16.3.08

El baile de los ahorcados, por Juan Dos


Voy a cambiar de especialidad –digo. Judy mira lo que he hecho. Jackson Pollock liberó la línea, recuérdalo, me dijo alguien ayer en clase de pintura contemporánea. ¿Cómo podría liberar de nada a esta mierda?,
me pregunto. Me quedo delante de un lienzo sin terminar. Pienso que haría
mejor gastando el dinero en drogas que en material de pintura. –Voy a
cambiar de especialidad, ¿me oyes?
Bret Easton Ellis. (Las leyes de la atracción)



En los 50’s, a raíz del meteórico paso de Marty McFly por Hill Valley alguien inventa el skate, pero como la industria norteamericana jamás descansa y su infatigable producción de ocios renueva permanentemente el mercado de la dicha estableciendo otras modas, otros pasatiempos, para el año 65 la popularidad del ingenioso artefacto decae y cinco años más tarde comprar una patineta es imposible. 1970. El lado sur de Santa Mónica depone su tradicional brillo convirtiéndose en el barrio pobre de la playa. Dogtown. La célebre feria de Ocean Park desmantela teleféricos, tiendas y variedades. El público migra, disuelta la clase media consumidora de “paseos” los hijos del lumpenaje toman el control del negro agujero residual abierto en el paisaje. Surfers marginales adoptan un muelle encajonado llamado Cove. Bohemios, yonquis y pandilleros completan el cuadro. Las maderas y los escombros del antiguo recreo flotan entre aceradas tablas de curiosos y vivos colores, los pilotes abandonados en hilera transforman la actividad en algo peligroso. Allí, diez adolescentes postergados, surfean hasta media mañana y acabadas las olas extienden la práctica hasta el cemento. Recurso tan inmediato como instintivo el equipo Zephir aplica en el asfalto los conocimientos instrumentalizados sobre el agua. Estructuras urbanas diseñadas con fines ciudadanos se refuncionalizan instigadas por el insólito avatar de la joven expresión estética. Imprevista, secreta, reducida, combina elementos incompatibles y quizá por primera vez un movimiento cultural nace directamente de niños desclasados cuya profunda intuición los induce a la excelencia del amateur, a tomar la técnica de Bertleman de flexionar y tocar la ola, para luego ellos apoyar la mano contra el piso y así estirar el cuerpo desde la tabla. El exclusivo número de integrantes inculcó la devoción del estilo. La competencia diaria por verse cada vez mejor y mejor los consagró expertos amantes de la forma. Entonces una sequía providencial abate la tierra californiana. Cientos de piletas permanecen vacías y en reiteradas sesiones ilegales la facción insubordinada conduce la disciplina a otro nivel. Lo inmediato era pasar por encima de los focos (bajo el borde) y apoyar una sola rueda suspendiendo el resto del skate fuera de la pileta. El cielo es el límite. Nasworthy reemplaza las ruedas de arcilla por las de uretano, el artefacto recupera cierta fama y para 1975 los chicos participan del torneo Nacional Del Mar. La concurrencia (no los organizadores) los juzga con franco desprecio. Pelo largo, pantalones rotos, aspecto desgreñado. Jay Adams, el menor de la tribu, trece años, solitario y displicente, rompe filas. Ingresa a la pista de free style, un área pequeña de 12 x 12, plana, de madera contrachapada y capa de uretano. Hay que verlo, el documental de Peralta recupera las imágenes filmadas por Stecyk. Todos la rompen y todos, al promediar la tarde, son comprados por la industria. Y, o bien acaban patrocinando marcas corporativas o bien fundan las suyas propias accediendo al pérfido “sueño” americano. Todos menos Jay. Jay Adams posee un talento diferente. Tony Alba y Stacy Peralta son buenísimos, Alba en particular hace gala de una agresividad aplastante. No obstante Adams busca otra cosa, es otra cosa. Ni presumido a lo Alba ni calculador a lo Peralta no le interesa perfeccionarse ni ser adorado, ensayar veinte piruetas iguales lo aburre, el prestigio y los dólares no consumen su deseo. Gasta bromas pesadas, enciende morisquetas de arlequín y arroja las pelucas de los pasajeros por la ventanilla del transporte público. Todos se profesionalizan menos él. Entrevistado para este documental en la prisión de Haway (drogas) alegará, perplejo, que sus viejos camaradas comenzaron a respetar horarios y tomarse en serio algo que él consideraba tan sólo una prestancia. Un regalo de manos bondadosas y desconocidas. Uno imagina el inevitable y gradual desamparo. La práctica por la práctica en sí, antes autosuficiente, ahora institucionalizada disocia la pasión exploradora de una habilidad o de un talento (extravagantes) mediante la rutina divisoria del trabajo regulado. El placer invisible de la actividad se repliega al goce material de la plaza capitalista. Hoteles suntuosos, giras internacionales, mujeres extra fáciles y perniciosas sustancias complacientes, sus amigos, mayores que Jay, en cuestión de semanas adquieren el repulsivo mohín de las estrellas de rock. Con Jacobo Fijman, Vincent Van Gogh, Antonin Artaud y The motorcycle boy ocurre de modo parecido. A diferencia de sus colegas, éstos desplazan el foco hacia otro lugar. Indagadores constantes del borde, no persiguen ni el valor constituido del dinero ni la coartada consagratoria del aplauso, sino el deslizar la expansión de una eficacia. No saben detenerse: los encarcelan o los matan. Fijman cautivo en el Hospicio de las Mercedes, Artaud en Rodez, Van Gogh en Saint-Rémy, Adams en Haway. Representan otra clase de creación. Invisten la realeza en el exilio, príncipes alejados de su estirpe por el salvaje viento que pasa, los ojos fijos, vidriosos, sujetos al extremo más duro del barco. Un paquete aparte. Nadar junto a cocodrilos hambrientos, cazar tiburones blancos con el cuchillo entre los dientes. Explorar y moverse fuera de la norma, investigar los túneles, las almenas, los escondrijos y los pasajes del campo de batalla. Cuando Adams daba desprolijo era porque iba sin premeditación, sin plan, trastabilleaba y a partir del error y de la inestabilidad descubría figuras únicas, efímeras y desprovistas de alarde, deslumbrantes. Hablemos de crear figuras porque sí, de una inspiración brutal, casi primitiva, que persiga la belleza de la forma sólo para tocarla y no atesorarla acaso por no pertenecerle. Ignoramos cómo funciona la carrera tras el alma de la forma y/o de las palabras. Germán Céspedes, poeta desesperado de Adrogué, supo correr tras ellas y alucinado tras la música de sus cuerpos eternos inventó un complejo mecanismo de curvas, subidas y bajadas, una mini montaña rusa verbal donde las frases, igual a canales o conductos de cobre, sostuvieran el recorrido frenético del léxico aumentando la velocidad reverberante de sus múltiples sentidos por medio del ensamble sintáctico y del contraste fonético. Alguien junta digamos entre 500 y 1000 palabras, bien agarradas y calculando el margen en no más de dos hojas, allí dentro realiza, como si fueran las paredes combadas y verticales de una pileta vacía operaciones muy, muy veloces. Suprime, añade, altera, mueve, transpola, reformula, acondiciona. Infatigablemente. Entonces cada tanto la entrevé, entrevé la forma necesaria y la palabra justa, correcta, cuando es verdadera y última y no otra y ofrece un espectáculo singular, espontáneo e irrepetible.