madre ir
arriba al mercado de la colina con su
canasto de compras y yo podía caminar al lado
suyo
muy consciente de sus piernas y sus
caderas y su culo
la forma en la que todos caminábamos juntos
y ella siempre me habló amablemente
y su hijo y yo íbamos a la iglesia y
nos confesábamos juntos
y el sacerdote vivía en una casita
detrás de la iglesia
y una amable señora gorda estaba siempre ahí
con él
cuando íbamos a visitarlo
y todo parecía acogedor y
confortable entonces en
1930
porque no sabía
que había una depresión
mundial
y que la locura y la pena y el miedo estaban
casi en todas partes.



legs, hips and behind: we liked the priest because once we saw him buy/ an icecream cone/ we were 9 years old then and when I went to/ my best friend’s house his mother was usually/ drinking with his father/ they left the screen door open and listened/ to music on the radio/ his mother sometimes had her dress pulled/ high and her legs excited me/ made me nervous and afraid but excited/ somehow/ by those black polished shoes and those nylons–/ even though she had buck teeth and a/ very plain face.// when we were ten his father shot and/ killed himself with a bullet through/ the head/ but my best friend and his mother went on/ living in that house/ and I used to see his mother going/ up the hill to the market with her/ shopping bag and I’d walk along beside/ her/ quite conscious of her legs and her/ hips and her behind/ the way they all moved together/ and she always spoke nicely to me/ and her sun and I went to church and/ confession together/ and the priest lived in a cottage/ behind the church/ and a fat kind lady was always there/ with him/ when we went to visit/ and everything seemed warm and/ comfortable then in/ 1930/ because I didn’t know/ that there was a worldwide/ depression/ and that madness and sorrow and fear were/ almost everywhere.




Charles Bukowski: What Matters Most is How Well You Walk Through the Fire , (1999)


Traducción: Javier Fernández Paupy

7.3.10

El francotirador cultural, por Juan Dos






En el campo de batalla, a la intemperie, afuera del radio imantado de la doxa, las urgencias íntimas del mundo casero menoscaban lucidez y arrojo. Adentro de la norma, mediante la dádiva (insignificante) o las mieles (envenenadas) de un prestigio ilusorio, las organizaciones relacionales conocidas hasta el momento acotaron la facultad reflexiva de sus tecnócratas a la llana transmisión informativa del nivel medio de la técnica especializada. Hicieron del “especialista” una retórica, una jerga, una pose. Esto en cátedras universitarias, en editoriales, medios artísticos, periodísticos, etc. Entonces, a menos que administre algún capital independiente o sus publicaciones cuenten, acaso, con el favor del mercado, el francotirador cultural ha de sostener el resguardo (la elegida autoexclusión del poder) cumpliendo tareas ajenas a su campo de acción discursivo. Y más allá de su probable ascetismo, fortalecida por su pesquisa detectivesca, la libertad no institucionalizada de su crítica lo mantendrá al margen, excéntrico, alerta, contra las múltiples estructuras estabilizadoras del pensamiento que impiden cualquier clase de cambio. Batalla en soledad, sin alianzas visibles, es un llanero solitario.

Así, en la producción textual (literaria, política, teórica) el rechazo activo a la configuración farisea del orden general opera de manera más sutil (Macedonio, el Borges de Prisma/Proa, Pablo de Rokha, Juan Rulfo) o manifiesta (Rafael Barrett, Arlt, Mariátegui, César Vallejo, José María Arguedas, Juan Carlos Onetti, Rodolfo Walsh, Enrique Symns). Conspiradores, intelectuales, poetas y escritores que ayudan a comprender la irritada y belicosa tensión de un gesto afirmativo, a veces fugaz o tenaz, a veces escéptico u optimista, pero saboteando siempre, con dispositivos de intervención disolvente, los compartimentos oficiales sujetos por la telaraña administrativa de la vida burguesa. Hoy un personaje de Houllebecq propondría que luego de asumir la brutalidad del mundo debe respondérsele a éste con mayor brutalidad. Uno de Arlt, que no nos queda más remedio que escribir deshechos de furia para no salir a la calle a tirar bombas o instalar prostíbulos.

¿Cómo son las tensiones que evidencian la emergencia de francotiradores letrados en América Latina? Con Terry Eagleton (Función de la crítica) vemos cómo, en la Inglaterra del siglo XVIII, la misión principal del crítico –un divulgador general– fue la de, empleando la cultura, unificar las rencillas de su clase dirigente. Eso ya no tiene sentido y por cierto, en el continente ideológico latinoamericano, la instancia ha sido conflictiva desde su origen. Los intelectuales argentinos germinaron casi huérfanos en torno al desdén de una oligarquía comercial improvisada, mientras ésta, invariablemente, de espaldas al crecimiento espiritual de la nación, malversaba desde su origen el porvenir colectivo. La fragmentada producción crítica surge como mal necesario y de fácil regulación, hasta 1920. Estos primeros veinte años marcados por el acallamiento tendencioso de la obra de Martí adolecen con impávida quietud. Igual se realizan algunas tareas significativas, el monumental compendio histórico erigido por Rojas y su creación de la cátedra de literatura argentina o el peregrinaje continental de Manuel Ugarte comprenden tareas importantes, cierto, sólo que la ingeniería oligarca del campo cultural permanece inalterada, la profesionalización literaria ocurre de modo secundario y en las primeras décadas del siglo XX Macedonio Fernández y Rafael Barrett la esquivan y cuestionan de manera particular.

Nacidos apenas con dos años de distancia (1874 y 1876), propulsores del anarquismo en tierra paraguaya ambos se muestran reacios ante los canales consagratorios del circuito de publicación. “Nadie hizo lo que él para librarse de la fama”, dice Luis Alberto Sánchez de Macedonio (Escritores representativos de América), que lo conoció y cuenta, además, cómo éste vivía voluntariamente emparedado, pensando, anotando observaciones en pedazos de periódico, etiquetas desplegadas, etc. Desasido de toda fortuna personal, desesperado, manso e implacable. Tan distinto a la parafernalia exhibida por Darío y Lugones, faros obligados del día, Macedonio abdica cualquier clase de poder prosaico, de hecho, antes de presidir jurados, revistas, tribunas, aulas o salones, Macedonio elige conversar en el patio de la pensión, expandiendo las facultades subversivas de su discurso poético, que toma, altera el formato “paquete” y gentleman de la causserie, llevándolo a otro nivel más abierto, convirtiendo la práctica aristocrática, exclusiva y autorreferencial de una casta privilegiada de señoritos, en amistosos, íntimos viajes astrales, estéticos y filosóficos, dicen, ambientados con el punteo gentil de su guitarra. A diferencia de Barrett, Macedonio Fernández no señala con el dedo, no denuncia, su pugna sería más bien espiritual. Resaltemos la fervorosa persistencia de esta soledad operativa, los efectos proyectados desde la ausencia, desde la oralidad y lo secreto de una escritura clandestina oculta en tarros de bizcochos, retaceada y pospuesta. Hombres del siglo XIX, a los dos les sobra talento y sin embargo ninguno lo capitaliza tras el arrogante velo de una carrera mundana. Cultivan la mirada del outsider.

La frugalidad, el ascetismo, la independencia de sus búsquedas promulgan el afán por desenmascarar la realidad oculta de lo entonces tapiado mediante la película del positivismo liberal, el capitalismo parlamentario, la mímesis manipuladora del naturalismo, la caricatura costumbrista, el falso nacionalismo, los tradicionalismos impostados, etc. En lugar de realismo populista, en Barrett la denuncia directa. En lugar del folletín grandilocuente o la novela social, naturalista o dandy, en Macedonio ese astuto silencio que prologa su inminente demolición de géneros. En lugar de la pugna por ocupar el corazón del campo literario, la puesta en duda o en crisis del mismo. Ni arriba ni abajo, el centro lo arruina todo, persigamos lo neutro. Evitar la glorificación letrada, los contactos indeseables, permanecer aparte (no aislado) y hacer fuego desde allí para no “arribar” jamás. Por eso el corpus del anarquista y la obra del payador comparten los rasgos formales descritos por Piglia en Notas sobre un diario: efecto de lectura salteada, parcial, episódica, suspendida, furtiva. Este recurso en el caso de Barrett, vinculado a la denuncia directa ofrece el espectáculo una montonera enardecida. El dolor paraguayo, antología en parte póstuma de aguafuertes denuncialistas publicadas en distintos periódicos entre 1906 y 1910 rubrica el testimonio de una lucha tal vez inútil pero justa, librada a brazo partido contra el dolor de su tiempo y la brutalidad de su geografía.

¿Arlt leyó a Barrett? No lo sé. Entre ellos se abre una zona inconciliable. El fósforo encendido del malandra porteño arrojado sobre el sueño del linyera no se condice con la severa humanidad del anarquista, pues éste, en su lugar, sin duda dirige la llama en otra dirección. No obstante, durante ciertos tramos miran con amistosa sintonía, apelando al uso de un lenguaje bastante cercano: los niños viejos o tristes, el avance del desierto o de la selva contra las ciudades, el periodismo político improvisado al paso de los hospicios, las cárceles y los hospitales del estado criminal (trabajo prolongado luego con Walsh) o la referencia bíblica, la mezcla de aires apocalípticos con truenos revolucionarios. Más que nada enfoquemos el fiero rechazo al abuso implicado en las bases del orden burgués. Acá Barrett completa el paisaje arltiano. En su análisis alucinado Arlt no escapa del concentrado odio a la clase media, pierde de vista la gran trama conspirativa de la dirigencia política y el contubernio ganadero-comercial. Barrett en cambio, afuera de la ficción y comprometido por la urgencia concreta de su época, señala, directamente, Lo que son los yerbales. Del 15 al 20 de junio de 1908 publica una serie de seis notas en El Diario. Pura investigación denuncialista. “La explotación de la yerba mate descansa en la esclavitud, el tormento y el asesinato”. Castración y exterminio en las 7 u 8.000 leguas entregadas a la Compañía Industrial Paraguaya, a la Matte Larangeira y a los arrendatarios y propietarios (“amigos” del gobierno) de los latifundios del Alto Paraná.

En principio Barrett modera la descripción barroca y la arenga obrera de tono literario para presentar una serie de datos destinada a reproducirse en los países “civilizados”. No se para ni frente al lector ordinario ni frente a la clase o los sectores revolucionarios, dispara y se hamaca, solo (sin organización que lo cubra) ante el poder, llamándolo por su nombre. Donde lo horrendo es lo más frecuente Barrett responde con los libros en la mano, sin aguardar justicia “legal” recorta y pega el decreto del primero de enero de 1871. Expone el oscuro pacto a la luz, lo explica: se conchava al peón anticipándole un dinero que el infeliz gasta o deja a su familia y que el patrón luego reembolsa en trabajo, entonces, ya arreado a la selva, el desgraciado, prisionero hasta la defunción, cuando huya, será cazado vivo o muerto. Publica números: “de 15 a 20.000 esclavos de todo sexo y edad”. Saca cuentas y demuestra la ecuación del botín. Para determinados puntos políticos y económicos se vuelve técnico, para describir el “arreo” (centenares de seres humanos comprimidos en cincuenta metros, el 70% niños, escorbuto, diarrea negra, capataces a caballo y revolver en cinto) o poetizar el yugo de la selva (“milenaria capa de humus, bañada en la transpiración acre de la tierra; el monstruo inextricable, inmóvil, hecho de millones de plantas atadas en un sólo nudo infinito; la húmeda soledad donde acecha la muerte y donde el horror gotea como en grutas”) aplica recursos estilísticos.

Esta simbiósis político-literaria puede rastrearse en Martí (Prólogo al “Poema del Niágara”, 1882), en el Arlt de Hospitales en la miseria (1933) o He visto morir (1931) pero también en José Hernández (La muerte del Chacho, 1863) o en Sarmiento o incluso en Pablo de Rokha, 1926: “el chancro de la rebelión económica muerde los esqueletos, la ladilla democrática se multiplica en los ensueños del planeta." Textualización simbiótica de pluma con espada o combinatoria procedimental de compartimentos estéticos y políticos que forma series hacia atrás y hacia delante.

Macedonio publica recién entrados los veinte, su excentricidad (inmutable) deslumbra a las mejores jóvenes mentes de la década, que pese a ello, prestas a la rencorosa competencia del mercado, en su mayoría corren tras la persecución e invención de su porción de público correspondiente. Más que nada los martinfierristas. No Borges. A pesar o a causa de la enconada estridencia multicolor, la creativa curiosidad del ánimo festivo no le permite al grupo Martín Fierro “procesar” una evaluación seria y meditada respecto de un campo poético que sí en cambio anhelaba conquistar. Una producción crítica (y coherente) organizada por una voz nueva. Borges hace eso. Dice ¡basta de salir a la caza de efectos auditivos o visuales, de expresar la personalidad (el “yo”, ancha denominación colectiva que abarca la pluralidad de todos los estados de conciencia)!, ¡basta de las anécdotas rimadas, del desaliño experto sencillista y de la rima obligada rubeniana! Borges reinicia el sistema, desde una extraña soledad vanguardista (“antivanguardista”) Borges arría todas las banderías preexistentes. No escribe para sorprender, escribe para pensar. Los textos recobrados 1919-1929 compendian un formidable corpus donde retrospectivamente sería dable apreciar los múltiples ajustes que explican su discreto alejamiento de espantapájaros, tranvías, Girondo y la revista Martin Fierro. Razón por la que ya en 1921 de todas las horas del día Borges elija las “dos y pico de la tarde” (Buenos Aires, Cosmópolis). Hora en que ningún director de orquesta impone su pauta. De esta manera, inmune a las reacciones organizadas, las emociones previstas y las actitudes de recluta corporativo que coagulan los “espíritus amaestrados”, descartando el centralismo característico de la planificación arribista, lo espontáneo y lo marginal revelan su belleza más indómita.

Así la mira de este joven francotirador de 22 años liquida la estéril ansiedad de escuelas y artistas tensados por la busca de mayor atención o reconocimiento. Ataca la academia, las escuelas literarias, lo vetusto como lo muy novedoso, el nacionalismo recargado o la rebeldía exagerada. Tan sólo sobreviven Macedonio y él. Según Enrique Pezzoni, El texto y sus voces (primer artículo): "Las transgresiones a las formas y estilos que alcanzan prestigio en ámbitos culturales se convierten en rebeliones institucionalizadas, perdiendo la gracia de crear mundos o descifrar aquél en que vivimos". Borges entiende ese peligro, se corre hasta la orilla y saca un puñal de la cintura. Tanto contra el rentismo de la emoción que estruja la mísera idea cazada de casualidad como contra el vil uniforme de sus sectas carcelarias, porque la guerra sepultó el pasado, una generación se formó al margen del mecanismo tutelar y en la Buenos Aires de casas chicas, chatas, parejas y blancas proliferan revistas impacientes y cenáculos gritones, Proa abre los brazos a todos los audaces capaces de abandonar la situación personal ante los “valores efectivos” del arte. El cenáculo reduce la visión del ojo de la metáfora. Las formas exteriores toman sentido por la fuerza interior que las anima: el valor estético no transita por el traje o la habitación que resguarda los cuerpos. Vale más un anciano batallador y fecundo que diez jóvenes negativos y frívolos.